El duro pan de Juan Gelman

A diez años de su fallecimiento recordamos al poeta Juan Gelman, cuya obra resalta por un alto contenido humanístico realzado por su atenta lectura de otros autores y por la recreación de otros modos de decir y de escribir; por su búsqueda incesante de nuevas formas; por el progreso en la captación de un lenguaje propio; por su incomodidad con el éxito, y por el abandono de toda receta y de toda retórica para asegurarlo.
Por Mario Goloboff

Este año se cumplieron diez desde el fallecimiento de nuestro poeta mayor, Juan Gelman, en México. Autor de una gran obra, fue, como escribí en su momento, “enorme poeta, humilde y grande como pocos, tierno y humano como pocos, cambió la lengua argentina y la hizo más permeable al amor, a la hondura, al duelo, a la tristeza, a la bronca y a la rebeldía. Va a quedar aquí, y con el tiempo seguirá creciendo, en otros ámbitos y espacios, en otros tiempos, a medida que nuevas generaciones aprendan y atesoren su lenguaje, que ha sido el de la vida”.

Pero “una gran obra” representa siempre una serie casi infinita de coordenadas que se han ido urdiendo a lo largo del tiempo hasta forjarla. Así como de numerosos azares (que no por ello dejan de ser causales), hechos de la vida, provocados, imprevistos, que confluyen en ella. Sin desconocer, claro está, el papel que en la misma juegan el talento, las elecciones, los trabajos, los estudios, las fatigas, los destinos de su autor.

 También, aunque no haga más que iluminarnos, una gran obra es, sin duda, un misterio, una oscuridad, un enigma. El enigma de su constitución, de su plasmación, de su producción, en la cabeza, en la trayectoria, de una sola persona. Porque, acaso, esa persona, como escritor, sea nada más (y nada menos) que la síntesis de aquellas fuerzas, de otras obras y de otros textos.

En el caso de Juan Gelman, el alto contenido humanístico de su trabajo poético se realza por la existencia de factores que deberían ser primordiales en toda elaboración artística y literaria: la atenta lectura de otros autores de la lengua y de otras lenguas y la recreación de otros modos de decir y, sobre todo, de escribir; la búsqueda incesante de nuevas formas; el progreso en la captación de un lenguaje propio, cada vez más original, cada vez más único; la incomodidad con el éxito, y el abandono de toda receta y de toda retórica para asegurarlo.

De estos múltiples aspectos de una obra compleja (y de muchos otros que seguramente faltarían mencionar aquí), es sobre aquel primero y central que prefiero detenerme: el de la lectura y la recreación de otros autores, y de otros modos de decir y de escribir. Desde los tiempos del grupo “El pan duro” (que integraron con él, entre otros, excelentes poetas como Juana Bignozzi, Rosario Mase, Héctor Negro), desde Violín y otras cuestiones (1956) y El juego en que andamos (1959), desde Velorio del solo (1961) y Gotán (1962), una poesía de modulación intimista, sumada a lo que en otras épocas daba en llamarse “realismo crítico”, y en la que se reconoce (y él mismo reconoce) una fuerte presencia del gran poeta peruano César Vallejo, Juan Gelman fue afirmando su voz en el intercambio con otras culturas y con otros textos.

Esta poética se afianza y se modula consistentemente a lo largo del tiempo, ya en las apócrifas traducciones de Cólera buey (1971) (“Traducciones I. Los poemas de John Wendell” (1965-68), “Traducciones II. Los poemas de Yamanokuchi Ando” (1968)) o en las Traducciones III. Los poemas de Sidney West (1969) (falsa evocación de la antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters), ya en el diálogo con los textos, provocado, urdido, enriquecido, finalmente y siempre ficticio, de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús, los grandes místicos españoles (amén de otros místicos, como los alemanes -Eckhardt, Hildegarde de Bingen- u holandeses) y, como él declara, “con los autores de tangos que son verdaderos místicos argentinos”. Ya, también, en los textos que va publicando a partir de 1979, dedicados al tema de la represión dictatorial, los asesinados y “desaparecidos”, especialmente “Notas” y “Carta abierta” (En Si dulcemente (1980), Citas y comentarios (1982), La junta luz (1985), Carta a mi madre (1989)). Sus últimos libros (Valer la pena, País que fue será, Mundar) ahondan en una poesía más abstracta y conceptual, donde la figura del poeta va tornándose transparente, atravesada, casi sin rozarla, por la luz; verso en el cual se es hablado o se es escrito: “Al fondo, / el ser que es haber sido lee / lo que el tiempo escribió”.  

