Desde los asesinatos de Fuad Shukr en Dahieh (al sur de Beirut) y de Ismail Hanieh (en Teherán), una extrañísima espera permanece en el aire, en el mundo en general y en Israel en particular. Como explicamos en un artículo anterior en Nueva Sion, es difícil enumerar los distintos factores que llevaron a Netanyahu a tomar la decisión de subir el riesgo de forma sustancial frente a sus enemigos a pesar de una posibilidad cierta de una escalada hacia una guerra regional, aunque sabemos que la intención debe incluir, necesariamente, transmitir un mensaje fuerte que enfatice la capacidad y la predisposición israelí de lanzar un ataque que llegue incluso a los lugares considerados más seguros y fuera de límites. La capacidad de disuasión (definida, como lo hace el Instituto RAND, como “convencer al atacante potencial de que el cálculo de costo-beneficio de la agresión es desfavorable”) se desvanece si la amenaza de atacar es reiterada muchas veces sin una acción real. El problema actual de la tensión iraní-israelí es que las actividades disuasivas de una parte despiertan la necesidad de reforzar la disuasión de la otra.
Más allá del cálculo detrás de la decisión de avanzar con los asesinatos, experimentamos ahora una de las múltiples consecuencias del nuevo escenario -en muchos aspectos, terreno sin transitar- que creó el 7 de octubre. Hasta ese momento, los vínculos entre las diferentes partes con hostilidad entre sí se manejaban con cierta regularidad, formando así una dinámica de expectativas. Frente a la masacre brutal de Hamas ese día y el inicio de la actual guerra en Gaza, es imposible sostener expectativas, o podríamos también afirmar que estas cambian todo el tiempo. La lógica cíclica es reemplazada por un aparente deterioro hacia la conflagración. Los motivos son varios: en primer lugar, porque Israel entendió este ataque como una consecuencia -directa o indirecta- de la creciente presencia iraní en la región; en segundo lugar, porque desde el comienzo de la guerra hubo y hay especulación sobre el ingreso completo y oficial de Hezbollah, extensión mucho más clara de la estrategia regional iraní desde el Líbano, en la guerra; y en tercer lugar, porque sabemos que el 7 de octubre, Hamas se acercó a Hezbollah en términos operativos. Una invasión terrestre masiva con graves consecuencias a la población civil parece salido de las planificaciones que sabemos que tiene Hezbollah con respecto al futuro del conflicto: no es casualidad que analistas afirman que Hezbollah es el modelo a imitar de Sinwar, el arquitecto de la masacre del 7 de octubre, y el nuevo jefe político de Hamas que entra en reemplazo de Hanieh. En el libro de las tensiones regionales, un nuevo capítulo se abrió en abril, cuando por primera vez Irán atacó directamente Israel. El posterior parece estar escribiéndose en estos días.

A pesar de estar en territorios insólitos del conflicto, podemos encontrar consuelo en saber que, de acuerdo a sus acciones recientes, ni Irán ni Israel quieren una guerra regional. Israel no puede darse el lujo de abrir nuevos frentes de batalla y aumentar su dependencia en un gobierno estadounidense ya cansado del aventurerismo de Bibi. Irán sabe también que su fuerza aérea no puede competir con la tecnología israelí, y que su posición dominante en Siria y el Líbano podría resultar perjudicada si inicia una guerra antes de estar preparado para ganarla. Esta era la lógica detrás de la política de “paciencia estratégica” ejercida por Irán hacia Israel. Tampoco quiere una guerra Hezbollah, que sabe de su impopularidad en el Líbano entre la población no shiita y entiende las consecuencias desastrosas que una guerra con Israel podría tener sobre el país ya deteriorado política y económicamente durante los últimos años. A Hamas obviamente sí podría servirle una guerra para aliviar sus reveses militares en Gaza y aislar más a Israel en la arena internacional. Posiblemente los houthíes en Yemen son el único otro miembro del “Eje de la Resistencia” (de acuerdo a la terminología iraní) que podría estar interesado por una escalada regional, deseosos de aumentar su protagonismo en el orden internacional y aparentemente más afectados por el dogmatismo doctrinario que sus aliados.
El cálculo entonces parece ser el siguiente: tanto Irán como Hezbollah consideran que necesitan -como reafirmación de su capacidad de disuasión- responder a lo que perciben como agresión israelí. Esa respuesta, cuya espera actual sin duda es parte de la estrategia, debe ser lo suficientemente fuerte como para transmitir un mensaje que, según la “economía de las represalias”, exprese en el caso iraní que la ofensa esta vez fue más grave que en el ataque de Damasco de abril, que llevó a la respuesta anterior. Este mensaje aplica tanto para aliados -que necesitan ver a Irán como el más fuerte del bloque- como para su propia sociedad, donde Masoud Pezeshkian, el nuevo presidente aliado de conocidos reformistas (como Mohamad Javad Zarif, el ex canciller persa, quien lideró su campaña y es ahora Vicepresidente para Asuntos Estratégicos) no puede darse el lujo de mostrarse débil ante sectores de línea dura que especulan sobre su capacidad de llevar las riendas del país. Pero este ataque no tan débil tampoco puede ser tan fuerte: la consecuencia, si llegase a serlo, sería de empujar a Irán a una guerra regional con potenciales consecuencias desastrosas.
Si estas estimaciones son correctas, los principales riesgos de una guerra regional llegan por dos lados: el primero es que la respuesta iraní sea entendida como el disparador para la necesidad israelí de reafirmar su capacidad disuasiva y se produzca así una espiral difícil de controlar. Esto se da porque ninguna de las dos partes controla todas las cartas sobre la mesa, ni puede confiar en lo que el otro dice sobre sus intenciones. Para evitar esto, es clave esperar a ver cuál es la dimensión y cuáles son las consecuencias del ataque. En esto sin dudas se enfocan los canales indirectos de comunicación entre ambos países, y particularmente la mediación estadounidense. El truco está, como detallamos en la nota ya citada sobre los sucesos de abril, en encontrar un escenario donde ambas partes puedan declararse victoriosas y que permita también desescalar. El segundo factor de preocupación es que pueden suceder errores: si Irán apunta a un ataque reservado a una base militar, pero llega a afectar población civil, nos podemos encontrar ante un escenario totalmente diferente y más difícil de manejar.
En base a estas consideraciones, no es momento de lamentar el estallido de una vaticinada guerra regional, aunque todavía es temprano para suponer que una escalada está totalmente fuera de las posibilidades. Sea cual sea el camino que tome la región, la respuesta iraní sentará el tono para la dinámica de las próximas semanas o meses.