Shylock, el solitario

"Me ha arruinado... se ha reído de mis pérdidas y burlado de mis ganancias, ha afrentado a mi nación, ha desalentado a mis amigos y azuzado a mis enemigos. ¿Y cuál es su motivo? Que soy judío. ¿El judío no tiene ojos? ¿El judío no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No es alimentado con la misma comida y herido por las mismas armas, víctima de las mismas enfermedades y curado por los mismos medios, no tiene calor en verano y frío en invierno, como el cristiano? ¿Si lo pican, no sangra? ¿No se ríe si le hacen cosquillas? ¿Si nos envenenáis no morimos? ¿Si nos hacéis daño, no nos vengaremos?".
Por Diego Niemetz

“Ha desalentado a mis amigos y azuzado a mis enemigos”, dice Shylock casi al comienzo de su famoso monólogo en El mercader de Venecia. Se ha discutido una enormidad si Shakespeare era o no antisemita o si la representación del personaje judío es denigrante o si, por el contrario, es humana y compasiva. En principio, yo diría no fue ni una cosa ni la otra y que, sobre todo, a esta altura importa muy poco. En lo personal, tiendo a creer que Shakespeare no conoció nunca a un judío real y que solamente intentó crear un personaje complejo. Pero insisto: poco importa cuál fue la intención de Shakespeare, porque no hay cómo justificar las suposiciones que podamos hacer. El monólogo, en cambio, nos permite pensar la naturaleza del antisemitismo y fundamentalmente el mecanismo que lo sostiene, es decir, la esencialización de un grupo humano.

El texto comienza con una primera persona del singular, en la que Shylock habla de sus motivos personales para estar enojado: Shylock sostiene que ha sido injuriado y, sobre todo, se ha quedado sin amigos “¿y cuál es su motivo? Que soy judío”. Luego, el texto deriva hacia una serie de impersonales, que aparecen en tercera persona del singular y que giran en torno a observaciones generales, que tienen su eje en la conformación humana, en la naturaleza misma del sujeto: desde las necesidades fisiológicas (como el hambre), hasta las emociones; el objetivo del impersonal es demostrar que un judío es, por naturaleza, tan humano como cualquier otro hombre de la tierra.

Pero sobre el final, cuando Shylock remata su intervención aparece un nosotros que es, por demás, fundamental. Si bien en el original la primera persona del plural se utiliza para las dos preguntas previas también, en la versión en castellano que copié más arriba, este uso se concentra solamente en dos que, independientemente de la aclaración anterior, son impresionantes: “¿si nos envenenáis no morimos? ¿Si nos hacéis daño, no nos vengaremos?”.

Es un cambio sutil, si se quiere, pero muy significativo. Shylock, el judío de Shakespeare, habla de violencia contra él y sus congéneres y, también, de venganza en plural. Ya no el singular ni tampoco el impersonal, sino un colectivo, un nosotros, que sirve para hablar del daño y de las reacciones que conlleva (el veneno, la muerte y la venganza).

Y yo creo que ahí, en términos retóricos, hay algo genial, aunque sea terrorífico, porque lo que Shylock dice es, en el fondo, lo que la deducción esencialista de Shakespeare le hace creer que un judío piensa. Es decir, el nosotros de Shylock viene a decir que, frente a ciertos estímulos, todos los judíos trabajan en conjunto.
Del lado luminoso, podríamos resumir ese corporativismo en un mandato que aparece frecuentemente en el Talmud y que representa un valor comunitario fuerte (aunque noble, igualmente falso): «Kol Israel Arevim Ze VeZe», es decir, cada judío es responsable de cuidar a los otros. Pero probablemente no sea esa la idea de Shakespeare si no su revés: la inquietante teoría conspirativa de que los judíos son un organismo que reacciona organizadamente para ejercer la venganza, en este caso, en contra de los gentiles.

En ese mundo de esencias y de ambigüedades, en el que casi siempre hay que estar explicando lo obvio (la tierra es redonda, las vacunas curan) y en el que todo hecho deviene sospechoso inmediatamente, nos movemos los judíos cotidianamente desde mucho antes que Shakespeare escribiera su obra de teatro.


Postales de un grupo de WhatsApp

Uno podría argumentar que Shylock es, al fin, una ficción, escrita en un momento en el que en Inglaterra no había judíos y que, probablemente, todo fuera un intento de Shakespeare por darle verosimilitud a su obra. Y eso, a mi entender, no lo hace ni malo ni bueno, aunque pueda gustarme más o menos.

Creo que el foco habría que ponerlo en el otro aspecto que justamente tiene que ver con la ficción: el problema de la verosimilitud. Es decir, podríamos preguntarnos cómo es que una idea conspirativa tan poco sostenible en términos de realidad inmediata supone una dosis de credibilidad para audiencias tan dispares como ser, por ejemplo, el público isabelino y cualquier espectador contemporáneo de cualquier lugar del mundo.

Wilhem Marr, fundador de la Liga Antisemita.

