Acabo de leer La palabra judío de Martín Caparrós Rosenberg (El País, 18/5/24) quien asume ser judío por vía matrilineal, recordando públicamente algunos componentes medulares de la memoria judía.
Dice que aún no termina “de saber qué es eso”; sin embargo, el escritor sabe perfectamente lo que no es. “En castellano la palabra judío todavía puede ser un insulto. Lo sostiene, entre otros, el ‘Diccionario’ de la RAE”, señala el copete de la nota.
Caparrós Rosenberg rechazaría que su valiente crítica a la RAE fuera descalificada como una “judiada”, otra de las acepciones peyorativas que hasta hoy el prestigioso Diccionario de la lengua española sigue definiendo como “Acción mala, o acción que perjudica a alguien, que tendenciosamente se consideraba propia de judíos”.
Al respecto, resulta muy significativa la respuesta de la RAE al pedido de la Federación de Comunidades Judías de España de suprimir completamente tal acepción peyorativa del artículo ‘judiada’, en junio de 2012: “El artículo no va a ser suprimido de la nomenclatura”. El argumento de la RAE fue que el diccionario «es un mero notario de la lengua y, si una acepción está documentada en suficientes textos escritos, ha de reflejarla en su repertorio. La respuesta oficial citaba, a modo de ejemplo, autores que habían hecho uso de la expresión judiada, como Benito Pérez Galdós, Pío Baroja y José Luis Martín Vigil.
Posiblemente Caparrós Rosenberg no conoce esta escandalosa respuesta de la RAE, motivo adicional para dar la bienvenida a su confesión pública. Se trata de una confesión demorada, aunque ya había sido sugerida en la información de su traducción del francés de El gueto interior (2020), novela de su primo hermano Santiago Amigorena. Ambos nietos comparten la historia familiar del abuelo polaco emigrado a Buenos Aires antes del asesinato de la bisabuela durante la Shoah, que Martín Caparrós narró con suma discreción (Martín Caparrós, Los abuelos. Fragmento de un libro casi inédito, Revista de la Universidad de México,2019)
Pero la sucinta confesión pública de Caparrós Rosenberg adolece de faltas injustificadas, algunas de las cuales comparten acepciones peyorativas documentadas en suficientes textos escritos, pese a lo ser las mismas que las del ‘Diccionario’.
Caparrós admira las vicisitudes por las cuales “los judíos fueron uno de los muy pocos pueblos que vivieron siglos sin Estado ni reyes ni dinero ni cárceles. Esa era su distinción, su diferencia, que les valió persecuciones y matanzas”; pero pese a su admiración, Caparrós se abstiene de admitir que la ausencia estatal ha alimentado, precisamente, la desgracia colectiva histórica de los judíos en la diáspora: vivir en la vulnerabilidad y desamparo.
No es necesario declararse un sionista para comprobarlo. También Itzjak Bashevis Singer, el gran escritor idish no sionista, expresó lo mismo al recibir el Premio Nobel de Literatura. Bashevis Singer escribió en idish toda su vida, orgulloso de que la civilización asquenazi no haya tenido necesidad de ejército ni de fronteras nacionales. Pero su raigal odio al nacionalismo (incluso al nacionalismo judío) provenía de un compartido legado diaspórico milenario judío extraterritorial. Se trataba de un legado totalmente opuesto al pasado nacionalista militante de Martín Caparrós (sin ‘Rosenberg’), incluso problemático hoy para el cronista de ‘Ñamérica’, esa región de pueblos mestizados, pero ubicada en paisajes completamente territoriales, donde 400 millones de personas comparten una lengua, una tierra, una historia, una cultura, injusticias y esperanzas.
Tampoco se necesita ser un sionista para descubrir la dificultad que tenía el judío en la diáspora europea para mostrar su gentilicio. El gentilicio es un adjetivo y sustantivo que define la pertenencia de una persona a un lugar. En cambio, los nombres judíos secularmente han sido patronímicos, donde el nombre propio va seguido de Ben o Bar (“hijo de” en hebreo y arameo, respectivamente) o Bat (“hija de») antes del nombre propio del padre, pese que la filiación judía era matrilineal.
