En un artículo anterior en este diario («El judaísmo grotesco de Milei: una forma de enunciación política») propuse interpretar la fascinación del presidente por el judaísmo no por su carácter genuino o apropiado en su recurrencia a fuentes y tradiciones. Sugiero pensarlo como un dispositivo discursivo para presentarse públicamente con independencia de las interpretaciones comunitarias.
Milei logró desprender de dichos contextos frases como la de “las fuerzas del cielo”, que pueblan la jerga coloquial, adquiriendo nuevos sentidos. La biblia devino un meme, ¿pero es acaso el único que acude a dicho registro? En plenas elecciones, Juan Grabois denunció al libertario apelando al Éxodo; exponiendo que este recurso no es exclusivo a un sector ideológico, sino que parece aportar un terreno simbólico común donde se hallan candidatos en las antípodas uno del otro.
Según Grabois, Milei había seducido a votantes frustrados. Advertía que el hambre y el enojo habían inclinado al pueblo de Israel a seguir falsos profetas y enojarse con Moisés, parábola de la desazón popular con los partidos tradicionales. Para Grabois, el “flautista de Hamelin” promete dólares, cual becerro de oro, pero incumple su palabra.
Habiendo resignado un título anterior, el de gurú del tantra, Milei se colgó el delantal del profeta libertario. O al menos esta imagen se asentó, firme, en el discurso periodístico. No faltan confesiones del presidente que justifiquen la analogía, como esta que pronunció en un acto de Vox: “Soy el divulgador de las ideas de la libertad, además ejerzo casi provisoriamente la función de jefe de Estado”.
En los discursos de Grabois y Milei el registro bíblico adquiere una especificidad, pero, ¿no estaremos empezando a usarlo nosotros también, casi estrictamente, para explicar a Milei? Examinemos pues los usos de la categoría del profeta en la prensa.
Un peregrino irracional
En 2023, Carlos Segura había planteado en Revista Seúl que el malestar social habría favorecido que una candidatura “profética” conjugara esperanza, voluntarismo y confianza con consignas resonantes y de aplicación en apariencia indolora. Este año, proliferó el empleo de esta figura. En abril, Hugo Martini trazó en Clarín una “dualidad” entre profeta y estadista, oponiéndolos en virtud de sus racionalidades. Si la política requiere razón, diálogo y consenso, Martini atribuye al profeta ser “inflexible”: no se puede hablar con él, pero, ¿es irracional por “loco” o porque su razón es de otro orden y, si así fuera, de cuál?
Para responder recordemos que Milei ha edificado su aura de experto en economía como condición clave para gobernar el país. Este saber académico le aportaría cualidades diferenciales respecto de la casta y otros economistas “fracasados”: su lectura es la única correcta. El presidente deviene una autoridad epistémica en tanto construye una mirada de la política y la sociedad en virtud de su apego a una verdad científica que pasa por doctrina. ¿Ser un “académico”, lo hace pues, racional?
Es curioso que el presidente deplora el estatuto de verdad del discurso científico en lo relativo al medio ambiente y despliega una política hostil hacia la educación pública y agencias de investigación estatales. Martini identificó en el profeta una personalidad obstinada: ¿pero ser autoritario lo vuelve un profeta? Por deporte recordemos que, en el Libro de Ezequiel, es el pueblo de Israel el terco que “no quiere oír”, no el profeta que viene a recordarle la palabra de D-s.
Luego, Sergio Berensztein, en La Nación, y Javier Laquidara, en La Política Online, optaron por la metáfora peregrina del “profeta en tierras ajenas”, describiendo el alcance de su prédica. Resurgen citas de Milei de aquel acto de Vox: «En todo caso ahora que soy presidente mi responsabilidad por librar la batalla cultural es aún mucho mayor, porque lo que hago y digo tiene un efecto más grande». Pero si Milei ve su cargo como amplificador del impacto de su agencia e individualidad, se parece más a un predicador proselitista, emprendedor de una consigna, que al profeta a través del cuál D-s habla al pueblo de Israel.
El rey cantante
En La Nación, Joaquín Morales Solá y Carlos Pagni notaron que el rol de divulgador, más que una distracción, es una preferencia del presidente. Pagni examinó qué implica que la atención de Milei escape a la de un “rey” para concentrarse en la tarea de un “profeta”, subrayando la dimensión emocional del gesto: “le gusta más ser reconocido en las redes sociales, en el mundo de la opinión pública de la derecha internacional por las ideas que predica, por la agresividad con que lo hace y no tanto por dedicarse rutinariamente a las tareas de un jefe de Estado.”
