Con el tono ampuloso y soberbio que lo caracteriza, Milei expresó que el proyecto de presupuesto para el año 2025 “va a cambiar para siempre la historia de nuestro país, de manera que podamos volver a ser la Argentina grande que alguna vez fuimos”. Consecuente con su prédica recurrente, apuntó al Estado y “los políticos” como únicos responsables no sólo de la actual crisis, sino de lo que postula como “la decadencia argentina de los últimos 100 años”. Señaló al gasto fiscal como la causa de todos los males, “porque la deuda es producto del déficit, la emisión monetaria es producto del déficit, la inflación es producto de financiar el déficit con emisión, y la destrucción del capital es producto del endeudamiento que genera el déficit. Por lo tanto, la pobreza y la indigencia son producto del déficit.” Siendo éste su diagnóstico (nada original, puesto que se repite como un mantra desde el golpe de Estado liberal de 1955), la solución pasará por “ponerle un cepo al Estado”, lo cual implica -como en el caso del instrumento de tortura antiguo y medieval- restringir por completo toda posibilidad de movimiento del “reo” identificado como el responsable de nuestras desgracias.
La restricción interna
Abonado a dogmas de fe propuestos como evidencias científicas -en su discurso volvió a repetir como que “la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario, les guste a quien no le guste” (sic)-, Milei expuso que en el nuevo presupuesto el equilibrio fiscal se alcanzará “sin importar cuál sea el escenario económico”. Es decir, independientemente de lo que ocurra con la macroeconomía, el sector externo, la recaudación tributaria o el ingreso fiscal por derechos de exportación (retenciones), el resultado financiero del sector público deberá ser mayor o igual que cero, y el superávit primario tendrá que ser tal que permita cubrir el pago de intereses de la deuda. Esta prioridad presupuestaria supedita cualquier otra erogación a dicho resultado, y confiere el carácter de discrecional a gastos que por ley se actualizan automáticamente. Dicho de otro modo, con el objeto de cumplir con la regla presupuestaria el Estado podrá recortar, por caso, ayudas sociales, gastos educativos, inversión en el sistema nacional científico-tecnológico, reducción y/o eliminación de subsidios, entre otros ítems críticos con fuerte impacto en la producción, el consumo, el nivel de empleo y, por lo tanto, las posibilidades de subsistencia de las familias.
La restricción externa
La propuesta presentada al Congreso para su debate pretende ser, como se dijo anteriormente, totalizante, independiente del contexto, superadora “para siempre” de los límites al crecimiento. Sin embargo, desde una perspectiva heterodoxa de la economía, el déficit fiscal no es la causa sino la consecuencia de la dificultad estructural de nuestro país para conseguir los dólares genuinos que permitan promover inteligentemente los resortes del desarrollo: inversión pública y privada en aquellas actividades que agreguen conocimiento, incrementen el valor agregado, impulsen la innovación tecnológica, con un perfil claramente exportador. Desmantelar proyectos en los cuales la ciencia y la tecnología argentinas se encuentran en la punta tecnológica (por caso, el desarrollo de la investigación y la producción de energía nuclear, y la construcción de satélites y vectores de lanzamiento, entre otros), desfinanciar el sistema educativo en todos sus niveles, limitando la formación de amplios sectores de la población en habilidades básicas, y someter el consumo popular a la asfixia financiera, sosteniendo la contracción de la actividad económica y la pérdida de puestos de trabajo, son tópicos que en poco contribuyen a superar las trabas propias de una economía de desarrollo dependiente como la argentina.
Los costos sociales de la anarco-intransigencia
La propuesta del Gobierno poco disimula el desdén con el que se trata a la población, sobre todo a los sectores más vulnerables. Milei no creó las limitaciones estructurales aludidas, pero desde el momento de su asunción, en diciembre de 2023, no ha hecho más que profundizar una crisis que prometió resolver a partir de la aplicación de los dogmas de la “escuela austríaca”. El planteo dinamitador del Estado, y su reemplazo por un mercado omnipresente y omnisciente que cubriría todas las necesidades sociales de modo eficiente, no tiene corroboración empírica ni en el pasado ni en el presente. Ningún país que haya alcanzado el estatus de desarrollado (con una mejora significativa en sus indicadores sociales) prescindió de una fuerte intervención estatal en lo que respecta a la promoción de la educación, el empleo, la inversión en investigación y desarrollo, la construcción de viviendas, infraestructura de transporte, comunicación y servicios. No hay tal entelequia como el “mercado de competencia perfecta” que resuelva de modo socialmente justo y técnicamente eficiente las necesidades de una población en crecimiento y evolución, enfrentada a desafíos cada vez más complejos y críticos. En este sentido, resulta preocupante toda mirada que no trascienda más allá del próximo ejercicio presupuestario.
Sin una necesaria recomposición del salario real, cuya caída inducida en estos diez meses de gobierno ha sido significativa (lo cual es curioso, ya que se supone que en la sociedad capitalista el motor del crecimiento es el consumo, y no su disminución), con un ajuste inédito sobre el gasto social y previsional que promete ser aún mayor durante el próximo año, el humor social puede virar en poco tiempo desde la ilusión esperanzada hacia la frustración ofuscada, cuando la población y, sobre todo, cuando los votantes del actual gobierno adviertan que ningún enunciado axiomático, ninguna “verdad absoluta” ni el auxilio de unas fantaseadas “fuerzas celestiales” lograrán detener el espiral en descenso hacia una mayor pobreza. El presupuesto presentado parece ser la pieza clave para acelerar esas tendencias lesivas a los intereses de las mayorías populares.