Cuando surgieron los primeros diagnósticos sobre el crecimiento del electorado de Milei en las PASO, una de las primeras advertencias que hicieron algunos analistas de opinión pública fue que no se podía entender el fenómeno meramente como un “voto bronca”. Más bien, se destacaba cómo esta propuesta electoral venía no solo a canalizar la indignación y el rechazo a los políticos tradicionales que no daban respuesta a la situación de crisis, sino que también simbolizaba ciertos aires de “esperanza”[1]. Milei representaba tanto un sentimiento negativo como uno positivo vinculado a la fe de construir algo distinto que nos sacara de este largo estancamiento de la Argentina. Esta lectura aportó algo sumamente interesante para entender por qué la campaña del miedo sin una propuesta superadora (y respaldada en hechos claros) no alcanzaba para desenmascarar lo que en verdad se trataba de un plan económico conservador que ya tuvo experiencias fallidas y que dejó años de miseria en nuestro país. Para decirlo de otra forma y con el diario del lunes, esta lectura permitía anticipar la derrota electoral al explicar “mejor” los puntos de apoyo.
Lejos de meternos en el campo de la comunicación política, resulta interesante apoyarnos en este giro interpretativo para entender el proyecto político-cultural libertario que subyace en las políticas implementadas en los primeros meses de gobierno. En ese sentido, sería un error caer en un diagnóstico simplista de que estamos meramente ante un plan de destrucción del Estado. Hay elementos claros para afirmar que se está viviendo un achicamiento del aparato estatal a ritmos acelerados, sin precedentes en la historia de nuestro país. No quedan dudas de la brutalidad del ajuste y la necesidad de denunciar eso. Sin embargo, también hay elementos claros para destacar que no se trata solo de un “plan motosierra”, sino que también estamos ante un proceso organizado de transferencia de responsabilidades estatales a actores privados.
Lo que se está viviendo es una especie de “descolectivización” del bienestar social motorizado por el propio Estado, que viene a fortalecer un proyecto de individualización de lo social. Para decirlo de una forma más simple, se están reemplazando las políticas destinadas a acompañar y sostener a los sectores más vulnerados por otras orientadas a que los individuos se valgan por sí solos. Esto implica una clara reorientación en las lógicas: se pasó de entender los múltiples factores que inciden en la profundización de las situaciones de desigualdad social a atribuir este fenómeno a una cuestión de voluntades individuales. Un ejemplo claro de esto es la eliminación del programa Potenciar Trabajo, que estaba destinado a incorporar trabajadores en proyectos socio-productivos, socio-comunitarios, socio-laborales y de terminalidad educativa, y su sustitución por dos programas asistenciales que tienen como fin “mejorar la empleabilidad” y “fortalecer las familias” a través de capacitaciones de distinto tipo.
En ese sentido, se asume que la exclusión social responde a la falta de “capacidades” y “habilidades” individuales, sin contemplar las múltiples dimensiones que llevan a esa situación de precariedad. Otro caso es la creación de Vouchers Educativos desde el Ministerio de Educación Nacional, para financiar cuotas en escuelas de gestión privada con plata que antes estaba dirigida a programas socioeducativos y de mejora institucional destinados a fortalecer las instituciones de gestión estatal. Con esto, el Estado se retira de su función como sostén de las trayectorias educativas y delega la responsabilidad en actores del sector privado. Todo esto se articula en una nueva estructura de gobierno que, con el nombre de Capital Humano, hace propia una teoría muy difundida a fines de siglo pasado que asume una supuesta linealidad entre la “inversión” en los sujetos y la mejora de su inserción en el mercado laboral.
Lo interesante de dar vuelta este razonamiento (no pensarlo meramente como un plan destructivo del Estado, sino también como una reestructuración en pos de delegar responsabilidades estatales a otros actores) es que explica gran parte de su aceptación social y del modo en que contribuye a reforzar y expandir un sentido común individualista. Hace tiempo que viene ganando terreno un concepto negativo sobre lo estatal que parte de una consideración sobre su ineficiencia en todo sentido: ya sea por su carácter burocrático, lento e improductivo, como por su incapacidad de retribuir lo que uno aporta como contribuyente. Esto no se tiene que pensar como un discurso vacío o abstracto, más bien se trata de ideas que surgen en el marco de experiencias claramente negativas con un ámbito estatal cada vez más desbordado (la escuela que explota y que “no enseña”, el hospital que no da abasto y que “no cura”, la policía que no detiene el crimen, etc.). Quienes seguimos sosteniendo el valor de los ámbitos públicos, en general lo hacemos desde el privilegio de acceder a algún tipo de espacio de prestigio, como salió en una campaña reciente un poco polémica, “que funciona” (como las escuelas o universidad de gestión estatal de calidad que mantienen múltiples mecanismos de expulsión y que solo siguen albergando a las clases medias). Para los sectores populares, mayormente, la experiencia de lo estatal es la experiencia del deterioro y la frustración constante.