Esta enorme tarea literaria parece perseguir la conjunción de valores de otras culturas con la nuestra o, mejor, una re-culturación muy latinoamericana y argentina de expresiones culturales externas, y una lengua que combine (como el habla argentina) la mezcla de lenguajes, sus “impurezas” (lo a-gramatical, lo a-morfológico, lo impuntuado, el desorden), propias de sociedades cosmopolitas, así como la impureza, la transgresión de los géneros: “…pertenezco a la gran patria de la lengua castellana -declaró hace tiempo-, a su visión, su sonido, sus silencios, sus continentes y sus islas, sus maneras de estallar en el odio y el amor. Todos nosotros somos hablados por esa lengua, y lo extraordinario es que otras lenguas, las lenguas del exilio, desembocan en el gran río del idioma de los argentinos, ensanchándolo, sumándole camalotes que descienden del Po, del Dniéper, o del Vístula, cambiando el color de sus aguas con limos que la lengua arrastra y deposita en la profundidad de su aventura, una aventura que nunca acabará”.

Esta es su propia y personal experiencia de las lenguas (que, naturalmente, conforma su idea del habla poética y, asimismo, su concepción de la poesía como la más alta síntesis espiritual de múltiples voces y orígenes), experiencia que le viene de la infancia y de toda su vida. Las primeras palabras que oyó fueron en ruso. Lo hablaban sus padres, y también sus hermanos mayores. En la casa se hablaba igualmente el idish, y la madre le hablaba en idish a él y a sus hermanos. Los primeros versos que escuchó en su vida fueron nada menos que de Pushkin, recitados por su hermano más grande, Boris, y siempre pudo recordarlos y repetirlos. Y a todo ello fue sumando el inglés, el francés, el italiano, el portugués, otras “lenguas del exilio”. No es raro que, desde esa privilegiada plataforma de las lenguas, un poeta como Gelman elaborara artísticamente la suya con tales perspectivas, con tales horizontes.

Otro aspecto que debería verse, entonces, en su obra, es el que tiene que ver con lo inconsciente en la lengua que se habla y en la que se escribe. Hasta qué punto las lenguas oídas en la infancia y, en algunos casos, habladas en la infancia, crean un fondo que sustenta el español en el que hablamos y escribimos. Restos inconscientes de lenguas que escribirían, en la nuestra, otro lenguaje, en otra dimensión, tal vez en los segmentos vocálicos, tal vez en elementos de la lengua que no conocemos o no advertimos, que no están expuestos ni expresados, que operan ajenos a nuestra voluntad, pero que casi seguramente están actuantes y presentes en la escritura.

A la vez, Gelman buscó en los antecedentes de nuestro idioma (quizás, desde aquellos poemas del heterónimo Don Pero, que escribe en español arcaizante) las más auténticas versiones del español perdido, no solo el del siglo XVI sino más allá, en la poesía judeo-sefaradí, donde, como afirma, se encuentra con “ese castellano en estado naciente” y “estas palabras conservan un candor como intocado, o tal vez nos parece ahora después de tantos siglos”.

A diferencia de la otra, esta búsqueda es absolutamente consciente: se trata de un rastreo en las raíces de su idioma, y de una construcción hecha a partir de las fuentes de la poesía (preponderantemente, pero no solo, en nuestra lengua), para elaborar con ellas una voz que las reúna, las resuma, las continúe. Hablando sobre versos que él escribió, basados en un famoso poema de Yehuda Halevi, que en realidad era ya una adaptación de un poema de amor árabe, expresaba (en el Cuarto Encuentro de Escritores Judíos Latinoamericanos, celebrado en Buenos Aires del 9 al 12 de agosto de 1992, en una Mesa que tuve el placer de coordinar): “A veces tengo un sueño maravilloso: que alguien vuelva a partir de este poema mío, que prolonga una escritura de hace nueve siglos que es eco de otra de tres siglos antes. Porque la poesía es infinita y es dado sentir su infinitud, por la que hombres y nombres pasan con la fugacidad de un leve resplandor, sellados por el deseo de alimentarla y alimentarse de ella”.

