Auge y caída del lenguaje «políticamente correcto»

El lenguaje «políticamente correcto» ha terminado siendo peligrosamente ineficaz en el aumento de la tolerancia real y, por el contrario, ha permitido la aceptación acrítica de nuevos y más intensos tipos de violencia y agresividad, dentro de un vasto «mercado» donde impera el «todo vale». Una vez que el discurso se separa de la realidad, las mejores intenciones naufragan: no se han podido impedir los enfrentamientos tribales en África, los étnico-religiosos en la ex Yugoeslavia, el terrorismo y el fundamentalismo islámico en Medio Oriente y todo lo que ha sido pasto de la prensa de las últimas décadas.
Por Teresa Porzecanski

Las manifestaciones recientes pro Hamas en los campus de prestigiosas universidades norteamericanas y, en especial, su apoyo al ataque, la invasión y la masacre de civiles israelíes del 7 de octubre sobre la población del sur de Israel —solo comparables a un pogrom de aquellos que eran comunes bajo la Rusia zarista— parecen haber demostrado algo que casi era imposible de imaginar: las «donaciones» árabes por parte de Qatar y otras entidades o países islámicos —tales como Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Siria, Pakistán, Irán o la OLP, entre otros— dirigidas a las arcas de Harvard , Georgetown University, Northwestern, Cornell, Texas, Carnegie Mellon, el Centro de Estudios Palestinos de las Universidades de Columbia y de Brown rondan los 1.800 billones de dólares (de acuerdo al EdReport del Departamento de Educación de Estados Unidos).

Entre los años 2012 y 2019, la Universidad de Pensilvania recibió, ella sola, un billón y medio de dólares, mientras que Harvard recibió 900 millones de dólares. La plata árabe ha podido, no solo solventar Departamentos de Estudios de Medio Oriente, sino también, vergonzosamente, «comprar» —a través de contratos y salarios docentes— posturas políticas de profesores y estudiantes. Algo que era inimaginable hace dos décadas hoy está comprobado; las «donaciones» en dinero árabe tienen un propósito: la lenta y gradual islamización de Occidente, partiendo de cooptar primero a sus intelectuales.

En Latinoamérica, tal vez por la preeminencia económica de China, esto aún no ha ocurrido, aunque los autodenominados «progresistas» también se han inclinado a favor del extremismo islámico. Hay quienes dicen que, a falta de un proyecto socialista/comunista, los progresistas han sustituido a los «pobres y oprimidos del mundo» por los millonarios enriquecidos de Hamas (enriquecidos gracias a las donaciones continuas de los Estados Unidos, la Unión Europea y el propio Qatar).

De manera que, según el siguiente análisis del auge y caída del lenguaje «políticamente correcto» (CP), esa corrección constituiría apenas un barniz ideológico que les permite a los intelectuales una nueva manera de esconder el hecho de que sus verdaderos intereses son realmente materiales. Como decía un viejísimo refrán referido a los organilleros que en otros tiempos andaban por la calle ofreciendo el espectáculo de un monito amaestrado: «Por la plata baila el mono».

Si bien las maneras de decir cambian con el tiempo —no sólo por la historicidad a la que están sujetas, sino porque los repertorios lexicales se articulan en relación a las circunstancias y situaciones específicas que enfrenta el hablante—, las especializaciones ocupacionales, disciplinarias, etarias, de género u otras suelen generar diccionarios que gozan de una cierta estabilidad relativa y caracterizan a determinadas subculturas dentro de la sociedad.

Es el caso del lenguaje políticamente correcto, usado en los medios académicos a partir de los setenta y posteriormente difundido y utilizado, según los casos, por los medios masivos de comunicación. Es cierto que el lenguaje académico ha estado siempre permeado por los contenidos de las disciplinas y campos del conocimiento que lo informan. Por otra parte, también ha respondido a propósitos o proyectos políticos que lo han condicionado. El léxico «políticamente correcto» se generó más como un intento educativo por hacer de la «tolerancia» un código cotidiano que promoviera, a su vez, efectos sobre la conducta social en concordancia con ese código, frente a los prejuicios honda e históricamente arraigados contra el «diferente» (sea éste un grupo étnico, religioso, político, etario o de género).

Creemos, discrepando con otras fuentes que sitúan a este léxico en torno a las posiciones conservadoras, que la intención provino de las corrientes del relativismo cultural de las Ciencias Sociales, y en especial, de las Antropologías. Se inició en la posguerra y fue ganando terreno e intensidad hacia fines del siglo XX. Este relativismo, nacido, en parte, para hacer frente a las consecuencias nefastas del racismo de principios del siglo XX —racismo ejercido en sus inicios en el contexto del colonialismo decimonónico y luego extendido a la clasificación de la especie humana según rasgos físicos y atributos caracterológicos e intelectuales— fue conformado, por otra parte, por las transformaciones de la teoría social al asumir y modelar los conceptos de individuo de derecho propuestos por la Modernidad. Es necesario recordar en qué medida, en el primer tercio del siglo XX, el racismo había pasado a la «ciencia» del nacionalsocialismo y finalmente a las políticas totalitarias de Estado en la Europa de preguerra. No es de extrañar, entonces, que los mundos académicos se hayan preocupado, a partir de los 50, si no de erradicar la intolerancia en la práctica cotidiana de las personas, sí de inspirar, desde las cátedras, una reflexión distinta acerca de la problemática siempre latente de la alteridad.

