Judío-antisemita
Hay un capítulo de los Simpson en que Krusty el payaso descubre que no ha hecho su Bar Mitzvá y que, en consecuencia, no es «realmente judío». Frente a eso su reacción es decir algo más o menos como: «y yo que creía ser un payaso judío y en realidad no soy más que un vulgar antisemita».
La verdad es que, yendo un poco más allá del chiste mismo (que es brillante), podemos encontrar en él un motivo para una reflexionar sobre una discusión que, a esta altura, sabemos interminable.
Básicamente podríamos plantearlo en tres preguntas y en un epílogo. Las preguntas son: 1) ¿qué es el antisemitismo?, 2) ¿quién es el objeto de ese antisemitismo? y, quizás la más difícil de responder por su eventual carácter paradojal, 3) ¿quién es antisemita? El epílogo, como corresponde, lo dejo para el final.
1) ¿Qué es el antisemitismo? En primer lugar, creo necesario aclarar que, en mi opinión, todas las discusiones alrededor de la etimología de la palabra antisemita y la especificidad en su referencia al odio contra lo judío resultan ya insostenibles en función del uso mismo. No niego la pertinencia o la precisión de otros términos, particularmente el de judeofobia, pero la verdad es que en la práctica el término “antisemitismo” resulta irreemplazable y se refiere a una realidad objetiva, extendida en el tiempo y peligrosa. A saber:
2) El objeto del odio antisemita es, claramente y sin discusión, lo judío, no lo “semita” (es en vano sostener el argumento negacionista de que un árabe no puede ser antisemita porque él mismo es semita).
Ahora bien, como decíamos, quizás la más difícil de las cuestiones: 3) ¿quién es un antisemita? y aquí me parece importante subrayar algo que el episodio de Krusty revela por transparencia: sin hacer nada, cualquier persona puede convertirse en antisemita. El absurdo en el ejemplo, es que el payaso pasa de un extremo al otro, pero la situación en realidad revela que hay allí un camino lleno de paradojas, cuya esencia es la raíz del antisemitismo y también su fortaleza.
Y para que se entienda a qué me refiero cuando hablo de paradojas, antes de continuar me gustaría traer a colación un par de testimonios producidos en las postrimerías del siete de octubre. El primero es un texto de Ariana Harwicz, quien señalaba lo disonante que resulta tener que disimular la judeidad en un momento del mundo en que se militan las identidades diversas. Es decir, cualquier identidad minoritaria gana espacio y visibilidad en la sociedad contemporánea, mientras que la identidad judía (la minoría por antonomasia) es repudiada e invitada al silencio (https://www.infobae.com/leamos/2023/10/18/hay-voyerismo-con-los-judios-en-pijama-rayado-detras-de-un-alambre-de-pua-pero-desprecio-activo-por-el-judio-vivo/?s=08).
El segundo es uno de Martín Kohan, a mí parecer el escritor argentino vivo más importante, quien escribió: «tuve un compañero de trabajo que me quería, y al que yo quería también. A veces me decía que él no me consideraba judío. Entendí que lo precisaba para poder quererme como me quería, y que un núcleo oscuro de odio habitaba impensadamente el afecto que me tenía» (https://www.perfil.com/noticias/amp/columnistas/en-estos-dias.phtml).
Yuxtaposiciones y paradojas: el judaísmo, los judíos y la realidad simplificada del antisemitismo
Pero volviendo al presente post-siete de octubre, ¿cómo se explica que la realidad concreta sea tan volátil y que quienes hasta ese momento se mostraban indiferentes o incluso admiraban rasgos (más o menos estereotipados, por supuesto) en una cultura milenaria, tales como la memoria, las costumbres o la solidaridad cohesiva, de pronto encuentren razonable odiarla visceralmente por otros motivos (más o menos estereotipados, nuevamente)? Es más: en algunos casos, incluso, no son otros motivos: son los mismos rasgos a los que se les invierte la carga, volviendo negativo y repudiable lo que antes era positivo y admirable.
En principio, la explicación es, perdón la insistencia, paradójica y, para ejemplificarlo, esta vez quisiera proponer un pequeño experimento teórico, que creo que podría ayudar a elucidarla: la experiencia podría llamarse «el judío de Schrödinger».
