A pesar de ser inconstitucional, Nayib Bukele se lanzó por la reelección en El Salvador, avalado por una justicia adicta y una mayoría amplia en el Poder Legislativo. Manteniéndose en licencia en el cargo para poder ejecutar esta violación a la Constitucional nacional, llegó a las elecciones de este domingo 4 de febrero como el máximo favorito en posición de obtener un resultado histórico y así fue, ya que obtuvo un 85% de los votos, una cifra exorbitante para cualquier elección democrática moderna. Esta cantidad de sufragios es de las más altas de la historia del territorio cafetero. También se votó reducir la cantidad de diputados y cambiar la repartición de bancas al sistema D´Hont.
Esta masividad en los sufragios es una respuesta al viejo sistema institucional salvadoreño y corrió el eje político democrático. El nuevo horizonte incluye desde enviar soldados y policías armados a la Asamblea Legislativa, el Poder Legislativo de la nación centroamericana, para presionar a los parlamentarios mientras se debatía un presupuesto destinado al combate del crimen en 2020, así como tildar de delincuentes y sinvergüenzas a políticos y periodistas si no se votaban los proyectos que había redactado, o firmar un Estado de Excepción -extendido hasta hoy y en vísperas de futuro- con duras medidas contras las pandillas, así como el enjuiciamiento de exfuncionarios de los partidos ARENA (derecha) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, de ideología izquierdista.
La última elección legislativa del 28 de febrero de 2021, arrojó una masiva adhesión al proyecto de Bukele: su partido Nuevas Ideas obtuvo 64 bancas de 84 disponibles, más de dos de cada tres, teniendo mayoría absoluta para cualquier tipo de reforma. Esta abrumadora mayoría le permitió una polémica reforma judicial, con la cual pudo remover a más de un tercio de los magistrados del país, algunos de ellos enfrentados al presidente, para cambiar la carrera judicial y colocar autoridades afines. Con la actual victoria electoral, pírrica en términos legales, El Salvador parece encaminarse a un régimen de partido único, con un Poder Judicial y un Poder Legislativo alineados a un Ejecutivo autócrata, aunque con una fuerte base nacional y popular.
Bukele, agente de cambio en la política cafetera
Nada de lo que se plantea en El Salvador es nuevo, sino que es parte de los desvaríos de poderes totalitarios que en la región y el mundo conocemos bastante. Sin embargo, Bukele es una figurita particular en la política. Proveniente del FMLN, la izquierda salvadoreña, fue alcalde de Nuevo Cuscatlán, un municipio chico de clase media contiguo con el Área Metropolitana de San Salvador. Tres años más tarde se convirtió en el abanderado del FMLN por la alcaldía de la capital, ganando ajustadamente las elecciones, tras una campaña con críticas a la gestión presidencial del exguerrillero y compañero frentista Salvador Sánchez Cerén (2014-2019), a quien acusó durante varios años de llevar adelante un gobierno neoliberal y no diferenciarse de ARENA, la derecha conservadora. Esas críticas le valieron la expulsión del FMLN y lo llevaron a formar un nuevo partido, Nuevas Ideas, que -según el propio Bukele- rompería el binomio izquierda– derecha.
Aliado con la ultraderecha GANA, logró imponerse en las presidenciales de 2019 con el 53% de los votos, fue una novedad en la historia política salvadoreña que alguien que no venía de los partidos tradicionales pudiese alzarse con el poder político. Esto le permitió hacer una base de electores desencantados con la política tradicional, abrazar la antipolítica, y enmarcar su punto de partida desde el populismo punitivista, llevándose el discurso político a la lógica pueblo/antipueblo, desde un mesianismo muy similar a las nuevas derechas globales, pero también con parte de los populismos latinoamericanos. Las criticas al globalismo, a Soros, a los medios de comunicación hegemónicos y la construcción de un relato que permita dar la batalla cultural.
Parte del éxito de la gestión Bukele fue negociar con las pandillas, sobre todo con los líderes del MS-13, los Maras Salvatrucha, quienes se originaron en Los Ángeles con el propósito de proteger a la emergente diáspora salvadoreña producto de la guerrilla, y generaron una red de sustentabilidad económica derivada del tráfico de personas, narcotráfico, extorsión, sicariato y cobro de peaje a comerciantes, entre otras cosas. La negociación incluyó trato preferencial a los miembros de las pandillas quienes, a cambio, acordaron usar sus influencias en las barriadas controladas por el MS-13 para apoyar a los candidatos de Nuevas Ideas.
Vale aclarar que gran parte de los integrantes de Los Maras son jóvenes de 12 a 25 años, muchos de ellos provenientes de familias pobres. Este ejército joven es funcional al Estado paralelo que han generado estas pandillas, con negocios millonarios y control entero de territorios, al estilo de la Camorra napolitana.
La reducción de la tasa de homicidios fue notoria, pasó de 1100 homicidios en 2021 a solo 176 en 2023. La mayoría de estos son atribuidas a pandillas díscolas por el control de territorio y negocios. Entre una notable baja de la violencia callejera y un aparato de propaganda permanente, la popularidad de Bukele junto a sus formas de comunicación bastante adaptadas a nuestro tiempo, lo colocan entre los mandatarios admirados por muchos, principalmente los adeptos de la nueva ultraderecha, contrarios a las ideas del cambio climático, de la igualdad de género y de justicia social, entre otros, amparándose en que la democracia es solo votar y ganar elecciones.
Las autocracias buscan darse una apariencia de legalidad porque no hace gracia que las traten de dictaduras. Es así como acumulan todo el poder posible, desacreditando el sistema y a los poderes judicial y legislativo, dando a entender que el pueblo no se equivoca y que el poder conferido al Ejecutivo es la razón válida para tener libertad de hacer lo que le plazca. Bukele quiso mostrar esa imagen en el balcón presidencial: el pueblo no se equivoca, hay poderes internacionales en contra del pueblo y no hace falta que las instituciones de la vieja democracia funcionen, porque el poder viene de aquel pueblo que lo votó.
La ultraderecha actual se enmascara en esa mecánica y crece a expensas de un sector poblacional que rechaza la globalización, la idea de un solo mundo que requiere de ideas colectivas para persistir. Y en este esquema de poder, absorbe a la derecha conservadora clásica y a los nacionalismos segregacionistas para fijar una idea no corporativa, sin iglesias, ni Estado, ni transnacionales, y con “menos ideología contra la cultura del ser nacional”, según las propias palabras del presidente salvadoreño. Bukele, Netanyahu, Milei, son la punta del iceberg de la próxima división de polos de la política mundial y la posibilidad de que la democracia occidental se agriete, se rompa en pedazos, y nos encontremos con un poder más concentrado y desigual.