Borges,la Biblia y el judaísmo

La cultura y el destino del pueblo judío no solo atrajeron a Borges por razones éticas y humanas sino también por motivos estéticos y literarios. Las ideas mismas sobre el libro, la escritura, la textualidad, la lectura, cierta sacralidad de lo verbal, reconocen en la herencia judía, si no el aporte único, una fuente irremplazable para la formación de las concepciones borgianas.
Por Mario Goloboff

Tal vez sea ya un lugar común afirmar que, para Borges, hay dos o tres libros (un modo moderno de llamar ese objeto) fundadores de toda literatura, de toda escritura, de toda práctica textual. Las mil y una noches, La Biblia, La Divina Comedia, los de Shakespeare. Esto es lo que parece llevar su adhesión al pensamiento judío, a la cultura judía. Como él lo sostuvo alguna vez, «lamentablemente no era judío», y en consecuencia habría que hablar de un pro-semitismo o de un filo judaísmo, es decir, de la adhesión a una cultura y a una tradición a las que no se pertenece por cuna, pero que, por diversas razones, se admiran, se estudian, se asimilan.

Tal vez sea también previo a toda consideración dilucidar de qué judaísmo hablaba Borges cuando hablaba de judaísmo, qué era para él «lo judío» que tanto elogiaba, de qué materia más o menos estructurada, más o menos plástica, decía haberse prendado en su largo y profundo tránsito por la cultura y el pensamiento universales, y en su elección del judaísmo como una de las cimas de los mismos.

Por algunas referencias muy precisas, extraídas de sus textos de ficción, de sus ensayos, y de notas y comentarios sobre otros autores, creo entender que uno de los rasgos fundamentales del judaísmo que admiraba, el rasgo fundamental del judaísmo que admiraba, era el de pertenecer al pueblo del Libro, un pueblo que funda su  constitución como tal, y que la mantiene, en torno a una ley y a una tradición escritas: “A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada” (“Del culto de los libros” en Otras inquisiciones).

De este hecho primordial se derivan otros que tienen mucho que ver con lo que hoy reconocemos como elementos característicos en el propio pensamiento borgiano: el valor de lo textual, lo estimable de la lectura como actividad, la importancia de la interpretación de la letra y de su espíritu, e infinitas proyecciones más a las que la literatura fantástica de Borges nos acostumbró: la letra fundadora, el mundo como libro, el universo de la biblioteca…

El judío es, por lo tanto, un hombre que lee, especialmente el Antiguo Testamento; un hombre que medita, especialmente, sobre esas lecturas, y para quien tales actividades representan una suprema dicha. Cuando el protagonista nazi del cuento Deutsches Requiem recuerda, antes de morir condenado, que le remitieron a su campo, desde Breslau, «al insigne poeta David Jerusalem», lo describe así: «Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad». Que es algo parecido a lo que dice Borges de alguien a quien mucho admiró: “Creo que el primer gran escritor que conocí fue Rafael Cansinos-Asséns. Lo conocí en Madrid. Era un escritor sevillano que se convirtió al judaísmo, cosa muy rara. Él iba a ser clérigo y luego colgó los hábitos y se hizo judío. Era un hombre del que uno tenía la impresión de que lo sabía todo y que lo había leído todo (…) Cansinos me pareció (…) como el símbolo de toda la civilización, occidental y oriental. (…) Me estimuló a las más amplias lecturas. En cuanto a la escritura, empecé a imitar su estilo. Él escribía frases largas y fluidas con un sabor poco español y fuertemente hebreo” (Autobiographical Essay).

El judío es pues y sobre todo un ser afecto a lo espiritual, alguien para quien el conocimiento y la sabiduría completan la felicidad en la tierra. A ello podría sumarse que muchas veces también escribe y, cuando lo hace, llega a algunas de las cumbres que autores amados por Borges alcanzaron: Baruch Spinoza, Heinrich Heine, Franz Kafka.

Otro aspecto no menos importante que Borges estimaba tiene que ver con el carácter (con el destino) extraterritorial del pueblo y la cultura judíos. Para Borges, esa cualidad de estar a la vez dentro y fuera de las culturas nacionales, en las que los judíos vivieron a lo largo de siglos, es la que les permite gozar de los contactos con un pensamiento universal y, simultáneamente, con uno nacional, y poder ser lúcidos y críticos respecto de ambos.

En aquella célebre conferencia dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores, conservada bajo el título de «El escritor argentino y la tradición», Borges sostenía que la cultura de los argentinos (y probablemente su identidad misma) debía compararse con la de los irlandeses y la de los judíos. (Es bueno recordar que dicha conferencia se pronunció en los ‘50, cuando el pensamiento estatal y político dominante era el de un nacionalismo a veces caricaturesco).

