Cuando el “Mapa de Rutas” parece fracasada y con una situación explosiva en Oriente Próximo, Yasser Arafat opta por Ahmed Qorei (Abú Alá), quien tuvo una destacada participación en las negociaciones de Oslo, para sustituir a Abú Mazen como primer ministro de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
El veterano dirigente moderado, de 66 años, es quizá la última esperanza para reencontrar el camino de la paz: dio el primer paso de los acuerdos de Oslo al reunirse en secreto con el negociador israelí Yair Hirschfeld en Londres, en diciembre de 1991; era el jefe de la delegación palestina cuando se firmaron en secreto los acuerdos de Oslo de agosto de 1993; la firma oficial tuvo lugar en Washington en setiembre de aquel año, y también estuvo presente en Camp David (julio del 2000) y Taba (enero del 2001). Abú Alá cuenta con el apoyo de la Unión Europea y, con condiciones, de Israel y Estados Unidos. Sin embargo, no lo va a tener fácil.
En primer lugar lugar, Israel y Estados Unidos le exigirán que ponga fin a los atentados suicidas de los grupos radicales palestinos, por lo que deberá tener bajo su mando a todas las fuerzas de seguridad palestinas. Éste fue el principal punto de discrepancia entre Arafat y Abú Mazen. En contrapartida, Abú Alá exigirá que el Ejército de Israel ponga fin a los asesinatos selectivos, a los controles militares y a los asentamientos, y que se reconozca el papel dirigente de Arafat, aún hoy el principal capital simbólico del pueblo palestino. Sin estos compromisos, Abú Alá no podrá justificar ante los palestinos la necesidad de dar una segunda oportunidad a la paz. Igualmente, si siguen los atentados suicidas, como el de ayer, será imposible convencer a los israelís de esta necesidad.
En segundo lugar, serán necesarias medidas de confianza entre dos pueblos destrozados por la violencia de los últimos años y en los que apenas quedan vestigios de la ilusión por la paz que abrió el proceso de Oslo. La criminalización del otro ha alcanzado cotas difíciles de imaginar. Tampoco ayuda el antagonismo que enfrenta a los dos principales dirigentes, Arafat y Sharón, desde hace más de 20 años. Medidas de confianza que exigen tiempo y que deben ser lo suficientemente sólidas para que no se rompan aunque se produzcan nuevas crisis. La agenda de unas negociaciones no puede estar en manos de los violentos. Tampoco puede condicionarse a los intereses de unos pocos centenares de miles de colonos.
En tercer lugar, Abú Alá debe convencer a la opinión pública palestina de que aún es posible aspirar a la creación de un Estado palestino en la fecha fijada en el “Mapa de Rutas” (2005) por la vía de la negociación política. Para ello necesita un amplio apoyo internacional y, sobre todo, que el Gobierno de Sharón haga el gesto de poner fin a la construcción del muro que rodea los territorios palestinos. Éste es un punto crucial, dado que el actual Gobierno de Israel no se ha definido sobre los límites de ese futuro Estado palestino (tampoco lo hace el “Mapa de Rutas”), ni sobre su viabilidad en términos de superficie, continuidad, recursos hídricos, soberanía aérea y acceso a la frontera jordana. Todo parece indicar que quiere reducirse al mínimo su extensión, aunque el moderado Abú Alá no puede negociar a la baja los límites fijados en la aplicación de los acuerdos de Oslo y las fronteras y el intercambio de territorios negociados sin éxito en Camp David y Taba.
En cuarto lugar, quedarían por solucionar todos esos temas que han encallado las negociaciones en el pasado; básicamente: soberanía de Jerusalén, refugiados y desmantelamiento de colonias.
La tarea de Abú Alá parece pues abocada al fracaso, y la guerra de liberación palestina, como lúcidamente la definió Shlomo Ben Amí, puede perpetuarse dramáticamente durante años. Abú Alá es persuasivo y un negociador infatigable. Y uno de los pocos líderes palestinos que se ha entrevistado con Sharón. Aunque tiene escaso apoyo popular -se le acusa de exceso de connivencia con Israel- y la sombra de Arafat en la nuca. Ambas cosas le restan credibilidad política. Para no fracasar, necesitaría el apoyo internacional y, sobre todo, convencer a todo el mundo de que el no hallar una solución negociada no hará más que incrementar inútilmente la nómina de muertos. Pero, por encima de todo, necesitaría despertar el revulsivo ético a favor de la paz de las dos sociedades sumidas en el pozo de la violencia y la destrucción. Una misión casi imposible, que puede convertirlo en el gestor de un nuevo fracaso.