Luego de más de 35 semanas de movilizaciones, condenas internacionales, nada en la política israelí parece ser lo mismo. Netanyahu puede haber armado el escenario de su propio Waterloo y hoy, arrinconado por sus propios aliados (o cómplices) en el poder, parece no ver más salida que acelerar con legislación de amplia impopularidad.
El 24 de julio, tras la aprobación unánime (con el boicot de la oposición, que no se presentó) de la “Ley de Razonabilidad”, un nuevo capítulo de este escenario político comenzó. De implementarse, esta Ley le sacaría a la Corte Suprema la posibilidad de anular medidas administrativas irracionales. Recientemente, esta Ley se invocó para bloquear la designación de Aryeh Deri (del partido Shas) al frente del Ministerio del Interior, por considerar irracional que el cargo quede en manos de una persona convicta de delitos financieros. Ya no se trata sólo de palabras y ahora nadie tiene margen para engañarse: el Gobierno tiene intenciones de aprobar la reforma sin negociar con nadie. Sea por las presiones de los elementos más radicales de su gobierno (Smotrich y Ben Gvir) o porque los esfuerzos de “suavizar” la ley son ahora considerados señales de claudicación, Netanyahu demostró que su apoyo a la reforma se sostiene, por ahora, hasta que ésta se apruebe y no se detiene en las palabras. Más atrincherado que nunca, sin comunicación con la prensa local (pero sí presente en medios estadounidenses para expresar mentiras de fácil comprobación), consciente de la devastación de su partido en las encuestas de opinión pública, el legado de Netanyahu parece cercano a terminar en el más enrarecido e incierto clima político israelí.
La punta de un iceberg
La reforma está lejos de ser aprobada en su totalidad. De hecho, no sabemos hasta dónde llegaría su totalidad, dado que en las palabras del propio ministro Levin, sólo conocemos el primer paso. Sabemos que las ambiciones de reforma del Gobierno exceden al Poder Judicial y apuntan, en el futuro, también a los medios de comunicación, a la academia y a la educación. El final puede ser un Israel irreconocible en relación con el actual y mucho más aun con el pasado, pero poco de esto es posible si no se elimina el obstáculo principal del Gobierno: el poder de la Corte Suprema. Por eso, además de la “Ley de Razonabilidad”, se encuentran en mayor o menor avance del proceso legislativo otras leyes. Una de ellas apunta a limitar el poder de la Corte Suprema de ejercer su función de control constitucional. Si se aprueba, incluso cuando el tribunal anule una ley determinada, el Parlamento tendrá la capacidad de imponer su voluntad si así lo vota una mayoría simple (61 parlamentarios). Para referencia del lector, la coalición actual cuenta con 64 parlamentarios, por lo que esta ley daría carta blanca al Gobierno de imponer su voluntad sin ningún tipo de voz para el Poder Judicial.
Como si dejarla sin autoridad no alcanzara, el Gobierno propone también colonizar a la Corte, aumentando su representación en el Comité de Selección Judicial, de forma tal que el Gobierno, y sólo el Gobierno, cuente con poder de veto sobre futuras designaciones. Otra ley liberaría de igual manera a los ministros de obedecer a sus asesores legales (que son coordinados por la Procuradora Legal del Estado). En caso de aprobarse, el gobierno más de derecha y más religioso de la historia de Israel será también el más poderoso. No se trata (como dicen los apologistas de la reforma) de volver a la situación anterior a 1992 (cuando comenzó lo que consideran es un período de “militancia judicial”) sino deshacer las bases de 1948 y crear un nuevo Estado a imagen y semejanza de la coalición. Que esto plantee un enorme signo de interrogación sobre el futuro del país en temas económicos, diplomáticos, demográficos y de seguridad, así como su relación con las comunidades judías de la Diáspora, entre otros, parece importar poco por el momento.
Cuatro subtramas que subyacen
Más allá del futuro de la reforma, cuatro subtramas dentro del drama político que es Israel se cruzan hoy en base a lo ya avanzado y agrandan cada día más la posibilidad de una crisis constitucional sin retorno. La primera: en pocos días, la Corte Suprema deberá determinar si es admisible la ley aprobada. Que luego de ocho meses de debates caldeados y movilización sin precedentes, el Gobierno pueda mostrar como logros una sola ley aprobada (y que su implementación o no esté hoy en duda) no es un buen augurio para la coalición gubernamental. Netanyahu prometió ante la prensa estadounidense que él acataría la decisión de la Corte Suprema en caso de que esta entidad declare la nueva ley como inconstitucional. Pero a esa misma prensa intentó convencer de que esto se trata de cambios casi estéticos e imperceptibles, para garantizar un equilibrio de tres poderes que todos en Israel saben que no existen en la realidad (hay dos poderes, porque el Ejecutivo es designado por el Legislativo y, por definición, cuenta con una mayoría parlamentaria). Además, ya podemos escuchar en el ambiente a los voceros oficiales y extraoficiales del Gobierno prontos a persuadir al público de que la Corte Suprema no debería tomar decisiones sobre sus propias capacidades. Es difícil hoy imaginar las dimensiones de la posible crisis institucional si el Gobierno decide desoír la decisión de la Corte Suprema. En una decisión sin precedentes (¿cuántas veces se puede utilizar ese calificativo en un mismo artículo?), el panel encargado de emitir su opinión sobre este caso congregará a la totalidad de los 15 miembros de la Corte. Esta seguramente sea la última decisión bajo el liderazgo de su actual titular, Esther Hayut, y quizás sea decisiva para su legado en el cargo.

