El trauma
Las formas en las cuales los colectivos sociales reintegran los excesos que ellos mismos han generado, ofrecen muchos datos acerca de su estructura inconsciente. En ese sentido, las particulares estrategias que implementó la comunidad para metabolizar el asesinato de un judío a manos de otro judío no dejan de resultar sorprendentes. Diez años después, el espectro progresista del judaísmo (y nunca mejor utilizado el término espectro) sigue impactado por los efectos del trauma.
La etimología sitúa la palabra trauma hacia 1900. Tomado del griego “traumáticos”, derivada de “trâuma” (herida), el término era utilizado por la psiquiatría para describir las consecuencias de una herida sobre el conjunto del organismo. El psicoanálisis lo definió como un acontecimiento caracterizado por un alto monto de intensidad y, fundamentalmente, por la incapacidad del sujeto de responder ante él en forma adecuada.
Muy a su pesar, el judío hubo de resignar la noción de “pueblo elegido”. Este término, al secularizarse y dejar de estar sostenido por la idea de un dios personal, comenzó a evocar siniestros deslizamientos de superioridad étnica, contrarios al ideal universal del discurso ilustrado. Sin embargo, la representación del pueblo de Israel -como el portador de un destino especial en el conjunto de los pueblos- jamás fue resignada del todo. Silenciada, funcionando desde lo profundo, le prestó su intensidad a otras representaciones más a tono con el nuevo judío pasado por el tamiz iluminista. Los “valores judíos”, el “monoteísmo ético”, el “mesianismo laico”, la “extraterritorialidad”, y demás filosofemas, delinearon un personaje que sólo existe en las páginas de Levinas.
Esta concepción permitió, entre otras cosas, seguir instalados en el círculo encantado de la “singularidad judía” (aquella singularidad con la cual el sionismo quería acabar, ¿se acuerdan?) y también permitió, porque “no éramos como los demás”, desplazar hacia la periferia nuestros aspectos dogmáticos, oscurantistas y violentos, en suma, nuestro fundamentalismo. Fundamentalismo con el cual nunca supimos muy bien qué hacer, empezando por no poder nombrarlo como tal, hasta que un judío mató a otro. Y como suele suceder con el suceso traumático, acerca de esto, la comunidad judía, nada quiso saber, y nada quiere saber, casi podríamos decir, en el sentido de la represión.
Las palabras y las cosas
Cuando se habla de la ortodoxia (del griego orthós “correcta” y dóxa “opinión”) se la suele considerar el “verdadero” judaísmo, en contraposición a un judaísmo “degradado” que sería el judaísmo laico o secular, caracterizado por el cumplimiento de algunas pocas tradiciones y fuertemente atravesado por una impronta nacional-cultural. En contraposición a este judaísmo, la ortodoxia aparece como la depositaria de la “verdadera” tradición. Nada más falso desde el punto de vista histórico.
Es importante destacar que la ortodoxia fue un movimiento de reacción desde el interior del judaísmo, un movimiento contra la Haskalá (iluminismo judío) y contra el judaísmo reformista, un movimiento que instaló entre los judíos una novedad absoluta: en el judaísmo ya no cambiaría nada más.
Este es el aspecto verdaderamente ideológico de la cuestión: la “naturalización” de la ortodoxia como algo “siempre sido”. Como si esos hombres de negro con sus chicas empelucadas y sus innumerables proles disfrazadas de niños-viejos siempre “hubieran estado” en el “ahí” del judaísmo, para indicarle a Abraham Abinu el horario de encendido de las velas del shabbat; como si Caín hubiera matado a Abel porque no le quiso prestar el último número de la “Jabad Magazine”.
Como en esos cuadros del Bosco en los que aparecen escenas de la crucifixión con ropajes del medioevo, es desde el presente que se escribe la historia. Y es a través de la ideología que la ortodoxia se convierte en la opinión “correcta” del judaísmo (y conviene recordar que una opinión es “correcta” frente a otra que es “falsa”). Es a través de la ideología, cuando interviene desde el presente en la escena del pasado, que la ortodoxia se convierte en aquello “siempre sido”, naturalizando un lugar cada vez más hegemónico dentro del ámbito del judaísmo.
Puedes porque debes
La religión en su faz dogmática se basa en el imperativo “puedes porque debes”.
A diferencia del conservador que intenta “negociar” con la religión el soporte racional que le haga más tolerable el sometimiento a la letra de la ley, la fuerza de la ortodoxia reside en lo que a un laico podría parecerle su mayor debilidad. Exige sometimiento porque sí. El núcleo duro de la cuestión no es por qué los judíos deberían cumplir tal o cual cosa, sino que es el cumplimiento a rajatabla de tal o cual cosa lo que los hace judíos. ¿Por qué no podemos llamarlos fundamentalistas? ¿Qué nombre recibe quien somete decisiones políticas a la letra de un libro sagrado?