Este otro rol le permitiría a Milei ser aplaudido sin tener que ofrecer soluciones. Mientras realiza sus giras, se desatienden o producen, torpemente, crisis de distinta índole. Pagni observa al “profeta de un credo” que actúa en desmedro de los objetivos del gobierno por relegar la presidencia y al sacerdote que, en el Luna Park, ofició una “misa en latín” al presentar su libro de economía: “una biblia laica”.
Esta relación me recuerda a la del pueblo de los ratones en el cuento de Josefina la cantora, donde Kafka describe la saciedad presurosa que halla un pueblo prematuramente viejo y cansado al soportar el chillido vulgar de su líder, una concertista caprichosa que pasa por cantante en ausencia de un artista verdadero: la oyen como bebiendo una copa de paz antes de la batalla y cuidan su orgullo, con sinceridad y celo, protegiéndola paternalmente del desdén que causa su vulgaridad indisimulable.
Interesa destacar que Pagni es de los pocos periodistas que brinda una definición de qué entiende por profeta: “es aquel que diagnostica una situación penosa, las miserias del presente y que propone un futuro, señala un horizonte, describe, podríamos decir, una utopía, algo a lo que se quiere llegar desde el punto de vista ideal”.
Las metáforas de la secularización del liderazgo son potentes. Sin embargo, la definición no parece capturar aquello que rodea a Milei como rey renegado. Podríamos sustituirla por otra palabra, pero en su dimensión profana: la del gurú como celebridad del mundo del emprendedorismo y las consultorías privadas. Esa categoría suele aplicarse a Michael Porter y a Richard Florida, promotores de modelos de competitividad industrial para alcaldes y ejecutivos nacionales. Pero Milei no vende paquetes de políticas: tal vez sólo ofrece la plausibilidad del éxito de su persona y el triunfo electoral de su programa, no necesariamente de su aplicación.
¿Profeta de qué pueblo?
Milei desatiende la corona, y es a partir de los privilegios del trono que puede emprender una carrera personal con libertad inusitada. La investidura ha liberado, es decir, ha magnificado, su libertad individual. Su discurso anti-política, antes que prosperidad, promete otro horizonte: que el poder que debería normar los márgenes de la libertad puede instrumentarse a favor de su extraordinaria ampliación. Es este ejercicio de la libertad el que distorsiona la interpretación de su rol, ceñido por rituales, corrección y diplomacia reducidos a un mínimo formal.
El estilo del rockstar itinerante no es anecdótico si consideramos a alguien que interpreta la balada de la libertad para públicos dispersos. El aplauso a su figura debería hacernos preguntar qué expectativas y afinidades existen entre quienes dentro y fuera de Argentina lo apoyan: ¿qué liga a sus “conversos” libertarios, a los embaucados por Hamelin, al empresariado, a ex miembros de la casta/hombres justos de Sodoma, a mandatarios y candidatos extranjeros, en su celebración a esta Josefina?
¿Es que Milei es un profeta porque se aleja de la política, como Josefina en el cuento, que termina huyendo de su pueblo, o es un “falso profeta” porque no cumple lo que promete? No existe cargo semejante al de un anti-Papa laico, un Pontífice libertario frente a un Papa socialista, pero sí la aspiración a formas de legitimación como el premio Nobel, o bien, una eventual carrera post-presidencia como influencer global.
¿Es la presidencia entonces un peldaño para emprender esa carrera individual de bardo universal, antes que un servicio de vocación pública? Renunciando a la semántica religiosa, la concreción de un ejercicio de libertad individual en su máxima expresión puede explicar la renuencia a gobernar tan comentada: Milei se postuló alegando la mayor calificación para ello; ahora que podría actuar en consecuencia, como Bartleby, preferiría no hacerlo.
Frente a las torpezas señaladas por el periodismo, el presidente insiste en que la diferencia entre un loco y un genio es el éxito. Milei eligió “La Balada para un loco” para su gala en el Teatro Colón. La letra de otra canción titulada, El Loco, le cabe mejor a este presidente abandónico; aquella que reza “soy víctima de un dios, frágil temperamental, que en vez de rezar por mí se fue a bailar a la disco del lugar”.