Mientras Israel celebra su 76º aniversario esta semana bajo la sombra de la masacre del 7 de octubre y la guerra entre Israel y Gaza, la ideología sionista que fundó el país está siendo cuestionada. Varios grupos distorsionan y utilizan el término “sionismo” como un arma, presentándolo como una forma maligna de tribalismo o incluso racismo. Para comprender los acontecimientos actuales en Israel, así como la tumultuosa historia del país, es necesario aclarar lo que realmente ha significado el sionismo durante sus 150 años de existencia.
Nacido a finales del siglo XIX, el sionismo moderno es un movimiento nacional similar a los que surgieron durante el mismo período entre los griegos, los polacos y muchos otros pueblos. La idea clave del sionismo es que los judíos constituyen una nación y, como tal, no sólo tienen derechos humanos individuales sino también un derecho nacional a la autodeterminación. Nada en esta idea sionista implica que los judíos sean superiores a otros, ya sean griegos, polacos o palestinos. La idea de que los judíos constituyen una nación tampoco niega necesariamente la existencia de una nación palestina con derecho a la autodeterminación, o los derechos humanos de los palestinos individuales.
La equiparación del sionismo con el racismo (una acusación que persiste mucho después de que una resolución de las Naciones Unidas de 1991 revocara una decisión anterior en ese sentido) no sólo es falsa, sino que en sí misma está teñida de racismo. Proscribir el sionismo implica que los judíos no pueden tener aspiraciones nacionales legítimas, a diferencia de todos los demás pueblos. Cuando uno de los líderes de las recientes protestas en la Universidad de Columbia afirmó que “los sionistas no merecen vivir”, en realidad estaba argumentando que los judíos que mantienen aspiraciones nacionales deberían ser asesinados sistemáticamente. Cuando otros manifestantes corearon consignas como “No queremos sionistas acá”, tal vez pensaban que estaban expresando su oposición al racismo, pero en realidad pedían el acoso y la expulsión de cualquier judío que posea sentimientos nacionales.
Por supuesto, algunos sionistas –como los seguidores de cualquier otro movimiento nacional– pueden ser racistas o intolerantes. Las relaciones entre naciones suelen estar plagadas de tensiones, odios e incluso atrocidades, especialmente cuando tienen demandas territoriales contradictorias. Casi todos los movimientos nacionales de la historia han incluido a sectores de línea dura que plantean exigencias maximalistas y a moderados dispuestos a hacer concesiones. El sionismo no es una excepción.
No podemos hacer justicia en estas líneas a las múltiples corrientes que existieron dentro del sionismo durante los últimos 150 años, ni al impacto que tuvieron sobre el sionismo acontecimientos como el Holocausto y las diversas guerras árabe-israelíes. Lo que está claro es que a lo largo de generaciones, muchos sionistas efectivamente negaron el derecho de los palestinos a su propia nación y reclamaron toda la tierra entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, así como territorios adicionales al este del Jordán, en la península del Sinaí y en otras zonas.
Pero otros sionistas sostuvieron siempre puntos de vista mucho más sensatos y estaban dispuestos a conformarse con mucho menos. David Ben Gurión y la mayoría de los sionistas apoyaron en 1947 el plan de partición de la ONU que ordenaba el establecimiento de un Estado palestino junto a un Estado judío. Fue el rechazo palestino a este plan lo que condujo al estallido de la primera guerra árabe-israelí (1948-1949). Entre 1949 y 1967, la política de Israel fue lograr la paz y la normalización con el mundo árabe basándose en las fronteras de 1949, renunciando en gran medida a reclamar territorios adicionales como Cisjordania y la Franja de Gaza. Durante el proceso de paz de Oslo, en la década de 1990, y en las décadas siguientes, la “solución de dos Estados” –que reconoce a la nación palestina y a su derecho a la autodeterminación– gozó de un amplio apoyo entre los israelíes. Muchos sionistas todavía lo consideran el mejor camino a seguir, aunque durante la última década el apoyo cayó de casi dos tercios de los israelíes a un tercio, según una encuesta de Gallup.