En 1935, Erwin Schrödinger formuló uno de los desafíos teóricos más famosos en la historia de la ciencia moderna: propuso una situación hipotética en la que un gato era encerrado en una caja opaca y hermética que contenía un mecanismo que, ante cierto estímulo, podría liberar un veneno mortal para el gato. Según Schrödinger, transcurrido un lapso de tiempo determinado, y mientras no se abriera la caja, el gato estaría hipotéticamente vivo y muerto al mismo tiempo. Finalmente, si la caja fuera abierta, se considera que la realidad es modificada por la intervención del observador. Creo que con esta explicación resumida alcanza para sostener mi punto de vista sobre la naturaleza del antisemitismo. Si cambiamos al gato por un judío, podemos sacar conclusiones muy relevantes para dar respuestas a las preguntas que planteamos al comenzar.
En efecto, emulando el famoso experimento, podemos hipotetizar que el judaísmo es una superposición de estados que son imaginados por un observador que no puede comprobarlos, básicamente porque son parte de un imaginario múltiple, opaco, imposible de analizar en su totalidad: el judío sujeto de la observación es tolerado y repudiado al mismo tiempo y sin importar realmente quién es o la evidencia que pudiera contradecir esos juicios.

Adicionalmente, supone una comprobación sobre el acto de mirar que, en sí mismo, modifica la realidad. Es decir, no importa la observación del judío real, sino la superposición de rasgos que subsisten en la proyección del observador. En otras palabras, lo que quiero decir es que el antisemitismo no está en el judaísmo del sujeto observado. Por el contrario, pienso que surge del propio observador, de la mirada del observador más precisamente, que proyecta una sombra “judaizante” sobre el sujeto.
Una diferencia respecto del experimento original es que, en el caso de reemplazar al gato por un judío, y en el hipotético caso de que se tuviera un interés humanista real, se podría interrogar al propio objeto del estudio, es decir, al judío. Y no solo eso, el propio judío, sin ser consultado, podría dar su parecer respecto a la mirada que pesa sobre él y la reducción ad-absurdum de su entera humanidad exclusivamente a uno de sus rasgos (su judaísmo). En fin, que, si se lo considera con detenimiento, cuando hable ese sujeto, podría percibirse su cansancio, su desazón por tener que reformular sus relaciones sociales de manera permanente, orientadas por el odio que existe en la mirada del hipotético observador.
Permutaciones, excusas y más paradojas
Hace un año un ataque masivo, salvaje, injustificable, ensañado contra judíos (si alguien necesita respaldo para superponer las escenas del siete de octubre con las imágenes del pogrom clásico, puede consultar los poemas “En la ciudad de la matanza” y “En la ciudad del exterminio” de J. N. Bialik sobre Kishinev) ha propiciado el resurgimiento orgulloso de una vergüenza de la humanidad: la reivindicación del antisemitismo que, nada original, se disfraza bajo otros argumentos. Después de la primera guerra mundial la explicación predominante fue un supuesto apatridismo quintacolumnista. Hoy es todo lo contrario: un presunto nacionalismo supremacista. Ambas son mentiras obscenas, por supuesto, porque ambas masifican para deshumanizar. El argumento de que Israel y, en realidad, “los judíos se han convertido en lo que alguna vez odiaron” es básicamente una demostración insolente y neurótica de antisemitismo. Buscan, mediante una falacia que no resiste ni el mínimo análisis serio, la deslegitimación del Estado de Israel (de su existencia) y, a través suyo, la impugnación de un eje central de la vida judía del último siglo.
En este punto cabe introducir, y de nuevo perdón por la insistencia, otra paradoja: casi siempre que el judío observado señala que está siendo víctima de antisemitismo, se lo acusa de victimizarse en función, justamente, de que en el pasado fue víctima. Es decir, le es negada su condición presente de discriminado, argumentando su condición pasada de discriminado que, colateralmente, es puesta en duda en la misma operación. Volviendo a Schrödinger: el judío es y no es víctima de antisemitismo, pero, sobre todo, no es él quien pueda decidirlo. Sobre ese argumento se montan discursos conspiranoicos que giran en torno a un supuesto autoataque o, incluso, la sospecha de que nada de eso realmente sucedió y de que todo es una campaña publicitaria (https://www.infobae.com/america/mundo/2024/07/03/roger-waters-lanzo-nuevos-comentarios-antisemitas-y-tuvo-un-extrano-comportamiento-durante-una-entrevista-roger-calmate/).
