En enero de 1950, Hannah Arendt publicaba un artículo memorable, titulado bajo signos de interrogación “¿Paz o armisticio en Oriente Próximo?”. Una pieza argumental controversial y polémica a la vez que liminar y visionaria, en memoria de Judah Magnes, el difunto co-fundador y presidente de la Universidad Hebrea de Jerusalén y una de las voces más destacadas, aún en soledad, en favor del entendimiento judeo-árabe en los tiempos de la fundación del Estado de Israel. En ese texto es posible encontrar claves de comprensión de la política israelí, cada vez que se abordan las condiciones del conflicto palestino-israelí, sus fuentes y raíces, atolladeros y posibles caminos de resolución, cuando la cuestión aparece visible entre las prioridades de la agenda internacional, por ejemplo cuando se produce un cambio de gobierno y de orientación en la política exterior de los EE.UU., o en tiempos electorales, cuando la sociedad israelí debate sobre el presente y el futuro recreando tradiciones histórico políticas que remiten a los fundamentos y mandatos del Estado judío.
En este artículo recuerda Arendt el peculiar carácter de enclave del Estado de Israel y los sentidos encontrados que sus fundadores le asignaron, como estado nacional y como estado democrático. Y apunta en un tramo: “los dirigentes sionistas podrían seguir hablando durante décadas de la coincidencia natural entre los intereses judíos y el imperialismo británico, demostrando así lo poco que se entendían a sí mismos. Porque mientras ellos hablaban de este modo, construían un país tan económicamente independiente de Gran Bretaña que no encajaba ni en el Imperio ni en la Commonwealth; y educaban al pueblo de tal manera que no era posible que éste encajara en el esquema político del imperialismo, pues no era ni una nación dominadora ni una nación dominada. Esto habría contribuido mucho al crédito del Estado de Israel e incluso habría redundado en su ventaja el día de hoy con solo que se hubiera percibido a tiempo. Pero ni siquiera hoy es así. Para defender su agresividad nacionalista, los dirigentes israelíes insisten todavía hoy en viejas perogrulladas como ‘ningún pueblo consigue nunca nada, y menos la libertad, como un regalo, sino que ha de luchar por ella’, demostrando así que no entienden que toda la aventura judía en Palestina es un excelente indicio de que en el mundo han tenido lugar algunos cambios y que uno puede conquistar un país transformando sus desiertos en tierra floreciente…”.
Que Israel haya tenido cuatro comicios en los últimos dos años, algo inédito en su historia, se debe principalmente a las virtudes y defectos de su sistema político parlamentario y a la dificultad para alcanzar mayorías que permitan formar gobiernos. Pero importa señalar aquí esa otra dimensión subyacente. Cuando la nación y la democracia van de la mano, contenido y continente, aún en tensión permanente, esta discusión se salda en los marcos forjados por los “padres fundadores”. Cuando las políticas nacionalistas de sus gobiernos entran en colisión con los valores y principios originarios de la democracia, la existencia de un Estado que garantice los derechos a todos los ciudadanos y habitantes que viven en su territorio, cualquiera fuera su origen y condición étnica, religiosa y socioeconómica, reaparece aquel debate planteado por Magnes y Arendt.
Tras doce años ininterrumpidos en el gobierno, sumados a los 15 años de Menajem Beguin y Yitzhak Shamir (1977-1992) y los seis de Ariel Sharon (2000-2006), el partido Likud con Benjamin Netanyahu al frente, se transformó en el pivote sobre el que gira un sistema político fragmentado y escorado a la derecha. Asimismo, la prolongada permanencia de Netanyahu como primer ministro le ha sobreimpreso un carácter cuasi presidencialista a su sistema parlamentario. Es el vértice de un triángulo de bases precarias, provisorias y cambiantes.
En estas circunstancias, para alcanzar la mayoría de 61 diputados necesaria para formar gobierno, Netanyahu depende de la derecha religiosa y de las formaciones de la extrema derecha. Con la novedad, en esta nueva composición, de un partido árabe islamista que por primera vez ingresa al Parlamento y puede adquirir el rol de “partido bisagra” o arbitral decisivo. En su trasfondo, la pérdida de la alternancia entre fuerzas representativas de sus tradiciones nacionalistas y democráticas, conservadoras, liberales y socialistas, es un factor de esclerosis de la política israelí y encuentra relación con la perpetuación de un armisticio sin paz posible a la vista, en los términos en los que planteaban Magnes y Arendt la encrucijada del conflicto territorial palestino-israelí. La imposición de la vertiente nacionalista, conservadora y de base religiosa en sus expresiones más extremas encuentra como reflejo la crisis de su sistema político parlamentario y la dificultad para formar coaliciones y gobiernos estables.
Israel sigue gozando de su condición insular como la única democracia liberal en Oriente Medio. Le agrega a ello su carácter singular como Estado nacional consolidado rodeado de inestabilidad: estados fallidos, jaqueados por dentro y por fuera, fuerzas hostiles y caos, un peculiar statu-quo del que, al cabo de 73 años de vida independiente y amenaza permanente de guerra, sus gobiernos se han vuelto garantes y corresponsables. La notable capacidad de supervivencia política de Netanyahu como primer ministro ha sido el reflejo de estos contrastes y contradicciones.
* Politólogo y periodista.