“Doblamos hasta llegar casi hasta el lugar de la explosión antes de que comenzaran a vallar. Se escuchaban las sirenas de ambulancias y patrulleros que llegaban. Vimos que por la vereda de enfrente se acercaba un chico conocido en estado de shock. Cruzamos y le pregunté a los gritos desesperados qué había visto. No me respondía. Tenía la mirada extraviada y temblaba. Cuando pudo articular algo me preguntó si conocía a alguien que pudiese haber estado ahí. -Mi papá- le respondí”. Ese capítulo, en formato de historieta, cuenta la experiencia de quien pensó, sintió y vivió durante un período corto de tiempo -pero que resultó intensamente prolongado- que un familiar directo podía haber muerto en el peor ataque terrorista sucedido en el país.
Mi papá, Mario Ber, que se ocupaba de coordinar actividades culturales en la AMIA, donde coincidió y compartió espacio, vivencias y tareas con Moshe Korin y Ricardo Feierstein, entre muchos otros, no murió en el atentado de casualidad, estuvo a pocos minutos de haber estado ahí, justo regresaba del edificio de Ayacucho en el que funcionaban temporalmente las actividades de la mutual, pero sí murió mientras yo emprendía la escritura de este libro, y por eso también la vida familiar y la magia que sucede a veces con la energía de las personas queridas que ya no están, terminaron formando parte del relato.
Avenida Corrientes
“De chica circulaba a diario por Corrientes a la altura de Villa Crespo. Era la zona de la escuela primaria a la que fui, el Scholem Aleijem. Algunos de los alumnos que iban en aquella época a esa escuela -donde hoy siguen funcionando jardín, primaria y secundaria- y los familiares de otros de ellos murieron en el atentado a la AMIA. A partir de ese momento, durante muchos años, el tramo de la avenida Corrientes que va desde Pasteur hasta Serrano fue para mí el Camino de los Muertos, tal como se conocía a esa arteria en las últimas décadas del siglo XIX, después de la habilitación de emergencia del cementerio de la Chacarita, cuando en 1871 la fiebre amarilla mató al 8% de la población de Buenos Aires y colapsó el cementerio del Sur, en Parque Patricios”.

El fragmento anterior corresponde a distintas ideas contenidas en uno de los capítulos de esta obra que escribí, editada por Libros del Zorzal, una combinación de textos, dibujos y capítulos convertidos en historieta, gracias a la tarea magistral del ilustrador Bernardo Erlich. “El camino de los muertos” es uno de los pasajes más tristes del libro. Sin embargo, la Avenida Corrientes está mencionada en otro de ellos, “Shakespeare, un aprendiz”, en forma completamente opuesta, a partir de la vitalidad, la cultura y alegría que emanaban esas calles durante algunas de las primeras décadas del siglo pasado. Quien lo cuenta es la persona más indicada para hacerlo: el vital, alegre, y conocedor de la cultura judía en Argentina -y en el mundo- como casi ninguna otra persona: Abrasha Rotenberg.
“Contacté a Abrasha para preguntarle sobre judaísmo, uno de sus temas predilectos, del que, como me dijo cada persona que me recomendó hacerlo, es capaz de hablar durante horas”, cuento al principio de ese capítulo, y fue exactamente así. Charlamos durante un rato muy largo y me contó desde su llegada al país desde la Unión Soviética a los 8 años con su madre, cuando se encontró con un entorno de inmigrantes españoles e italianos enfrentados por temas políticos, una “Torre de Babel”, como la definió, hasta su etapa de estudios en el Seminario de Maestros Hebreos, que funcionaba en la AMIA. “Tuve muchos profesores que no puedo olvidar, uno de ellos fue [José] Mendelsohn, también director del Seminario; además de su conocimiento del ídish y su enorme cultura, se dice de él que fue personaje de uno de los cuentos de Borges, creo que ‘El jardín de los senderos que se bifurcan’ -me dijo- pasando por la etapa de ebullición de la Avenida Corrientes que él conoció, donde se juntaban en bares durante horas a jugar al ajedrez, al dominó y a ‘cambiar el mundo’”.
Abrasha menciona a Jacobo Timerman, quien luego sería su socio en el diario La Opinión y la revista Primera Plana, y también habla de la ebullición teatral comunitaria que se vivía en esa época: “En esos años -yo tenía cerca de 20- la vida cultural era muy intensa, el teatro judío era espectacular”. Entre las décadas de 1930 y 1950 en Buenos Aires funcionaban distintas salas que abrían sus puertas de martes a domingos y ofrecían doble función durante los fines de semana, con obras destinadas a quienes hablaban o al menos entendían el ídish. A los teatros Excelsior, Ombú, ift y Mitre se sumaban los cafés Cristal e Internacional, con espectáculos de music hall.
“Yo he visto La muerte de un viajante, de Arthur Miller, obra cumbre del siglo XX, en Buenos Aires, Israel y Francia; vi la versión genial para televisión con Dustin Hoffman, pero nunca he visto a alguien que hiciera el papel de Willy Loman como Joseph Buloff en la sala Excelsior. Fue tremendo. Salía a escena con dos valijitas caminando y uno veía ahí la derrota, el mundo que se destruía. Sabía que algo terrible iba a pasarle a ese hombre”, cuenta Abrasha.
Y también recuerda sobre su infancia: “Me pasó algo muy curioso; me enamoré del idish. Lo aprendí rápidamente, al igual que el castellano, y de pronto, algo muy extraño, borré de un día para el otro y para siempre en mi memoria el ruso y el ucraniano. ¿Y qué pasó? Descubrí un mundo. El mundo del judaísmo. Un mundo que empezó a fascinarme. Tanto, que después hice la secundaria y el seminario para ser maestro. El judaísmo me despertó pasión. El idish también”.