Gran parte de la fundamentación del lenguaje «políticamente correcto» fue asumida por la antropología de los años 60, en especial las corrientes estructuralistas y posestructuralistas, todas derivadas de la necesidad de extender y definir los términos de la equivalencia y legitimación de las variedades culturales anteriores a la colonización. Los avances de Lévi-Strauss en torno a la invalidación del concepto de «primitivismo», los desarrollos foucaultianos respecto de la circunstancialidad de las categorías y clasificaciones de la enfermedad, la locura, el delito y todo aquello que hacía al «orden» del pensamiento occidental a partir del siglo XIX fueron claves a la hora de conformar una mirada «tolerante» a la vez que «culposa», en el sentido de la moral-judeocristiana, de la historia de Occidente. Ello ha sido el sustento ideológico de los intelectuales «bienpensantes» de las últimas décadas, y hay un mérito no menor en esta necesidad de revisión, de poner a prueba y de desbrozar la historia a partir de las poderosas mentes analíticas de los intelectuales de fines del siglo XX.

Debemos reconocer que la tendencia del lenguaje «políticamente correcto» fue inspirada y puesta en práctica sólo en los Estados de Derecho de Occidente, en los medios intelectuales desarrollados, herederos de los ideales de la Modernidad. Su concepto de tolerancia partió de la invención del sujeto «moderno», resultado de las revoluciones norteamericana y francesa, y el humanismo y el racionalismo que las inspiraran. La idea era conseguir una especie de «normalización» de la alteridad, por la que se habían derramado litros y litros de sangre. En su proyecto inicial, habitaba la teoría de que las formas de hablar conllevan estructuras que preforman en algún sentido las formas de pensar, algo bastante visible y fundamentado en el caso de los prejuicios que aparecen implícitos en epítetos y sobrenombres endilgados a las personas por particularidades tales como defectos físicos, mentales, caracterológicos u otros.

Pero la democratización del pensamiento académico, junto con el borramiento de fronteras entre las categorías, llevó, sin embargo, a un resultado totalmente opuesto al proyecto inicial: una deconstrucción acelerada y extensa de cualquier tipo de oposición, que, en los procesos de simplificación de los conceptos especializados que los medios masivos llevan generalmente a cabo, se interpretó como disolución «literal» de toda diferencia, neutralización verbal de todos los conflictos y puesta entre paréntesis de las crudas aristas de los problemas y oposiciones reales.

Una vez que el discurso se separa de la realidad, las mejores intenciones naufragan: no se han podido impedir los enfrentamientos tribales en África, los étnico-religiosos en la ex Yugoeslavia, el terrorismo y el fundamentalismo islámico en Medio Oriente y todo lo que ha sido pasto de la prensa de las últimas décadas. El lenguaje «políticamente correcto» ha terminado siendo peligrosamente ineficaz en el aumento de la tolerancia real y, por el contrario, ha permitido la aceptación acrítica de nuevos y más intensos tipos de violencia y agresividad, dentro de un vasto «mercado» donde impera el «todo vale». El concepto de «tolerancia» por el que se luchó en la posguerra no fue un logro del lenguaje “políticamente correcto”; más bien, éste lo ha sobrevolado, anestesiando o edulcorando los prejuicios más arraigados. En este último sentido, el lenguaje «políticamente correcto» ha «ablandado» involuntariamente las categorías básicas de la moral judeo-cristiana y relativizado las fronteras entre el Bien y el Mal. Quizá porque evita la real confrontación —ya que transfiere a las oposiciones reales un tono amortiguado— el hablante «políticamente correcto» protege más el prestigio de su posición social, preocupándose del «¿Qué dirían si supieran que soy racista?», por ejemplo, que de lo que ocurre en verdad en el terreno fáctico.

Dentro del contexto moral judeo-cristiano, en el que la vida es sagrada, desde el «No matarás», se trataría más bien de un «escapismo» frente a la carga de la culpa. Que se diga que «Hay más de una moral», que se propugne el refrán «Vivir y dejar vivir» son consecuencias cómodas y convenientes para evitar defender posiciones principistas, por un lado, y, por otro, para evitar represalias y presentar una «armonía» falsa bajo la cual esconder la violencia intestina.

Ahora bien, justo es decirlo también: los que reflexionamos sobre las consecuencias de nuestros propios actos en la Historia somos los intelectuales «bien pensantes» de Occidente —nosotros, y solo nosotros: los herederos de una cierta historia del pensamiento—. Somos nosotros quienes —con un sentido colectivo y moral de la «culpa» heredado del judaísmo fundacional que luego ingresa en la Cristiandad—inspiramos desde las cátedras esa mirada, a la vez esperanzada y elusiva, sobre la alteridad.

No parecen tener esa preocupación, en cambio, los demás: los estados premodernos, tribales, fundamentalistas, autocráticos, dictatoriales, monárquicos, neo-primitivistas, etnicistas y racistas, para los cuales el sujeto de derecho no existe y las mujeres son seres de tercer orden, y donde los trabajadores importados deben vivir a la intemperie, en tanto los linajes nobles monárquicos de sus gobiernos que invierten sus increíbles fortunas en las Bolsas de Occidente o compran con sus millonarias donaciones las posiciones políticas de los profesores y estudiantes de las mejores universidades de Estados Unidos, y de algunas de Inglaterra.