Nada de esto conmoverá a quienes sostienen que los judíos no tienen derecho alguno sobre el territorio entre el mar Mediterráneo y el río Jordán. Éste, sin embargo, es un argumento curioso, dado que los judíos han tenido una presencia continua en esa tierra y una profunda conexión cultural y espiritual con ella durante unos 3.000 años. Incluso si rechazáramos todas esas afirmaciones históricas, e incluso si consideráramos al proyecto sionista de principios del siglo XX como algo totalmente injustificado, la realidad es que hoy, en 2024, hay más de 7 millones de judíos viviendo entre el Mediterráneo y Jordán. ¿Que deberían hacer? La mayoría de ellos nacieron en Israel y no son bienvenidos en ningún otro lugar del mundo. Ahora constituyen claramente una nación. Negar la existencia de estos 7 millones de personas o sus aspiraciones nacionales conducirá a nuevos conflictos, con potencial nuclear. Sólo se puede lograr una solución pacífica reconociendo que, tal como están las cosas en 2024, tanto judíos como palestinos merecen vivir con dignidad y seguridad en el territorio en el que nacieron.
El sionismo y la solución de un Estado
Hay quienes sostienen que la forma ideal de garantizar los derechos tanto de judíos como de palestinos es establecer un único Estado democrático entre el Jordán y el Mediterráneo. Los partidarios del ideal de un solo Estado señalan ocasionalmente al sionismo como el principal o el único obstáculo para su solución deseada. Esta crítica, sin embargo, es injusta.
Aunque en teoría una solución de un solo Estado podría garantizar los derechos de todos, lamentablemente la historia se resiste a la mera teoría. Muchas ilusiones teóricas han resultado ser pesadillas históricas. Una sociedad comunista se veía bien sobre el papel, pero el intento de hacer realidad el sueño en la Unión Soviética y en otros lugares mató a millones de personas. Un Estado yugoslavo único común a los serbios, croatas, eslovenos, bosnios y otros grupos étnicos también parecía una gran idea, pero la realidad no lo era tanto. En 2003, la administración Bush imaginó que podría convertir a Irak en una democracia liberal por la fuerza de las armas, pero las cosas no salieron según lo planeado.
Dada la compleja y violenta historia de las relaciones entre judíos y palestinos durante los últimos 150 años, un intento de imponer por la fuerza una solución de un solo Estado a estos grupos étnicos rivales bien podría conducir a una guerra civil, a una limpieza étnica o al establecimiento de una dictadura islamista. Los israelíes que desconfían de la solución de un solo Estado señalan que ningún país árabe cercano ha logrado mantener el orden democrático por mucho tiempo; entonces, ¿cuáles son las posibilidades de que el hipotético Estado árabe-judío sea la excepción?
Si, a pesar de todas las dificultades, se pudiera mantener de alguna manera un Estado democrático único que garantice la libertad, la igualdad y los derechos colectivos de judíos y palestinos entre el Jordán y el Mediterráneo, eso no sería incompatible con el sionismo. Durante los últimos 150 años, el sionismo estuvo dispuesto a contener una gama muy amplia de ideas sobre cómo garantizar los derechos individuales y colectivos de los judíos, y algunas de estas ideas eran incluso más descabelladas que la solución de un solo Estado. Por ejemplo, tanto Teodoro Herzl como Ben Gurión apoyaron en algún momento un plan buscar para la autonomía nacional judía bajo la soberanía del Imperio Otomano.
También es digno de mención que, en los últimos años, una corriente importante del sionismo ha debilitado su conexión con el judaísmo y, en cambio, se ha aferrado más a la identidad israelí. Este tipo de sionismo se entiende mejor como nacionalismo israelí que como nacionalismo judío. Todas las naciones son producto del tiempo. Antes de 1948, no podía existir una nación israelí, porque los israelíes no existían. Pero 76 años de historia son suficientes para crear una nueva nación.
Así, el partido político israelí Meretz se define a sí mismo como un partido sionista que apoya la idea de que Israel pase de ser un Estado judío a ser “el Estado del pueblo judío y de todos sus ciudadanos”. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, de forma célebre acusó a los partidarios de Meretz y a otros izquierdistas de “olvidarse lo que significa ser judío”. Es revelador que Netanyahu no los acusó de olvidar lo que significa ser sionista. Los sionistas del tipo Meretz tal vez se sientan más cercanos a un vecino musulmán israelí que a un judío estadounidense que nunca ha puesto un pie en Israel. De forma similar, es posible que algunos sionistas no sean judíos en absoluto. Hay, por ejemplo, ciudadanos drusos de Israel que se definen como sionistas a pesar de no ser judíos, e incluso existe un Movimiento Sionista Druso.