Segunda crisis en el horizonte: luego de la designación de una representante de la oposición al Comité de Selección Judicial, Yariv Levin tomó una postura ofensiva y decidió que el Comité no se reuniría hasta ser reformado. Esta decisión tiene un impacto directo en la calidad de vida de los israelíes y su acceso a la Justicia, contando el Poder Judicial con miles de casos apilados por no tener la capacidad de realizar audiencias. La Procuradora General, Gali Baharav-Miara, recordó públicamente que, en caso de continuar la parálisis, para fin de año Israel contaría con 53 vacantes sin ocupar de jueces, incluyendo dos puestos en la Corte Suprema debido a retiros de jueces que llegan a la edad máxima. Ante la esperable reacción de organizaciones de la sociedad civil vinculadas al acceso a la Justicia, que peticionaron ante la Corte Suprema, se desató una nueva línea de batalla político-judicial, porque el Gobierno no quiere ser representado en estas audiencias por la Procuradora General (como dictaminan la ley y las costumbres) por considerar que Baharav-Miara tiene un interés en oponerse a la reforma judicial.
¿Con eso alcanza? Bueno, hay más. A fines de septiembre, la Corte (presumiblemente agotada ya) tendrá que expedirse sobre una reforma aprobada en marzo con el voto de 61 diputados. Esa ley, una reforma a la Ley Básica de Gobierno de Israel, eliminó la capacidad de la Corte Suprema y de la Procuradora General de remover al primer ministro del cargo por considerarlo incompetente de ejercerlo debido a incapacidad mental o física. En base a precedentes, se entendía que se podía invocar este poder por parte del Procurador General en caso de que el primer ministro fuese incapaz de ejercer su cargo debido a una condena judicial. Bajo la nueva ley, esto sería sólo posible con una mayoría calificada de 90 parlamentarios. El argumento de organismos de la sociedad civil es que esta ley fue aprobada con el objetivo de defender específicamente a Netanyahu frente al juicio en su contra y el proceso de golpe judicial que lleva adelante, y que lleva a Israel a un nivel peligroso de vulnerabilidad en caso de obvia incapacidad del jefe de gobierno y falta de acuerdo político.
Va la cuarta: la Corte Suprema deberá expedirse también sobre una petición presentada en abril por otra ONG, que plantea que Netanyahu tiene un obvio conflicto de interés y rompió acuerdos preexistentes. A la luz del juicio en su contra por fraude, soborno y abuso de confianza, Netanyahu firmó un acuerdo (con la supervisión de la Corte Suprema) donde se comprometió a no involucrarse en temas vinculados a selección judicial y fuerzas de seguridad. Sin embargo, a fines de marzo anunció que se involucraría personalmente para ayudar a la aprobación de la reforma, desafiando una advertencia de febrero de la Procuradora General. En paralelo a esto, en septiembre se reanudará el juicio contra Netanyahu, que se enfrenta a las acusaciones del llamado Caso 1000 (que plantea que Netanyahu aceptó regalos costosos de empresarios amigos a cambio de favores políticos), Caso 2000 (donde se lo acusa de ofrecer manipular el mercado mediático israelí para conseguir una cobertura más favorable) y el Caso 4000 (donde se lo acusa de intentar manipular el mercado de telecomunicaciones a cambio de una cobertura mediática más favorable).
Como una novela bien contada, cada una de estas subtramas sería suficiente para hacer que un país contenga su respiración. Juntas, forman una confluencia de situaciones tal vez demasiado tensas para la contención de canales políticos e institucionales normales. Que Israel haya sobrevivido hasta ahora en paz y relativamente sin violencia dice mucho de la sociedad israelí y de la fortaleza de sus instituciones, que resisten a los esfuerzos del Gobierno de prender fuego un país a cambio de su continuidad, su impunidad y su deseo de poder. Sin duda, esta resiliencia institucional será sometida a mayor presión en los meses que vienen.