En ese contexto, lo que se expande mayormente es una aspiración hacia lo privado: el que tiene algunos pesos de más se paga su cuota en una escuela privada, se contrata una prepaga o incluso alquila su propia empresa de seguridad. Asimismo, en el marco de lo que Francois Dubet ha llamado un nuevo régimen de “desigualdades persistentes” en el que la injusticia se individualiza y se tiende a percibir como un resentimiento contra el de al lado y no contra quienes se apropian de las grandes ganancias y profundizan las brechas sociales. Se ve al Estado como aquel que distribuye a quienes no lo merecen y a quienes se “necesita” desde un criterio político. Cuando el esfuerzo de horas de trabajo no se traduce ni siquiera en una canasta básica, se activa un resentimiento contra el que cobra un plan y, supuestamente, no trabaja. De ahí el crecimiento de una demanda por menos impuestos y mayor autonomía individual para decidir dónde colocar los recursos. Es por esto que, desde la aspiración al ámbito privado, se ve con buenos ojos un voucher educativo o, desde ese revanchismo social, se pide que el Estado “dé la caña y no el pescado” (como si fuera que esto tiene un correlato en la realidad).
En este escenario es que se construyen las políticas del actual gobierno y que, si bien encuentran resistencia, también tienen un amplio margen de aceptación. Esta legitimidad se construye sobre un desplazamiento central en el plano discursivo al que Mabel Thwaites Rey señaló como de un clivaje político clásico entre los ricos y pobres (“de arriba-abajo”) hacia uno transversal que divide entre quienes trabajan, producen, aportan y aquellos ociosos, vagos y parásitos, que estarían viviendo de “la teta del Estado” y “con la nuestra”[2]. Se moviliza una propuesta de transformación radical de lo que consideran un orden social y cultural “colectivista” orientado a sostener los privilegios de un sector parasitario que, en verdad, estaría empobreciendo a la sociedad (el famoso “modelo de la casta”[3]). De ahí que gran parte de los ataques públicos del presidente, de los principales funcionarios de este gobierno y de su militancia, vayan dirigidos a figuras que de algún modo representan sectores en los que se reproduce ese “marxismo cultural” a desterrar. En una entrevista que le hicieron a Milei, él mismo afirma que su problema no es específicamente Lali Espósito, sino lo que ella simboliza. Ahí es donde se mezcla más que nunca la paja con el trigo: se arrincona a los sectores progresistas a defender figuras particulares cuando lo que en realidad se está atacando es algo más amplio y transversal (un modelo de sociedad que valora “lo público” como la cultura, el arte, la ciencia, la educación, etc.).
Hay que destacar que esto no solo explica en qué gana legitimidad, sino que también da pautas para pensar qué modelo de sociedad y qué subjetividades se está promoviendo. Es clave ser claro en este punto, haciendo una salvedad: los gobiernos no “construyen” sentido común, más bien fortalecen ideas y rearticulan significantes que ya se encontraban presentes en la sociedad al darles una nueva representación y una organización con el peso simbólico del Estado. Si bien existe una especificidad en este caso (por algo no es “exactamente” el menemismo o el macrismo), también retoma elementos muy característicos de esos períodos de gobierno que podemos englobar bajo la amplia categoría de “nuevas derechas”. A grandes rasgos, se trata de una lógica de individuación que asumen las políticas, entendiendo por esta a la búsqueda de interpelar a los sujetos a que se “activen” individualmente en pos de su integración social. Parte de un supuesto teórico de que las desigualdades sociales son resultado de decisiones, esfuerzos y voluntades personales, más que de factores estructurales que inciden en la profundización de las brechas sociales. A su vez, descansa en un supuesto moral que da vuelta alguna de las críticas históricas de las izquierdas de que el Estado hiperburocratizado actúa como una especie de “jaula de hierro” y como un dispositivo de control social que explota, domina y quita libertad a los individuos. El eje central descansa en la idea de que la sociedad es la imposición y el individuo es la libertad. Se trata de una radicalización de un discurso individualista que supone al individuo como preexistente a la sociedad y capaz de hacerse valer por fuera del lazo social. Lo que se borra es toda noción de solidaridad social, de las redes de acompañamiento y de los múltiples soportes que permiten a los sujetos sostenerse en la vida.
Sin embargo, a modo de cierre y volviendo a lo que se delineó indirectamente en párrafos anteriores, hay algo que también es real y es que todas ideas se construyen sobre una materialidad. Así como estas políticas ganaron legitimidad en un proceso de individualización de lo social, también pueden rápidamente perder ese apoyo social en un contexto sostenido de derrumbe económico. No existen las predicciones certeras y mucho menos en un país tan cambiante como la Argentina. La historia es un ir y venir, producto de disputas sociales. Ni una profundización de la crisis se traduciría linealmente en una caída de Milei, ni un repunte económico se convertiría en una hegemonía absoluta. Lo que sí es claro es que estamos ante un momento bisagra en la disputa por la definición del proyecto societal y que el resultado depende de las luchas locales, nacionales y globales entre actores sociales en función de cómo logren reencauzar una representación que contemple el devenir de las experiencias concretas. Tal vez uno de los errores principales y el germen de la propia derrota de esta nueva derecha es creer que la batalla cultural se juega solo en el plano de las ideas. Ante eso, pareciera que al antídoto más potente que tienen hoy los sectores progresistas es el de aferrarse a una máxima más valiosa: que la historia está en desarrollo y que la hacen los pueblos.
[1] https://oleada.com.ar/milei-el-despertar-de-la-esperanza-y-el-riesgo-de-un-movimiento-popular-de-derecha/
[2] https://www.pagina12.com.ar/713086-ella-empezo-las-agresiones-de-milei-a-lali-en-twitter-y-como
[3] https://www.youtube.com/watch?v=rMudl069YyA