Hace más de tres semanas, Israel espera tensamente la respuesta iraní y de Hezbollah a los asesinatos de Ismail Haniyeh y de Fuad Shukr. Las expectativas y los análisis cambian todos los días en la especulación sobre la respuesta, pero sea cual sea y cuando sea que transcurra, llevará consigo un riesgo aumentado de disparar otra guerra por encima de la que ya ocurre en Gaza. A Israel no le quedaba otra opción el 7 de octubre más que combatir a Hamas, pero el primer ministro Netanyahu se equivocó al definir las expectativas sobre cómo debía terminar la lucha. Si Israel llegara a librar una guerra contra Hezbollah en el norte -que será más intensa que la que hay actualmente, incluso si ambas partes fingen que no- necesitará definir la victoria de una forma menos nebulosa y más alcanzable. De otra manera, se arriesgará a abrir otro conflicto activo sin final a la vista, que es hacia donde ha evolucionado la guerra en Gaza, dejando a Israel siempre al borde de una supuesta victoria que nunca se materializa del todo.
Netanyahu viene hablando durante meses sobre la “victoria total” en Gaza pero, en los hechos, ese objetivo se viene moviendo. Fuera de la recuperación de los rehenes bajo cautiverio de Hamas, las definiciones iniciales israelíes de una victoria militar eran destruir por completo la gobernabilidad de Hamas, destruir su capacidad militar y poner fin a su capacidad de amenazar la seguridad de Israel. A medida que la guerra se acerca a su aniversario el 7 de octubre, se acumulan los obstáculos para llegar a la meta. No es por falta de voluntad de Israel o por deficiencias en la capacidad militar de las FDI, sino porque el objetivo en sí mismo creó las condiciones para el fracaso. Remover a Hamas del gobierno y desgastar, si no destruir del todo, su capacidad de operar como un ejército -en vez de operar como células terroristas desconectadas- ha sido logrado, pero destruir la totalidad de su capacidad militar es una tarea mucho mayor. Eliminar su capacidad de amenazar a Israel, en cierta forma, es un objetivo que no es más alcanzable de manera absoluta que terminar con todo el delito o lograr la pobreza cero: la pregunta no es si se puede lograr a la perfección, sino cuál es el umbral de amenaza aceptable.

Hace un año, el asesinato de Haniyeh habría significado una ráfaga de al menos un día completo de miles de cohetes dirigidos hacia el centro de Israel. Lo que vimos en la realidad fue una respuesta exigua por parte de Hamas, que apenas se hizo notar. La respuesta a las dudas sobre si Hamas todavía tiene capacidad militar y si puede todavía amenazar la seguridad de Israel es “sí” en un sentido binario, pero cercana a “no” en sentido funcional. Existe un universo alternativo en el que Israel podría declarar su misión cumplida y confirmar que todavía buscará asesinar o capturar a Yahya Sinwar, pero al mismo tiempo afirmar legítimamente que ha cumplido sus objetivos militares en su respuesta al 7 de octubre. Esto liberaría también espacio para firmar un acuerdo de cese al fuego que pondría fin a la tortura, al sufrimiento y a la muerte de los rehenes. Ayudaría también a combatir contra la narrativa de que Israel se encuentra a la deriva, incapaz de ganar o superar el trauma del último año. Las razones por las que esto no ocurrió comienzan y terminan con Netanyahu y con los intereses políticos autodefinidos de la coalición de gobierno, pero emanan de la definición de estándares iniciales que no pueden ser cumplidos. Netanyahu ha creado una serie de expectativas que están llevando a todos a una guerra interminable e imposible de ganar, incluso teniendo a disposición un camino alternativo.
Es esencial evitar este error autoinfligido para la próxima guerra que puede estar acercándose. Caer en la misma trampa contra Hezbollah es todavía más peligroso, dado el tamaño del territorio libanés, el afianzamiento de Hezbollah en su país, su mayor tamaño y sus mayores capacidades, la cantidad de recursos que requeriría una campaña sostenida y la capacidad de Hezbollah de destruir infraestructura israelí. La guerra interminable contra Hamas es desgastante, y ha significado un costo alto para la sociedad, el ejército y la economía israelí. Pero cualquiera que haya estado en Israel durante los últimos meses puede ver que partes importantes del país ya se sienten como si estuviesen funcionando con normalidad, incluso con las dudas terribles sobre los rehenes y su futuro siempre presentes. Una guerra interminable con Hezbollah sería infinitamente más dañina, y la capacidad israelí de sostener esta guerra sobre las mismas líneas que viene sosteniendo la de Gaza no es tan clara.
Netanyahu no puede cometer el mismo error que cometió con Hamas, incluso si no lo ve como un error o si, ya cuando lo enunció por primera vez, ya tenía conciencia de lo que estaba haciendo. Definir metas alcanzables que permitan una declaración razonable de victoria por parte de Israel cuando esté preparado para hacerlo es la mejor forma de evitar quedarse sin una estrategia de salida. Israel no va a destruir a Hezbollah: afirmar lo contrario sería un delirio. Eliminar todos sus depósitos de cohetes y misiles requeriría años y docenas de miles de tropas en el terreno. Acabar con su capacidad de amenazar a Israel no ocurrirá si no se produce una invasión completa del Líbano y la ocupación de Beirut. Las metas deberían estar enfocadas en las amenazas más próximas, que son desplazar a los combatientes de la Fuerza Radwan (la unidad de asalto de Hezbollah, entrenada para infiltrarse en territorio israelí) a 10 kilómetros al norte de la frontera para evitar una infiltración a gran escala y poner fin al lanzamiento de cohetes hacia las comunidades del norte israelí, aunque lo último esté más sujeto a la posibilidad de un cese al fuego en Gaza que a cualquier otra cosa. Incluso si ganan la pulseada los oficiales de las FDI que quieren aprovechar esta oportunidad para infligir mayor daño a Hezbollah y volver al statu quo anterior al 7 de octubre, las metas deben ser alcanzables y definidas de forma clara. Las afirmaciones grandilocuentes y planteos nebulosos no fortalecen la posición israelí. Tan sólo inclinan el campo de juego a favor del otro bando, creando un ambiente en el que casi cualquier resultado puede ser retratado como una victoria heroica de los débiles contra el poderoso agresor israelí.
En un mundo perfecto, la creciente presencia militar estadounidense en la región y los esfuerzos diplomáticos incansables coordinados por el gobierno de Biden y que incluyen una campaña de presión europea y regional sobre Irán lograrían cancelar cualquier respuesta fuera de alguna acción militar simbólica por parte de Irán y de Hezbollah contra Israel. En el mundo imperfecto en el que vivimos, parece más sabio apostar por la violencia continua y escalada. Si eso ocurriera, convendría que el gobierno israelí fuese definiendo de antemano qué es lo que realmente quiere y qué es lo que puede lograr, y que definiese las expectativas públicas de forma acorde. De otra forma, enredará a Israel en otra situación en la que puede ya haber ganado, pero es incapaz de declararse victorioso.