Y la respuesta, parcial al menos, es que existe una base común que ha instalado esa idea como sentido común. Pero no estoy diciendo nada nuevo, justamente porque todos y todas saben que el sentido común es ese: los judíos son así o son de esta otra manera y todos, más o menos, entienden el subtexto que acompaña frases como esas.

El sentido común ha llevado a algunas personas a asegurar que el nazismo y los judíos eran aliados y que tal alianza se demuestra porque hay judíos que llevan el apellido “Esquenazi”. Un absurdo de ese tamaño solo podría explicarse a partir de la existencia de un esquema previo, cuyo nivel de penetración en el sentido común es tan fuerte que no encuentra un problema en justificar una idea tan, evidentemente, falsa.

Por cierto, el sentido común sobre el colectivo está instalado también en el campo de las “defensas”: “es tan ridículo su argumento…tildan de ‘antisemitas’ a quienes defienden a los árabes, los que son…semitas!!!” dice un mensaje que alguien posteó en un grupo de WhatsApp en el que participo. La intervención hace alusión a una denuncia en contra de Roger Waters y asume que el problema es que el cantante “critica a Israel” lo que implica una respuesta corporativa (¿no nos vengaremos?) de parte de la comunidad judía.

Este argumento, evidentemente, busca bloquear cualquier tipo de defensa de individuos judíos que son víctimas de un acto de discriminación. En otras palabras, decir que quien defiende a los árabes (o un árabe mismo) no puede ser antisemita porque los árabes son semitas propone un escenario basado en un absurdo aparente, en una contradicción que, en realidad, no es tal.

Muchas veces se ha llamado la atención acerca de la inconveniencia en la utilización del término “antisemitismo”, que fue acuñado por el alemán Wilhem Marr, fundador de la Liga antisemita, en 1879. En su lugar, algunos autores proponen reemplazarlo por el término “judeofobia”, creado por León Pinsker hacia 1882. En Auto-emancipación: exhortación de un judío ruso a los de su estirpe, Pinsker definió la judeofobia como una psicosis hereditaria e incurable. Si bien los argumentos en favor de este término son sólidos, en la práctica la difusión y penetración del término “antisemitismo” hace muy difícil su reemplazo. En consecuencia, suponer que en una discusión acerca de Medio Oriente, por ejemplo, no se puede hablar de antisemitismo porque los implicados son todos «semitas» es, evidentemente, esquivar el problema de un odio real, que fue (y vuelve a ser) lo que Jorge Panesi llama una «polémica oculta», es decir:

“Son polémicas cuyas huellas perduran en el tiempo y que bien podríamos denominar ´polémicas constitutivas de una cultura, de una parte o sector de una cultura´. Aparentemente superadas en un momento de la historia, su olvido u ocultamiento es sólo aparente: vuelven, no por ser reprimidas sino porque dicen algo del modo histórico en el que se ha formado la tal cultura o una franja determinada de ella (…), son el motor de un juego a través del tiempo que va anexando nuevas formas de discusión, cancelando otras, reabriendo viejas discusiones”.

Cuando Marr creó el término, lo hizo para sustentar un partido político que consideraba que el antijudaísmo, antisemitismo o judeofobia era una bandera legítima, estructurante de la realidad y que correspondía su inclusión en una plataforma política: Marr solo consideraba a los judíos como objeto de su odio político, por lo que la imprecisión de su neologismo no hace que el odio antijudío se diluya. Pensar que el antisemitismo engloba al mundo árabe-semita es, en definitiva, una estrategia discursiva para distraer.

Con mayor o menor evidencia, el antisemitismo/judeofobia se ha mantenido a lo largo del tiempo (antes y después de Marr) como una polémica que cada tanto resurge y que se plantea en el campo social como una discusión posible: odiar a los judíos por un motivo X (que es variable, aunque tampoco demasiado). Actualmente ese odio está emergiendo azuzado, como dijimos antes, por el conflicto entre Israel y Hamás. Paradójicamente, ¿paradójicamente?, la bandera la llevan ahora los sectores progresistas, donde no parece contradictorio asegurar que “los judíos” actúan en conjunto (como Shylock) para defender a Israel y, sigue el corresponsal que cité antes en el grupo de WhatsApp, “todos sabemos cuál es el lado que tiene el poder, los medios y el dinero”. Es decir, parte del progresismo actual no encuentra problemático sostener públicamente que “los judíos” son corporativos (de nuevo: “¿no nos vengaremos?”) y para hacerlo tampoco se siente incómodo en recurrir a los argumentos que utilizaba Hugo Wast hace cien años y desde el extremo opuesto del campo ideológico.

Un párrafo final: la soledad de Shylock y el argumento conspirativo

Shakespeare hace que Shylock hable en plural y hace que sus enemigos lo consideran parte de un colectivo orgánico y acechante, pero, en definitiva, siempre está solo. Ningún otro judío lo ayuda ni lo defiende, ni si quiera su propia hija. El desarrollo de la obra atenta contra la idea conspirativa: si los judíos hubieran sido tan poderosos y tan cohesivos como dicen los antisemitas, hubieran evitado la humillación y la derrota del mercader de Venecia.

Foto de portada: imagen de la película El Mercader de Venecia, de Michael Radford del año 2004.