Recién en el siglo XVIII fueron obligados los judíos europeos a reemplazar sus nombres por apellidos hereditarios. Tal compulsión nada tuvo que ver con el lugar de pertenencia: la necesidad de agilizar el cobro de impuestos y los servicios de reclutamiento militar en el Imperio austríaco, Imperio ruso y en los Estados alemanes durante los siglos XVIII y XIX provocaron la promulgación de leyes que obligaban a la población judía a adoptar apellidos hereditarios. El imperio austríaco fue el primer Estado en el que fue obligatoria la adopción de apellidos. En 1787, el emperador José II promulgó un decreto que ordenaba a todos los judíos del imperio elegir un apellido alemán.
En la admiración cosmopolita desterritorializada judía de Caparrós Rosenberg se nota la costura en el tejido del tiempo del Caparrós que, en 1997-98, había coeditado, junto a Eduardo Anguita, dos imprescindibles volúmenes titulados La Voluntad, Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina 1966-1973 (Buenos Aires, Ed. Norma).
Pero desde que aparentemente abjuró del nacionalismo revolucionario, Caparrós parece leer la historia del estado-nación israelí con numerosos prejuicios, algunos de los cuales lamentablemente comparten, como se dijo, acepciones peyorativas documentadas en suficientes textos escritos –textos escritos antisionistas, cabría aclarar-, algo sorprendente en un ensayista y autor de ensayos y novelas sobre personajes históricos muy contradictorios -véase el último, su fascinante novela Sarmiento (Random House, 2022)-.
Porque quien confiesa que “ser judío es, para mí, una manera de leer la historia, recordar un recorrido de milenios por todo tipo de vicisitudes”, se invalida absolutamente al trasplantar de modo maniqueo países y personajes que no tienen nada que ver con Israel. Sin matizar, ni precisar diferencias, Caparrós se despacha y mete a TODOS los perversos en una misma bolsa de lobos feroces: “Yo lamento que se haya creado ese país: hubiera sido mejor seguir mezclándonos, moviéndonos, descreyendo de ejércitos y jefes. Pero entonces no parecía posible, y ahora somos muchos los que lamentamos que Israel -como Irán, Arabia, El Salvador- haya sido secuestrado por una camarilla de extrema derecha” (sic), dice Caparrós.
¡Curiosa comparación! Estoy releyendo lo que Caparrós escribió en el tomo primero de La Voluntad, y me detengo en la crónica de sucesos de Mayo del 69, cuando narraba la visita de Ben Gurión a Buenos Aires. Luego de hacer una breve reseña biográfica, política y militar, recuerda lo siguiente del visitante sionista: “En su viaje, el viejo político y guerrillero buscaba acrecentar el apoyo de la comunidad judía argentina a la lucha de Israel contra los guerrilleros de Al Fatah”. En ese texto, Caparrós puntualizaba la siguiente distinción que hizo Ben Gurión en declaraciones a la prensa: “Él creía necesario distinguir, en cuanto a legitimidad se refiere, entre los comandos y guerrillas judías que hicieron posible la creación de Israel y nuestros oponentes que quieren destruirnos”. Caparros concluye: “para descalificarlos, Ben Gurión enfatizó: ´Los judíos no operamos contra mujeres y niños´” (sic, p. 272).
Veintisiete años después de haber recordado a Ben Gurión, leyendo su reciente confesión identitaria, me pregunto: ¿cuál sería el pretexto de Caparrós Rosenberg para explicar por qué no le sale una palabra de condena a Hamas, pero, en cambio, se lamenta nuevamente de que Israel haya sido creado como Estado-nación?
Quizás sea la falta más injustificada de todas: ni una interjección de horror contra la masacre genocida del Hamas cuyo Jihad diezmó en pocas horas a 1400 israelíes civiles el sábado negro del 7/10. Una falta compartida por numerosos intelectuales de izquierda que reinciden en repetir acepciones peyorativas documentadas escritas en suficientes textos antisionistas.