Muchos intelectuales judíos bienintencionados y consustanciados con el proceso de paz se apresuraron a explicar que existen distintas fronteras en la Biblia, que el concepto de Eretz Israel Hashlemá es equívoco aun en los textos sagrados. Esa fue la capitulación final ante el fundamentalismo judío: discutir el conflicto político en términos de exégesis bíblica. No importa si en el Deuteronomio dice que la frontera norte de Israel llega hasta Groenlandia. Los estados modernos no deciden conflictos políticos hurgando en los rollos de la Torá, a menos que sean teocracias, y entonces deberíamos reflexionar sobre la paradoja que implica que Israel, representante oficial de la modernidad democrático-liberal en la zona, se legitime a sí misma en términos de revelación religiosa.
El intelectual también “puede porque debe”. Debe defender y ejercer los valores que le son propios. La noción de un sujeto en soledad criminalmente responsable de truncar el proceso de paz, sin remitirlo a un vasto sector del judaísmo, sin redefinir nuestros vínculos con ese sector del judaísmo, y sin cambiar las condiciones de enunciación del mismo es, decididamente, actuar como si realmente el crimen hubiera sido cometido por un loco suelto y no por un emergente del fundamentalismo judío. Fundamentalismo que tanto en Israel como en Argentina, tiene cada vez más adeptos.
La traición de los intelectuales
Si hoy en día se le pregunta a un intelectual si cree, es decir, si es partidario de la idea de un más allá trascendente que interviene en la historia de los pueblos y en los destinos de los hombres, es muy probable que reaccione con una gran incomodidad, como si se le estuviera preguntando algo verdaderamente íntimo y vulnerando su individualidad. Se suele salir del paso mediante una serie de nociones filosóficas-pop de impronta buberiana.
Uno de los efectos de los débiles imperativos de la posmodernidad es que la posición subjetiva en relación a los asuntos de la religión ha vuelto a ser una cuestión privada. Un tema personal que hay que resguardar con pudor. Pero la religión, en su cariz fundamentalista y dogmático (que en tanto aparato ideológico produce efectos en el ámbito público-comunitario) debería ser -tal vez- uno de los primeros temas sobre los cuales un intelectual debe pronunciarse.
El primer magnicidio del fundamentalismo judío sorprendió al campo intelectual judío en un momento en el cual no puede debatir abiertamente sobre la ortodoxia. Y sigue sin poder hacerlo. Hoy por hoy, Rabin ha quedado reducido a un ícono cuasi-religioso cuya efigie arranca aplausos en los actos institucionales, un santo de estampita que lejos de servir para un debate de fondo, sirve para invisibilizar nuestras contradicciones.
Vivimos tiempos en los que cada cual tiene el derecho a vivir según sus propias convicciones. La ética del pluralismo supone que una parte de la verdad puede hallarse en el campo del otro, y esta es la fundamentación (¡más que válida por cierto!) de la tan mentada aceptación de las diferencias. El peligro es que este respeto por la diferencia se convierte en una exaltación de la diferencia por la diferencia misma y en una absoluta “cultura de la indiferencia”. Esta “cultura de la indiferencia” supone un intelectual que ya no se siente convocado a defender una visión del mundo, o en nuestro caso, del judaísmo. Algunos ejemplos extraídos de la realidad:
¿Debemos o no opinar en relación a la proliferación de escuelas ortodoxas en las cuales está prohibido enseñar el aparato reproductor? ¿Debemos o no opinar en relación a que un sector de la ortodoxia sefaradí haya dicho que la Shoá les ocurrió a los ashkenazim porque no cuidaban las mitzvot? ¿Debemos o no opinar en relación al hecho de que se les enseñe a niñas de escolaridad primaria (¡sí, primaria!) que sus voces incitan al pecado al varón y por ende tienen prohibido cantar?
La tolerancia multiculturalista pone en pié de igualdad todos los discursos. La “verdad” no existe. Todas las opiniones son “válidas” y todos tienen derecho a tener “su” forma de vida. Es hasta de “mal gusto” apasionarse por una utopía y darle valor de verdad. Pero el librepensador no tiene buen gusto, ni es tolerante. Es molesto y no se lo puede invitar a ningún lado porque, contrariamente a lo que corresponde, se pone a hablar de religión y política en la mesa.
Se nos dice que, de todas maneras, “todo es discurso” lo cual, en pleno post-estructuralismo, no es ninguna novedad. La cuestión sigue siendo elegir cuáles son aquellos discursos por los que vale la pena luchar. Porque algunos valores, y esto sí lo saben los fundamentalistas, no se negocian.