Es mediante esta verdadera experiencia de lenguajes, argentina y latinoamericana (ya que, en su opinión, “en América latina estamos, desde el punto de vista de la lengua, en una situación pre-siglo de Oro en España, cuando se cerraron todos los caminos”); es en el seno de dicha experiencia donde se elabora una poesía que surge de la sensibilidad ante el mundo, de los deseos de transformarlo en beneficio de las mayorías siempre postergadas y humilladas, y que parejamente surge de aquella lectura generosa de la literatura universal.

Así también su trabajo necesitó ir haciéndose cada vez más consciente de la lucha en, con y contra la lengua: fue contra los signos de puntuación, contra la ortografía, contra la gramática, contra el léxico, incorporó arcaísmos, criollismos, barbarismos, contra ese lenguaje que es cuna y es cárcel para el poeta, y sin cuya desconstrucción y reconstrucción no puede alzarse la obra. Sostenía Maurice Blanchot: “Escribir es, sobre todo, querer destruir el templo, antes de construirlo”.

Además, la introducción de cuestiones insólitas, paradójicas, entre las supuestas afirmaciones de los hablantes líricos; la ironía, así como los finales de poemas imprevistos o aquéllos que no son más que aperturas hacia otras interpelaciones, generan un lirismo cuya fuerza no viene sólo de la palabra dicha sino, más acentuadamente, de las transformaciones que la escritura y su trabajo han producido en la palabra, desplazándola, desarticulándola, sacándola de la significación habitual y de la estructura acostumbrada, para re-significarla. Todo ello, a partir de nuevas “relaciones” (término que justamente da título a uno de sus libros, en 1973), vínculos poéticos inventados, y donde la repetición, las variaciones, las inesperadas interrupciones de los versos, las dislocaciones sintácticas y lógicas, los contrastes, el oxímoron, organizan el texto, tanto o más todavía que la palabra poética misma.

Se trata de una suerte de coronación, de trabajo sobre un depósito geológico. Él mismo sostenía que “la poesía es lenguaje calcinado”, y algunas veces sus metáforas, cuando hablaba de la tarea poética, han sido materiales, arcillosas, correntosas, minerales. Tal vez a esta summa convenga poco la expresión tan acudida de la intertextualidad. Creo yo que esas imágenes del depósito, del aluvión, esa idea de lo que está “debajo” de la lengua, correspondería más bien a algo ligado al palimpsesto, a esos textos escritos sobre una escritura anterior, borrada, pero de la que quedan huellas, y donde lo que se ve prevalece, aunque no oculta totalmente lo anterior. Recupera “una vieja técnica de los poetas hebreos del siglo XIII del Al-Andalus” y a la vez “el aluvión de citas y alusiones deja de ser efecto para convertirse en la sustancia misma del poema…” (dibaxu, publicado en 1994, si bien escrito entre 1983 y 1985, se titula coincidentemente uno de los libros donde da forma poética a tales ideas: “…una reflexión sobre el lenguaje desde su lugar más calcinado, la poesía”, escribe él mismo). 

Por un lado, porque, como Gelman sabe y enseña, no hace más que recuperar “una vieja técnica de los poetas hebreos del siglo XIII del Al-Andalus”. En el Encuentro al que antes aludí, decía él que estos poetas practicaban “una técnica peculiar: la inserción en sus poemas de textos bíblicos, desde una frase corta hasta un versículo entero, entretejidos hábilmente en el texto del poema. La cita bíblica podía ser textual, ligeramente alterada o elíptica, y creaba una vasta gama de efectos de significado que a veces contradecía al del original /…/ A veces un poema entero consiste en la articulación de citas de la Biblia y, en ese caso, el aluvión de citas y alusiones deja de ser efecto para convertirse en la sustancia misma del poema…”.

Y, por otra parte, porque esa herencia recuperada, esos orígenes siempre actualizados, esas huellas presentes, ocultas y mostradas, van convirtiendo el obrar poético con la lengua en un trabajo, ya no de individuos aislados sino colectivo y, a lo largo de un muy largo tiempo, de pueblos y naciones.