Las fechas “in-felices”, como las ha llamado la socióloga Elizabeth Jelin, movilizan la memoria colectiva. En los aniversarios (especialmente los “redondos”) el tiempo se convierte en escenario de una disputa por las interpretaciones y sentidos del pasado. Las memorias personales, e incluso íntimas, sobre el terror y la violencia son convocadas a la esfera pública para traer al presente ese pasado que no cesa. Pero ¿qué sucede cuando al dolor se suma el desquicio que produce la impunidad?
A pocas semanas de cumplirse el 30° aniversario del atentado a la AMIA, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó al Estado argentino por su responsabilidad en el ataque y su encubrimiento.
La sentencia, conseguida luego de años de lucha por parte de Memoria Activa, dictaminó que el Estado conocía la existencia de un riesgo real e inmediato sobre la comunidad judía argentina en 1994 y, no sólo no adoptó las medidas razonables para prevenir el atentado, sino que utilizó sus capacidades e instituciones para desviar la investigación judicial.
Párrafo tras párrafo, la CIDH describe las maniobras de encubrimiento, las mentiras y dilaciones que hacen que, después de 30 años, todavía no sepamos con claridad cómo se perpetró el atentado, ni quiénes son sus responsables. Repetimos una vez más: no sabemos cuáles son las pruebas que indican la responsabilidad de los funcionarios iraníes. No sabemos por qué el ex juez Galeano usó todos los recursos a su disposición para incriminar a la policía bonaerense. No sabemos a quiénes seguía la SIDE luego del atentado a la Embajada de Israel, ni dónde están los cientos de grabaciones telefónicas que sus funcionarios se jactaban de tener. Tampoco sabemos por qué hubo que esperar a 2016 para conocer la identidad de Augusto Daniel Jesús, la víctima 85, a pesar de que las muestras orgánicas estaban disponibles desde el momento inmediatamente posterior al atentado.

Pero nada de esto es nuevo. Al acercarse cada 18 de julio nos hacemos las mismas preguntas. Para esa fecha proliferan las versiones periodísticas, los informes de inteligencia y las campañas publicitarias complacientes. Las resoluciones judiciales salen de los cajones para dar una falsa sensación de actividad. Los discursos que recorren todo el espectro político buscan dar el tema por cerrado. Pero el tema no cierra.
Como parte de las reparaciones, la Corte Interamericana ordenó que el Estado debe realizar un acto público de reconocimiento de su responsabilidad internacional, producir un documental y crear un archivo histórico. En los tres casos debe dar a conocer las violaciones a los derechos humanos que se constatan en la sentencia (a la vida y a la integridad personal, al principio de igualdad y no discriminación, entre otros), así como el camino de justicia recorrido por las asociaciones de víctimas.
Resulta difícil imaginar que el gobierno de Milei, que ha desguazado las políticas de memoria y se dedica a rendir homenaje a Carlos Menem, pueda dar un cumplimiento real a estas medidas. Más bien se dibujan dos escenarios: primero, la victimización frente a lo que la ultraderecha vernácula considera (y puede viralizar rápidamente) como el ‘marxismo cultural’ de la Corte Interamericana. El mecanismo consiste en rechazar el fallo no por lo que dice, sino por quien supuestamente lo produce.
El segundo escenario involucra la manipulación del dolor y el miedo de la comunidad judía -incrementado después del 7 de octubre-, combinada con la disposición acomodaticia de su representación oficial. Este 18 de julio se puede esperar del gobierno cualquiera de las dos cosas.
Pero mientras tanto, podemos encarar una tarea ciudadana: la de pensar colectivamente cómo contar a las generaciones que vienen la demanda de justicia y el derrotero de la causa AMIA. La sentencia de la CIDH puede servir como puntapié para un trabajo de memoria largamente postergado. Un relato que nos cobije a todos los argentinos y argentinas, que denuncie a los responsables, y que pueda transmitir lo único que hasta ahora sabemos a ciencia cierta: cómo se urdió la impunidad. Ese pensamiento colectivo, que es una forma de memoria, resulta un ejercicio vital para una democracia que languidece.
* Doctora en ciencias sociales (UBA) e investigadora posdoctoral en la EIDAES-UNSAM.