EE.UU.

Los acampes estudiantiles y el problema del maximalismo

Tengo la misión de escribir para mi querido Nueva Sion sobre el fenómeno de las protestas en los campus universitarios en Estados Unidos. La misión no es fácil, entre la presión de escribir algo medianamente interesante y la dificultad de expresar un argumento coherente y profundo en una extensión que no lleve al abandono de la nota. Lo más difícil, sin embargo, es elegir el ángulo desde donde entrar al tema: si corresponde una lectura objetiva con una mirada más histórica, o contar algo de mi propia experiencia personal, habiendo estudiado y trabajado no sólo en la Universidad de Columbia durante un año y medio (desde mediados de 2018 hasta fines de 2019) sino específicamente en el núcleo duro dentro de la universidad para estudios poscoloniales y activismo propalestino: el departamento de Medio Oriente, Sur de Asia y África (MESAAS, por sus siglas en inglés). La forma en la que comencé esta nota revela que elegí el segundo camino, aunque en realidad intentaré combinar ambos.
Por Kevin Ary Levin

MESAAS aclara en su sitio web que su «enfoque a la educación enfatiza el conocimiento de lenguajes y tradiciones intelectuales, pero los temas que exploramos cubren un rango de temas desde la literatura a la historia de las ideas, la historia contemporánea y la política». Seguramente era un bicho raro durante mi tiempo ahí: en primer lugar, un latinoamericano en un departamento académico que era casi en su totalidad formado por estudiantes estadounidenses y por otros que provenían desde India hasta Marruecos, que en esencia habían sido criados en la región que ahora estudiaban. Cada uno tenía sus temas de especialidad, algunos que eran realmente complejos de explicar. El mío también era inusual en el departamento, porque empecé queriendo escribir mi tesis de maestría sobre la izquierda israelí desde la óptica de la teoría de securitización (elaborada en la Escuela de París de Relaciones Internacionales) y la terminé escribiendo sobre la relación entre Mapam (el partido sionista de izquierda antecesor de Meretz, activo de 1948 a 1992) y la Unión Soviética en los años cincuenta. Un tema, se imaginarán, lleno de utilidad, pero además inhabitual en ese contexto en tanto hablaba de Israel sin hacer foco en los palestinos, aunque, desde ya, están presentes en la tesis.

El enfoque de MESAAS, con su nombre kilométrico que hoy es parte de mi título, se podría haber embarcado en otra época en el concepto de Estudios Orientales. Sin embargo (y ahora sí entramos en la parte histórica) la idea de oriental y de Oriente en general tomó una carga extremadamente negativa en ámbitos académicos a partir de la obra magna de Edward Said, Orientalismo, publicada en 1978. En la misma, Said -que era profesor de Literatura en Columbia y escribió su tesis doctoral sobre Joseph Conrad- hace una crítica posestructural del concepto de Oriente para intentar revelar cómo el conocimiento sobre la región y el concepto mismo de Oriente funcionó y funciona como instrumento de dominación del imperialismo occidental.