Este año espantoso, de retroceso indecoroso en todos los frentes, hemos visto una increíble cantidad de manifestaciones que abarcan el espectro de lo antisemita (que, repito, es el odio y la deshumanización dirigidos explícita y exclusivamente hacia los judíos). Incluso hemos visto en las redes discusiones sobre si confundir el estado de Israel, con mayoría de población de religión judía, con «los judíos» era o no era antisemita y si les correspondía a los judíos señalar el problema.
Ya que hablábamos de experimentos científicos, recordemos que la ciencia también actúa realizando permutaciones. Entonces, permutemos algunos nombres: ¿alguna vez alguien se pregunta por la religión de los rusos y de los ucranianos que se masacran entre sí? ¿alguien deslegitima la existencia de estos Estados? Porque, convengamos, la región no se caracteriza por su estabilidad política y geográfica a lo largo de la historia. Sin embargo, nadie reclama el borramiento de ninguna de las naciones. ¿No será que parte del progresismo, finalmente, puede verse en el espejo y descubrir que no escapa a la lógica maniquea del mundo actual? ¿No será, Freud mediante, que dolorosa e inconfesablemente muchos progresistas no soportan descubrir hasta qué punto han quedado entrampados y, en definitiva, se identifican mucho más de lo que pensaban con la derecha más retrógrada de la que siempre abominaron? Porque lo que está pasando desde el siete de octubre es, exactamente, eso: repiten consignas del antisemitismo tradicional con una liviandad que, al menos a mí, me resulta pasmosa. Usan, como si nada, argumentos más básicos que los de Hugo Wast y se siente tan conformes con su conciencia comprometida que dan vergüenza ajena.
El conflicto entre Israel y Hamás, a esta altura, es un telón de fondo ridículo, sobre el cual se proyecta otro drama que amenaza con crecer y ser tan trágico como aquel: que el mundo mire, una vez más, con cierta complacencia y con cierta autosuficiencia, cómo recomienza un ciclo de violencia (¿de exterminio?) sobre la población judía. Y cuando digo violencia (¿exterminio?) no me refiero a asesinatos necesariamente, me refiero a acciones de naturaleza diversa que obliguen a sujetos de origen judío a vivir más o menos oprimidos en sus realidades cotidianas, tal y como venimos viendo que sucede, por ejemplo, en espacios universitarios de diferentes lugares del mundo.
Todo esto supone un factor que, de algún modo, resulta descriptible aunque conserva un núcleo de impredecibilidad. Todo puede cambiar de un momento al otro y eso es lo angustiante. Al introducir la noción de campo, Pierre Bourdieu insiste en que la historicidad de cada subcampo es indispensable para comprender lo que él caracteriza como una relativa autonomía: el antisemitismo, historiable, relativamente autónomo, se ha constituido en un subcampo donde virtualmente es posible acumular diferentes formas de capital (o, lo que es igual, de poder).
Una última paradoja: Para la derecha un judío siempre ha sido un judío. Para la izquierda un judío siempre ha sido un judío (y, cada vez más, el judío de la izquierda se parece al judío de la derecha). Sin embargo, para un judío, otro judío o no es lo suficientemente judío o, por el contrario, es demasiado judío: la diferencia entre ser un payaso judío y un vulgar antisemita es la misma que media entre tener un amigo judío y “tener un amigo judío”.
Epílogo
Aclaración necesaria: ningún gato resultó dañado en el experimento de Schrödinger, que fue planteado solamente como un ejercicio teórico.
Aclaración necesaria número dos: muchos judíos han resultado dañados y muertos porque el antisemitismo no es un ejercicio teórico.
Por el contrario, el antisemitismo es un gran experimento histórico de la humanidad que ha servido (y que, evidentemente, sirve) para canalizar un odio que de otro modo sería inmanejable, que se escuda en un sistema de paradojas que causan confusión y que alimenta el conformismo narcisista y bien pensante característico de las redes sociales. Cuando publiqué una versión de este texto poco después del siete de octubre, un “intelectual comprometido” me dejó este mensaje en mi muro de Facebook: “Podemos hablar horas, como alguna vez lo hice con el gran Aguinis (mejor escritor que el que mencionas, por lejos). Nada justifica lo que hacen los judíos en Gaza. Menos, en Palestina”. A confesión de parte, relevo de pruebas, diría Schröedinger.