Hace unas semanas un grupo de jóvenes, de un colegio secundario católico, me pidieron una entrevista; me hicieron distintas preguntas. Me preguntaron, por ejemplo, por qué los judíos fuimos siempre blanco de persecución. Di un largo rodeo y terminé respondiendo que a mí también me habían enseñado la historia de la creación según la Biblia, que yo, seguramente como ellos, tomaba al pie de la letra el relato, y que cuando en el mundo sólo existían cuatro personas, Adán, Eva, Caín y Abel, y Caín mata a Abel, liquida entonces en ese acto ni más ni menos que al 25% de la humanidad. De modo que éste es el crimen más feroz, una proporción jamás alcanzada en ninguna guerra, ninguna catástrofe o epidemia.
Y ese crimen es anterior a la existencia de los judíos, los musulmanes, los cristianos, anterior a la esclavitud, a las nacionalidades o las clases sociales; no estuvo motivado ni por el oro, ni el petróleo o el trigo; es un crimen que parece fundar la lógica de las generaciones y la historia. Esta lectura de Caín y Abel, atendiendo precisamente a su carácter simbólico, me permitió poner a los jóvenes en la pista de que quizá no sea central responder por la causa que explica la persecución de un grupo particular por otro, ponerlos en la pista de que, a mi modo de ver, la gran pregunta es por el rasgo elemental del crimen, por aquello que hace de la violencia un factor esencialmente necesario y constitutivo.
Se conmemora en esta fecha, el 8 de mayo, el 60 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, la derrota del nazismo. Y los judíos conmemoramos los 60 años de la Shoá.
El Holocausto alemán
No sé por qué el pueblo alemán no celebra en esta fecha el 60 aniversario de lo que llamo sin ironía: el Holocausto alemán.
Los jóvenes alemanes se ofrendaron como víctimas voluntarias. Alemania estaba convencida, entre otros resortes del delirio colectivo, de que había que luchar y morir por el führer, por el Reich, que era deseable y heroico morir por Alemania en los campos de Europa, en la nieve soviética o en África.
Al terminar la guerra no sintieron ningún alivio, cayeron en la bruma de la derrota, no advirtieron que también ellos se libraban de una fe autodestructiva, de la vigilancia de la Gestapo, de los campos de concentración o de la eutanasia obligatoria.
Tormenta de oscuridad
Los judíos no íbamos voluntariamente a la destrucción, quisimos sobrevivir, hicimos lo posible por sobrevivir en circunstancias absolutamente adversas. Los asesinos planificaron, calcularon sus fines, sus movimientos. Las víctimas no planificaron nada. De un momento a otro uno se encontró en posición de víctima. Aislado, torturado, prisionero, desnudo, rapado, despojado de todo, de su nombre, de su historia. De un momento a otro las víctimas éramos un número.
Hay infinidad de testimonios de donde sólo surge la miseria y el sufrimiento a los que se somete a la víctima. Pero de las víctimas no puede aprenderse nada, o casi nada. Sólo una muy dolorosa lección acerca de lo que un hombre es capaz de soportar para sobrevivir. Los verdugos en cambio tienen un saber articulado en la preparación metódica de sus tareas, en la organización, en la anticipación y en el rasgo estratégico de sus objetivos. Así ocurrió bajo el nazismo. Desde el ascenso en 1933 a la caída en 1945, los nazis trabajaron infatigablemente en la organización y ejecución de sus fábricas y laboratorios de muerte, con la colaboración y asesoramiento de científicos, médicos, ingenieros, antropólogos y personal técnico.
Tomaron decisiones acerca de quién debe morir y quién debe vivir.
Para saber qué ocurrió en aquella densa tormenta de oscuridad, sería de enorme valor rescatar los testimonios personales de los victimarios, el relato confesional de sus experiencias, sus planes.
Paradoja trágica
La guerra es el peor de los crímenes, porque revela esa condición esencial y constitutiva de lo humano en la violencia. Pero sin la Segunda Guerra Mundial, que comenzó con la destrucción de Guernica y finalizó con Hiroshima, no hubiera habido Shoá, tanto como sin la Primera Guerra Mundial no hubiera habido genocidio armenio. Hay guerras de las que se habla incansablemente, y otras que caen en olvido y silencio como ocurre actualmente en Sudán, donde ya hay más de trescientos mil muertos y dos millones de refugiados.
Cuando hablo de la planificación de la masacre, cuando señalo la intervención de intelectuales y profesionales, cuando subrayo que no se trató de una barbarie primitiva sino de una realización muy elaborada y sistemática, estoy refiriéndome a una inevitable pesadilla que todavía me persigue. La idea de que el horror pueda ser ejecutado por una banda iletrada no me inquieta tanto como la realidad de un crimen colectivo orquestado según normas muy precisas, normas que responden a un alto grado de organización social.
Veo en eso, no puedo ver otra cosa, la paradoja trágica de la civilización.