La visión de Netanyahu
Sin embargo, en los últimos años Israel ha sido dominado por gobiernos que dieron su espalda a las versiones moderadas del sionismo. En particular, el gobierno de coalición establecido por Netanyahu en diciembre de 2022 ha rechazado categóricamente la solución de dos Estados y el derecho palestino a la autodeterminación y, en cambio, ha abrazado una visión intolerante de un Estado.
Al igual que los manifestantes antiisraelíes en todo el mundo, la coalición de Netanyahu cree en el lema “del río al mar”. En sus propias palabras, el principio fundacional de la coalición Netanyahu es que “el pueblo judío tiene un derecho exclusivo e inalienable sobre todas las partes de Eretz Israel” (un término hebreo que se refiere a todo el territorio entre el Jordán y el Mediterráneo). La coalición de Netanyahu imagina un Estado único entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, que otorgaría plenos derechos sólo a los ciudadanos judíos, derechos parciales a una cantidad limitada de ciudadanos palestinos y ni ciudadanía ni ningún derecho a millones de súbditos palestinos oprimidos. Esto no es sólo una visión. En gran medida, ésta ya es la realidad sobre el terreno.
Nada de lo ocurrido desde el 7 de octubre indica que la coalición de Netanyahu haya cambiado de opinión. Por el contrario, la matanza y la devastación infligidas a los civiles palestinos en la Franja de Gaza, la matanza y el despojo de palestinos en Cisjordania y la negativa a comprometerse con cualquier plan de paz futuro indican que el actual gobierno israelí tampoco respeta los derechos humanos individuales de los palestinos o sus aspiraciones nacionales colectivas.
Algunos sostienen que el extremismo de la coalición de Netanyahu es el fruto inevitable del sionismo. Pero esto equivale a argumentar que el patriotismo conduce inevitablemente al extremismo, y que cualquiera que comience colgando una bandera nacional en su casa terminará fomentando el odio y la violencia. Semejante determinismo histórico es empíricamente infundado y políticamente peligroso, ya que les entrega a los extremistas el monopolio sobre los sentimientos nacionales. El patriotismo no es intolerancia. El patriotismo es un sentimiento de amor por los compatriotas, basado en un vínculo profundo con una cultura nacional y sus tradiciones cambiantes, que impulsa a los ciudadanos a cuidarse unos a otros, por ejemplo, pagando impuestos y financiando servicios de bienestar. Por el contrario, la intolerancia es un sentimiento de odio hacia los extranjeros y las minorías, basado en la idea de que nosotros somos superiores a ellos.
En el contexto israelí inmediato, no separar el patriotismo del fanatismo favorece a Netanyahu e implica que no hay alternativa política a la coalición de Netanyahu. Si el patriotismo israelí requiere odio y persecución de los no judíos, entonces los patriotas israelíes deben seguir votando por Netanyahu. El propio Netanyahu ha estado argumentando durante años que los patriotas israelíes deben apoyarlo, pero los partidos de oposición sionistas todavía tienen una oportunidad de desplazarlo y conducir a Israel hacia una dirección más tolerante y pacífica.
Hay mucho en juego, no sólo para Israel, sino también para los judíos de todo el mundo. Si Netanyahu y sus aliados políticos consolidan su control sobre Israel, significaría el fin del vínculo histórico entre el pueblo judío y las ideas de justicia universal, derechos humanos, democracia y humanismo. En cambio, el judaísmo haría un pacto con la intolerancia, la discriminación y la violencia. Los judíos de Londres y Nueva York tal vez busquen argumentar que no tienen nada que ver con Israel y que lo que sucede en Medio Oriente no representa el verdadero espíritu del judaísmo. Pero estarían en una situación análoga a la de los comunistas británicos y estadounidenses del siglo XX, cuando intentaban en vano argumentar que lo que Stalin hacía en la Unión Soviética no era realmente comunismo.
El principal problema para los judíos no sionistas es que, a diferencia del budismo o el protestantismo, el judaísmo es una religión colectivista más que individualista, y la construcción del Estado de Israel ha sido la empresa colectiva más importante del pueblo judío moderno. Si Israel es conquistado por la intolerancia, se convertiría en la cara del judaísmo en todo el mundo.