Es a través de este orientalismo criticado que, según Said, nos llega la visión de Oriente como una región despótica, atrasada, violenta, reaccionaria y definida principalmente por el oscurantismo religioso, que la estanca y le impide el progreso autónomo. Las críticas a la obra son muchas y exceden las posibilidades de estas líneas. Algunas se basan en lo metodológico, planteando la selectividad y arbitrariedad con la que Said elige sus fuentes, que incluyen autores literarios, cientistas sociales y relatores de viajes. Otros plantearon que Said hace afirmaciones extremadamente generales en un tono polémico que poco aportaba a un texto académico, poniendo en una misma bolsa a Karl Marx con agentes comprobados del colonialismo. La crítica que me resulta más interesante, sin embargo, tal vez pueda ser más dirigida a los adherentes a la teoría de Said que a Said mismo, y tiene que ver con los usos políticos y académicos de su teoría: ¿todo conocimiento producido en Occidente estaba verdaderamente «contaminado» por orientalismo, según Said lo describía? ¿Toda crítica hacia las instituciones queda entonces invalidada, pudiendo sólo los árabes hablar sobre los árabes? Intelectuales de la región como Sadiq Jalal al-Azm y Aijaz Ahmad criticaron a Said por reforzar el esencialismo que él criticaba al afirmar que el Oeste era inherentemente incapaz de entender o intervenir en el Oriente sin una agenda de dominación, incluso sus corrientes liberales y de izquierda. Siguiendo esa línea, Emmanuel Sivan advirtió de la existencia de un «orientalismo al revés», donde los sectores más conservadores y teocráticos adoptan el pensamiento de Said para reforzar su noción de una identidad local legítima e inamovible, amenazada por el intervencionismo de Occidente. Sin ir más lejos, uno de los discípulos de Said y actual profesor en Columbia, Joseph Massad, escribe abiertamente sobre la agenda LGBT en el mundo árabe como un brazo del neocolonialismo de Europa y Norteamérica, en esencia sacrificando a las minorías sexuales perseguidas de la región en nombre de la autenticidad cultural.

Avanzando más de cuatro décadas, Said y otros se convirtieron en los pilares de la teoría poscolonial. Junto a él, otros autores como Guyatri Spivak, Franz Fanon y Patrick Wolfe son hoy lectura ineludible en las carreras humanísticas y sociales de universidades de elite, e incluso como parte del núcleo básico de estudiantes de grado. A través de los mismos, se enseña de los impactos duraderos de las estructuras coloniales, se usa el caso de Israel/Palestina como referencia clara del modelo de colonialismo de asentamiento y se discute, en muchos casos, sobre la legitimidad del uso de la violencia por parte de movimientos anticoloniales. Uno de los textos más problemáticos que encontré durante mi tiempo en Columbia es La descolonización no es una metáfora de Eve Tuck y K. Wayne Yang. Concluye ese artículo: «Una ética de la inconmensurabilidad, que guía movimientos que dejan intranquila la inocencia, se halla en contraste con objetivos de reconciliación, que motivan los movimientos del colono hacia la inocencia. La reconciliación intenta rescatar la normalidad del colono, el futuro del colono. La reconciliación se preocupa por preguntas como las características del proceso de descolonización, qué sucederá después de su abolición y cuáles serán las consecuencias de la descolonización para el colono…La descolonización no está obligada a responder estas preguntas. La descolonización no tiene por qué responder a los colonos ni asegurar su futuro». En otras palabras, sólo el indígena (o el percibido indígena) tiene derecho a vivir en el territorio colonizado, y la violencia está justificada si rompe la relación colonial, porque el colono en su calidad de tal pierde el derecho a vivir, al menos en el territorio colonizado.

Esta actitud explica la desconexión que muchos sentimos el 7 de octubre y en días siguientes, cuando nos encontramos con movimientos y figuras que justificaron el 7/10 sobre la base de una violencia previa que ofrecía exenciones morales a Hamas y a los palestinos: la culpa del victorioso es la otra cara de la moneda de los privilegios otorgados a la víctima. El colono queda así como colono y carece de valor como humano, privado del derecho a la vida y a la seguridad. En palabras de un excompañero de Columbia, «no me gusta lo de los nenes secuestrados, pero fue decisión de sus padres y abuelos vivir ahí y son ellos los responsables». Dedicamos mucho tiempo criticando a nuestra izquierda local, pero quienes estuvimos en campus universitarios de la elite estadounidense sabíamos que la ventana de lo que podía enunciarse públicamente allá era mucho más extremo y mucho más peligroso que lo que se decía acá, al menos excluyendo cuentas anónimas en las redes sociales.