Contra lo que venía siendo la línea en la materia, al menos desde El payador, de Leopoldo Lugones, Borges afirma allí que la gauchesca no constituye nuestra tradición, sino que es un artificio literario más, con hallazgos verdaderamente importantes, pero, en definitiva, producto de señores escritores de la ciudad sobre lo que creían (y querían) que fueran nuestra campaña y sus habitantes. Borges pone como ejemplo al pueblo judío, para que los argentinos no solo podamos “hablar de orillas y estancias” sino también del universo. Y refuerza, con trabajada ironía: «…no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. (…) …creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiese negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo».                               

También por eso reivindica el carácter altamente argentino de los judíos. Y tiene el coraje de hacerlo fuera de una época de remanso liberal, en pleno nazismo (alemán y autóctono), tanto cuando escribe su «Definición del germanófilo» en la tapa de la revista El hogar (13 de diciembre de 1940), como cuando prologa el libro de Carlos M. Grünberg (titulado más que provocativamente Mester de Judería), poemas que, según el prologuista Borges, “declaran el honor y el dolor de ser judío en el perverso mundo increíble de 1940”: «Grünberg poeta es inconfundiblemente argentino. Lo anterior no quiere decir que trafique en nidos de cóndores o en ombúes ni que en su estrofa sea frecuente el general Rosas: melancólica imagen de la Patria. Quiere decir un vocabulario determinado, ciertas costumbres sintácticas y prosódicas, un modo explícito que no es el modo interjectivo, alarmado, de los poetas españoles de ayer y de hoy». Todo esto, luego de decir que «A pesar del patíbulo y de la horca, a pesar de la hoguera inquisitorial y del revólver nazi, a pesar de los crímenes que atesora una diligencia de siglos, el antisemitismo no se libra de ser ridículo. En Buenos Aires lo es todavía más que en Berlín. En Alemania, cuya lengua literaria se basa en la versión de textos hebreos que ha legado Lutero, Hitler no hace otra cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico. En cierta nota del admirable estudio Rosas y su tiempo, Ramos Mejía ha enumerado los apellidos principales de la época. Fuera de los de origen vasco, son todos de cepa judeoportuguesa: Pereyra, Ramos, Cueto, Sáenz Valiente, Acevedo, Piñero, Fragueiro, Vidal, Gómez, Pintos, Pacheco, Pereda, Rocha» (Prólogo a Mester de Judería, Buenos Aires, Editorial Argirópolis, 1940).

Éstos son para mí algunos de los temas esenciales que vinculan a Borges con la Biblia y el judaísmo. Otros, tienen más que ver con su temprano deslumbramiento intelectual (quizás, ya en su adolescencia ginebrina, frente a algunos compañeros judíos del Liceo, cuando leyó El golem, de Gustav Meyrink, o cuando descubrió a los expresionistas austríacos y alemanes o “judeo alemanes” o de “la degeneración judeo alemana”, como la calificó el nazismo) así como con su posterior utilización estética. Me refiero, no solo pero sí especialmente, a aquéllos relacionados con la doctrina de la Kábala, y que han sido vastamente explorados, urdidos y transformados luego por él en cuentos como “La muerte y la brújula”, “El Aleph”, “La escritura del Dios” o “El milagro secreto” (entre otros), en poemas, en textos diversos, y hasta en procedimientos anagramáticos y onomásticos de los que está abundantemente poblada su obra. No obstante, me parecen menos sustantivos como vinculación, aunque no hay en ello una huella de reproche, ya que, para un escritor, el valor estético de una tradición no es menor que, para otras personas, su valor social o antropológico.

La cultura y el destino del pueblo judío no solo atrajeron a Borges por razones éticas y humanas sino también por motivos estéticos y literarios. Es sabido que siempre supo servirse de los conocimientos para transformarlos en textos imaginativos, y muchos elementos de la cultura judía suscitaron en él ricas lucubraciones y numerosos y originales textos en los que, a partir de aquellas nociones, se crean ficciones intensas, inigualables.

Las ideas mismas sobre el libro, la escritura, la textualidad, la lectura, cierta sacralidad de lo verbal, reconocen en la herencia judía, si no el aporte único, una fuente irremplazable para la formación de las concepciones borgianas. Su sorprendente vocación lingüística se confunde así con la de una cultura que ha conferido a la palabra el origen del universo, y a la letra su fundamento, y hasta parece lógico y casi necesario, a la luz de toda la obra ya cumplida de Borges, que exista una tan estrecha relación entre “el hombre del libro” del siglo XX y el inmemorial pueblo de la Escritura.