No obstante, seamos ecuánimes con Caparrós, porque una nota suya, publicada dos semanas antes en El País (4/5/24) titulada La palabra cruel (y que firmaba sin la adición del apellido materno), el periodista recordaba la crueldad del Hamas: “ahora parece que la crueldad -la exhibición de la violencia- está de vuelta. En la guerra presente Hamas no dejó de mostrarla”. Pero inmediatamente acusa a Israel de estar “más en la línea previa [a la crueldad]; la ejerce con creces pero trata de no hacerse cargo” (sic).
Caparros caracterizaba de hipócrita a esa “línea previa” que camufla la violencia. También al aludir a la línea previa le atribuye a Israel que antes “la crueldad era mal vista y se suponía que no servía como disuasión para sus víctimas, sino vergüenza para sus verdugos”. Ahora, en cambio, Caparrós acusa a Israel de ser un cruel Estado sin vergüenza en guerra contra Hamas, reprochándole no hacerse cargo de la violencia contra el terrorismo genocida de la organización jihadista islámica.
Indudablemente los fragmentos más interesantes de la confesión de Caparrós Rosenberg son aquellos desmitificadores. Comparto su lamento sobre que “tantos españoles y ñamericanos se creen -o pretendan creer- que judío e israelí son la misma cosa y, peor, que israelí y Gobierno israelí también lo son. Son muchos los israelíes y somos muchos los judíos que no compartimos sus políticas”.
Sin embargo, no me parece suficiente que Caparrós afirme que “fueron muchos los norteamericanos que no quisieron pelear contra Vietnam” y me resulta totalmente inaceptable otra de sus comparaciones, al afirmar que fueron “muchos los españoles que no apoyaron los asesinatos franquistas”, porque el gobierno de extrema derecha de Netanyahu (al cual nos oponemos todos los días) no es igual al franquismo que derrotó a la Segunda República tras una terrible guerra civil. El escritor parece olvidar que Israel nació como el Estado nación judío democrático cuya ciudadanía fue formada por un pueblo sobreviviente del exterminio.
Hay otra falta injustificable a resaltar. Las manifestaciones estudiantiles en 1968 contra la guerra de Vietnam no negaban la existencia del imperio norteamericano en EE. UU. “desde el Atlántico al Pacífico”, pese a haber colonizado las tierras expropiadas a pueblos originarios americanos. Aquellas fueron manifestaciones de protesta muy diferentes a las de los actuales estudiantes antiisraelíes quienes, junto a la condena a crímenes de guerra de Tzahal en Gaza, exigen “Free Palestine from the sea to the river” (Palestina libre, desde el río hasta el mar), borrando completamente a Israel del mapa del Medio Oriente.
Asimismo, comparto la desmitificación que escribe Caparrós sobre el “apoyo norteamericano a Israel de un supuesto ´lobby judío´, tan poderoso y rico que obliga al Gobierno de EE. UU. a defender a sus correligionarios”. Pero disiento cuando señala que la coalición de ultraderecha de Netanyahu “mata por la misma razón que muchos otros: para aferrarse a su poder”. Este es un discurso de odio que compara al premier israelí con Galtieri cuando invadió las Malvinas, y resulta infame compararlo “con Hitler, conquistador de Europa”.
Finalmente, concuerdo con Caparrós cuando, sin pelos en la lengua, denuncia a muchos antisemitas a quienes “les conviene mantener la confusión: que el Gobierno israelí no lo hace por ultraderechista, que lo hace por judío”.
En resumen, Martín Caparrós Rosenberg ha publicado una bienvenida confesión identitaria. Pero debería reescribir aquellos fragmentos de su valiente pronunciamiento público, en los que incurre en ciertas faltas injustificables. De lo contrario, algunas de esas faltas compartirían acepciones peyorativas documentadas en suficientes textos escritos con odio a muerte a Israel y a sus ciudadanos judíos.