Es importante notar, en primer lugar, que la aplicación del modelo teórico del colonialismo de asentamiento no aplica al caso del sionismo y al Estado de Israel. Como explica Benny Morris (entre otros), en el caso del sionismo no hubo una metrópolis que envió a sus representantes, sino que el grueso de los primeros llegados eran esencialmente refugiados persiguiendo una idea nacional. No explotaron a la población local, sino que construyeron una economía paralela a través de la ideología del trabajo hebreo y el desarrollo de instituciones nacionales, como la Histadrut. No llegaron a Palestina en nombre de ampliar la esfera de influencia europea, sino para construir un Estado nacional. Y, a través de su labor educativa y cultural, desarrollaron una identidad israelí sobre la cual cualquier llamado a borrarla del mapa constituye una incitación al genocidio. En diciembre del año pasado, otro profesor de Columbia (y mi codirector de tesis), el estadounidense de origen palestino Rashid Khalidi -titular de la cátedra Edward Said de Estudios Árabes en Columbia y hoy defensor de las protestas estudiantiles- afirmó: «El tema de la resistencia palestina no es un tema antisemita, es anticolonial…si un movimiento de liberación nativo americano llegara y disparara un misil a mi casa porque vivo en tierra robada, ¿estaría justificado? O se acepta el derecho internacional humanitario o no se acepta». En otras palabras, Khalidi, quien es uno de los académicos más activos en la defensa de la causa palestina y de los principales historiadores del Medio Oriente en la actualidad, planteaba que no se puede defender a los palestinos utilizando el derecho internacional y hacer la vista gorda cuando las organizaciones palestinas como Hamas violaban ese derecho internacional.

Khalidi también afirmó en una entrevista reciente sobre el polémico llamado de liberar Palestina «Del río al mar»: «Los israelíes son un pueblo… ¿Qué significa esa frase? Si significa que los palestinos pierden su opresión, pero no oprimen israelíes, quiero pensar que eso no sería un problema». Khalidi había previamente afirmado que la identidad israelí no iba a desaparecer, y que llamar a hacerlo sería un planteo genocida. Nuevamente, si afirmamos el derecho de un grupo nacional a su propia existencia (que es el argumento detrás de la creación del término «genocidio» al finalizar la Segunda Guerra Mundial) este debe aplicar a todos, incluso si creemos que esa identidad nacional nació en circunstancias violentas. Khalidi fue acusado de sionista por hacer este planteo, entre otros, por su colega Joseph Massad.

Desde otra mirada, el académico judío antisionista Norman Finkelstein justificó la violencia de Hamas comparándola con prisioneros judíos en campos de concentración «rompiendo la puerta» de los campos, o el bombardeo indiscriminado por parte de los Aliados sobre Dresden en la Segunda Guerra Mundial. La primera comparación es particularmente problemática en tanto nos obliga a hacer un paralelismo espantoso entre Kfir Bibas, hoy de 1 año de edad, con un oficial nazi o con la reja de un campo de concentración. El hecho de que Finkelstein sea hijo de sobrevivientes de la Shoá le da cierto lugar de autoridad para hacer estos paralelismos, juzgando por los medios que lo replican.

Los estudiantes estadounidenses

Esto nos lleva a las protestas estudiantiles y sus reclamos. Una encuesta realizada en diciembre por Harvard CAPS/Harris muestra que la mayoría de los estadounidenses (81%) apoyaban en ese momento el derecho de Israel de responder al ataque de Hamas, con una única excepción: los jóvenes de 18 a 24 años. En ese público, el 51% creía que Israel «debería dejar de existir y ser entregado a los palestinos», opinión que convivía confusamente con la elección por parte del 60% de la fórmula de Dos Estados como la solución óptima para el conflicto. En ese mismo grupo, el 66% creía que Israel estaba cometiendo un genocidio y el 60% entendía que el ataque del 7 de octubre estaba justificado por el sufrimiento de los palestinos.