Lo que Tito sabía
La victoria de la coalición Netanyahu y su cosmovisión intolerante tendría consecuencias no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Para empezar, alteraría retrospectivamente el significado de toda la historia del Estado de Israel. Herzl, el padre fundador del sionismo moderno, identificó la intolerancia como un peligro existencial para el sionismo hace ya más de un siglo. En su obra de 1902, Altneuland, (Tierra), en la que Herzl imaginó el futuro Estado de Israel, profetizó el surgimiento de un partido imaginario, liderado por el rabino Geyer, que afirmaba que los judíos eran superiores a los no judíos y merecían privilegios especiales. El libro de Herzl advertía a los lectores que Geyer era “un blasfemo” que estaba lejos de los valores judíos.
Herzl criticó severamente la idea de que los judíos eran superiores a otros seres humanos y que merecían privilegios especiales en el futuro Estado. El Estado que imaginaba tenía la misión de servir como hogar nacional para el pueblo judío, pero otorgando derechos iguales a todos sus habitantes. Herzl escribió: “No preguntamos a qué raza o religión pertenece un hombre. Si es un hombre, eso nos basta”. Herzl temía que si los judíos se dejaban tentar por las ideas de Geyer, el Estado estaría en riesgo de destrucción. El deber de los judíos, escribió Herzl, era apoyar “el liberalismo, la tolerancia y el amor a la humanidad. ¡Sólo entonces Sion será verdaderamente Sion! … Pero si eligen a un hombre como Geyer, no merecerán que el sol de nuestra Tierra Santa brille sobre ustedes”. Así era la profecía de Herzl en 1902.
Si la visión intolerante de Netanyahu se impone sobre la ética sionista de Herzl, se transformaría no sólo el significado del moderno Estado de Israel, sino también el de miles de años de historia judía previa. Hace dos milenios, los fanáticos religiosos provocaron una terrible catástrofe sobre el pueblo judío. Por fanatismo religioso, se rebelaron contra el Imperio Romano. Las legiones de Vespasiano y su hijo Tito derrotaron a los zelotes judíos, conquistaron una ciudad tras otra y finalmente rodearon Jerusalén con un anillo de acero. El rabino moderado Iojanán Ben Zakai decidió escaparse de la ciudad sitiada. Para eludir a los fanáticos judíos, que lo habrían matado en el acto, se escondió dentro de un ataúd. Según la tradición judía, después de salir de la ciudad, Ben Zakai profetizó que Vespasiano se convertiría en emperador de Roma. El general se alegró mucho con la predicción y accedió a cumplir cualquier petición que le hiciera Ben Zakai. El rabino pidió a Vespasiano que salvara de la destrucción a la pequeña ciudad de Yavne y que permitiera a Ben Zakai establecer ahí un centro de educación judía. El general romano aceptó.
Efectivamente, Vespasiano se convirtió en emperador y abandonó Judea para asumir el poder en Roma. Su hijo Tito se quedó para poder sitiar Jerusalén, ciudad que conquistó y que quemó hasta los cimientos. Ben Zakai fue a Yavne y él y todo el pueblo judío se embarcaron en una misión histórica única: una misión educativa. El judaísmo renunció al templo quemado, a los sangrientos rituales del templo y a los fanáticos que encendían la llama de la rebelión y, a partir de ese momento, se convirtió en una religión de estudio. Los judíos vivieron en Yavne y estudiaron. Se establecieron en El Cairo y en Bagdad, y estudiaron. Se establecieron en Vilna y en Brooklyn, y estudiaron.
Después de 2000 años, los judíos de todo el mundo regresaron a Jerusalén, en teoría para poner en práctica lo que habían aprendido con tanto estudio. Entonces, ¿qué gran verdad descubrimos los judíos después de dos milenios de estudio? Pues bien, a juzgar por las palabras y acciones de Netanyahu y de sus aliados, los judíos descubrimos lo que Vespasiano, Tito y sus legionarios sabían desde el principio: descubrieron la sed de poder, la alegría de sentirse superiores y el oscuro placer de aplastar a los más débiles bajo sus pies. Si eso es realmente lo que descubrimos los judíos, ¡qué desperdicio de 2000 años! En lugar de pedir la salvación de Yavne, Ben Zakai debería haber pedido a Vespasiano y a Tito que le enseñaran lo que los romanos ya sabían.
Si los judíos hemos aprendido algo durante los últimos 2000 años que Tito no sabía, ahora es el momento de demostrarlo.