IV Cumbre de las Américas:

Crónicas y pichones

Estaba con un grupo de amigos naturalistas mirando aves en la zona de Maipú, en un camino rural poco transitado, de tierra. De esos en donde se deja el auto con la puertas abiertas de par en par. Y se aleja media hora, hasta el borde de una lagunita, para obtener una buena foto de un casal de patos colorados, con sus patitos, nadando en familia. Y la panza, los codos y las rodillas llenas de barro. Y el alma plena...

Por Edgardo Engelmann

Maipú está a 130 kilómetros de Mar del Plata. Antes de llegar nos cruzamos con más de cincuenta camiones de gendarmería. Tropas, cocinas de campaña, containers con pantallas de radar y ambulancias y armas.
Subiendo a nuestro autito para avanzar hasta el siguiente arroyo que cruzara el camino y avistar más caracoleros, patos maiceros, garzas, teros reales, pitotois, gaviotines laguneros, churrinches, pechos amarillos, espátulas rosadas, cormoranes, cuervillos de cañada y una infinidad de fauna y flora en lo que a algunos “dueños de la tierra y políticos comprados”, les parece que sólo existe para “tierra para sembrar”.
Soja RR y rociarla con glifosato y contar los dólares en cuentas extranjeras y avisar en los medios que tenemos muchas reservas para pagarle al FMI. Ahí nos paró un auto de la policía. Espantó familias enteras con sus pichones. Y nuestra paz con ellos.
Un hombre joven, cuyo único uniforme era la camioneta, nos dio la mano a través de la ventanilla, presentándose como: “de seguridad rural”. La nueve milímetros descansaba, desenfundada, sobre el asiento a lado de su pierna derecha.

-¿De dónde son? Preguntó con sonrisa de paisano y tono de policía.

-El, ellas y yo de Capital y él de Maipú, contesté, todavía amable, aunque con el recelo de un hombre de 51 años argentino.

-¿Qué hacen? Los cinco teníamos sendas cámaras fotográficas y prismáticos colgados del cuello.

-¿Qué te importa? Pensé yo y no lo dije, por mi esposa que se asusta, pero con crecientes ganas de pelearme con el que interrumpía con un arma y su hiper realismo (¿seríamos terroristas o ladrones?), a mi mundo paralelo de íntimo contacto con la naturaleza. Mi relación de pichón a pichón. De mi niño asombrado con los pichones recién asomados a este mundo.

-¿Me puede decir su nombre, número de documento y domicilio?

¿Se habrá dado cuenta él (y todo el paisaje) que mis músculos se tensaron? Otros tiempos de hierro y muerte (de argentinos por argentinos) vinieron automática y dolorosamente a mi memoria algo gastada.
Sólo pude recitar los datos requeridos con la falsa calma del enemigo que espera para asestar el golpe. El me había transformado en su enemigo. Y los como él, antes que él. Mi sonrisa fingida le daba la razón a su sospecha inicial, a su paranoia. Yo era su enemigo desde ese momento y para siempre. El lo supo al instante. El no me cuidaba ni me servía. Me acechaba y me perseguía. Con un arma. Con un sistema que lo respalda.
Mis datos y los de mi amigo de Maipú le bastaron.
Se alejó con la moderna camioneta 4×4 que, el gobernador kirchnerista Solá, “regala” a la policía en los noticieros, cada tanto.
Un chico iraquí de diez años se detonó contra un cipayo iraquí tratando de liberar su tierra, en Irak.
Bush debería darse cuenta que ya perdió todo, si tuviera el cerebro para hacerlo. Los abyectos políticos que se reunirán con él en Mar del Plata, también. Los siervos de esos políticos, como el policía espanta pichones y momentos, y los gendarmes, también.
Lo sé, porque hasta los pichones están dispuestos a pelearle. No hay quién soporte que le invadan su territorio. Sólo la muerte es el límite. Y cuando la defensa incluye la muerte de los pichones, algo cambia para siempre y ya no hay cuartel. Como en la naturaleza.
Allí no hay misericordia ni se la espera. No hay tregua posible.