Estos números no deberían sorprender porque en todo caso demuestran que no es exagerada la afirmación de que Israel está perdiendo la batalla de opinión pública entre el público joven estadounidense, incluyendo, por cierto, a muchos jóvenes judíos. Vuelvo a pensar en la frase de Khalidi y me pregunto cómo criticar un genocidio, pero apoyar una organización genocida. Tiendo a pensar que, si esta encuesta fuera realizada en campus universitarios de elite, los números serían mucho más preocupantes. Cabe preguntarse por el impacto que esto puede tener a largo plazo: ¿es este maximalismo propio de una etapa en la vida y está condenado a moderarse (para ser reemplazado por el maximalismo de generaciones venideras hasta que algo de esto cambie) o habla de un cambio tectónico que podrá impactar a largo plazo en la política estadounidense hacia Israel, una vez que esta generación de jóvenes habitualmente privilegiados tenga acceso preferencial a roles de influencia política en su país?

La cuestión de los acampes se presenta como una situación compleja y lejos del blanco y negro que acostumbramos a escuchar en el debate mediático en tanto involucra, por un lado, la libertad de expresión en ámbitos académicos y, por el otro lado, la necesidad de que todos -incluyendo estudiantes judíos- se sientan cómodos y seguros en el lugar donde no solo estudian, sino también generalmente habitan durante años. Pero también es necesario analizar el planteo de la protesta, sin dudas influenciada por el maximalismo que se respira dentro y fuera de las aulas. Amos Oz, que hoy estaría cumpliendo 85 años, hablaba de la existencia de dos guerras entre palestinos e israelíes: una justa -la búsqueda palestina de un Estado propio- y otra injusta y condenada al fracaso -la que apunta a la destrucción de Israel-.

No vería ningún problema inherente en que la protesta estuviera motivada por el sufrimiento de los palestinos en Gaza (que es una realidad objetiva) e incluso por la crítica al modo en el que está manejando esta guerra el gobierno liderado por Netanyahu, Ben-Gvir y compañía, que tanta repulsión genera, no sólo entre adherentes de la causa palestina en Norteamérica, sino por parte de israelíes mismos. Pero tenemos el testimonio de un activista de izquierda israelí que quiso participar y conocer un acampe en una de las universidades, atravesó un interrogatorio y, cuando afirmó que creía en el derecho palestino a la autodeterminación (pero no a expensas del derecho israelí, o que ese derecho pueda ser alcanzado a través de la violencia) se le informó que el acampe no era para él. El problema es que la protesta plantea consignas que llaman abiertamente a la destrucción de Israel y el apoyo a Hamas y sus actos terroristas (justificados por la necesidad de liberar a los palestinos «por cualquier medio necesario»), sin mencionar a los secuestrados o afirmar el derecho de los israelíes ni a seguir siendo israelíes ni a seguir viviendo en la zona. O viviendo, en general. No es secreto que la principal organización universitaria atrás de las protestas, Students for Justice in Palestina (SJP), se creó en buena medida como expresión de oposición a los acuerdos de Oslo y en defensa de las aspiraciones maximalistas palestinas que tanto daño generaron en las posibilidades de paz en el futuro. A esto se le suman dudas legítimas sobre el financiamiento de estas protestas y la participación de profesores, que produce una situación de asimetría de poder y de presión social de participar (sentida en particular entre estudiantes judíos, según mi experiencia) que desdibuja los límites de la libertad legítima de expresión y genera interrogantes sobre la autonomía de los estudiantes.

El problema es que, al día hoy, Israel es el único país que es condenado retroactivamente por su actividad actual, y el real sufrimiento en Gaza se toma, sin contexto y sin profundidad, en un argumento en contra de la presencia israelí en la región, de forma que no se produce con ningún otro país. Es necesario afirmar esto de forma clara, sin caer en la actitud reduccionista de considerar antisemita cualquier crítica hacia Israel. El movimiento estudiantil en Estados Unidos tiene un potencial enorme de desencadenar un proceso de paz con impactos reales en israelíes y palestinos. Hoy, ese potencial es sacrificado en el altar del radicalismo ideológico y la deshumanización de los israelíes.