«Lo histórico y lo ahistórico son igualmente necesarios
Friedrich Nietzsche
para la salud de un individuo, de un pueblo y de una cultura.»
«Hay un grado de insomnio, de rumiar, de sentido histórico, más allá
del cual se perjudica y finalmente se destruye lo viviente, ya se
trate de un hombre, de un pueblo o de una cultura.»
I. Hebrón, 1929: anatomía de una masacre
En una calurosa mañana de agosto de 1929, la antigua ciudad de Hebrón despertó sumida en una tensión palpable. La comunidad judía, cuyas raíces se remontaban a tiempos bíblicos, se preparaba para otro día de convivencia con sus vecinos árabes, una rutina que había perdurado durante siglos. Esta comunidad, compuesta principalmente por judíos sefardíes y mizrajíes, con algunos asquenazíes llegados más recientemente, era un testimonio vivo de la presencia judía en la tierra mucho antes del surgimiento del movimiento sionista.
Los estrechos callejones de Hebrón, impregnados del murmullo de oraciones, no presagiaban la tragedia que estaba por desatarse. En Jerusalén, a unos 30 kilómetros de distancia, el Gran Mufti Hajj Amin al-Husseini había estado avivando las llamas del descontento. Sus discursos inflamatorios y la propagación de rumores sobre supuestas amenazas judías a los lugares sagrados musulmanes habían encontrado un público receptivo entre la población árabe, cada vez más inquieta por la creciente inmigración judía a Palestina.
El 23 de agosto, la violencia estalló en Hebrón. Grupos de árabes armados con palos, cuchillos y hachas irrumpieron en hogares y negocios judíos. La escena que se desarrolló fue de una brutalidad inimaginable. Aharon Reuven Bernzweig, un estudiante de la Yeshivá de Hebrón que sobrevivió a la masacre, más tarde recordaría: «Los árabes tenían largos cuchillos a los que llamaban ‘shibrie’, y hachas en sus manos. Gritaban ‘Itbach al Yahud’ [maten a los judíos] … Con gran crueldad, los asesinos apuñalaron y cortaron a los judíos para matarlos. Los gritos y llantos se elevaban hasta el cielo.»
La masacre dejó al menos 67 judíos muertos, incluyendo mujeres y niños, y muchos más heridos. La comunidad judía de Hebrón, que había existido casi ininterrumpidamente durante siglos, fue efectivamente borrada en cuestión de horas. Los supervivientes fueron evacuados a Jerusalén, dejando atrás no solo sus hogares y posesiones, sino también siglos de historia y tradición.
En medio de la oscuridad de estos eventos, hubo también destellos de solidaridad. Aproximadamente 435 judíos sobrevivieron gracias a la protección de sus vecinos árabes, quienes los escondieron en sus casas a riesgo de sus propias vidas. Estas acciones de valentía y compasión subrayan la complejidad de las relaciones entre judíos y árabes en Palestina, una realidad que a menudo se pierde en las narrativas simplificadas del conflicto.
Los eventos de 1929, y en particular la masacre de Hebrón, marcaron un punto de inflexión en la historia del conflicto árabe-israelí. El historiador Hillel Cohen los ha descrito como «el año cero del conflicto», un momento que transformó tensiones latentes en un antagonismo abierto y violento. La masacre destruyó la ilusión de que las comunidades judías y árabes podían coexistir pacíficamente bajo el Mandato Británico y llevó a una polarización comunitaria que persiste hasta el día de hoy.
Recordé los eventos de 1929 en estos días aciagos de guerra y muerte, cuando desde las redes sociales y en los medios de comunicación masiva parece instalarse la búsqueda de una contextualización, muchas veces simplificada, de los orígenes del conflicto.

II. El eterno retorno de la violencia
El pogrom del 7 de octubre, que para los israelíes y para muchos judíos del mundo ha sido una tragedia sin precedentes cercanos, retrotrajo a la superficie los más atávicos traumas de persecución, abuso, impotencia y muerte. En paralelo, este acontecimiento ha reavivado, con una intensidad sin precedentes, el debate sobre los orígenes del conflicto histórico entre árabes y judíos. Una vez disipado en Occidente el impacto inicial de la masacre perpetrada por Hamas, la discusión ha derivado en una confrontación dialéctica irreconciliable: por un lado, quienes defienden la legitimidad histórica de la causa palestina y, por otro, los que sostienen la justicia del proyecto sionista. Este enfrentamiento discursivo, que parece no admitir puntos intermedios, ha trascendido la realidad cotidiana de los pueblos que sufren la guerra para instalarse en una disputa abstracta por el sentido, donde los actores del conflicto son reducidos a arquetipos: símbolos de “resistencia” o “terrorismo”, ejemplos de “imperialismo” o “genocidio”, avatares del eterno enfrentamiento entre Oriente y Occidente. En este proceso de abstracción ideológica, la dimensión humana del conflicto -el sufrimiento concreto, las vidas interrumpidas, los traumas generacionales- se desvanece bajo el peso de las grandes narrativas en disputa. Y así, toda esta compleja trama histórica, política y humana termina, con una simplicidad casi infantil, reduciéndose a la pregunta más elemental y a la vez más irresoluble: ¿quién empezó?
Para quienes justifican o al menos comprenden las motivaciones tras el ataque del 7 de octubre, este no sería más que la consecuencia inevitable del bloqueo israelí que transformó a Gaza en un gueto, en un campo de concentración o en el escenario de un rastrero genocidio -elijan la analogía que más nos duela a los judíos-. Desde la perspectiva israelí, sin embargo, el bloqueo -nunca hermético- es la respuesta necesaria ante el gobierno de una organización fundamentalista cuya carta fundacional proclama la destrucción del Estado de Israel, y que desde 2001 no ha cesado su asedio contra las comunidades del sur, ni siquiera tras la retirada completa de las tropas israelíes en 2005.
La narrativa palestina, por su parte, interpreta esa misma retirada de 2005 como prueba del éxito de su resistencia armada, justificando así la continuación de la lucha hasta el fin total de la ocupación. Frente a esto, la posición israelí señala una larga historia de oportunidades desaprovechadas: desde las negociaciones con Olmert en 2006 hasta la negativa de Arafat en Wye Plantation, pasando por décadas de violencia contra civiles, desde las incursiones de los ‘fedayín’ hasta los secuestros de aviones en los años 70. Para el sionismo, el ‘pecado original’ del nacionalismo palestino sería su rechazo al plan de partición de la ONU en 1947, que hubiera permitido la coexistencia de un Estado Árabe junto al Estado Judío. Sin embargo, desde la perspectiva palestina, como en un espejo invertido, esa misma partición representa la imposición de un proyecto colonialista occidental sobre el mundo árabe, construido sobre la tragedia de los judíos europeos y causante de su propio desastre: la Nakba palestina. Este argumento, no obstante, no alcanza para explicar el pogrom de 1929, cuando una comunidad centenaria, y ciertamente inclasificable en los términos del «settler colonialism» en boga, fue destruida.
Esta mirada retrospectiva hacia los orígenes de la tragedia judío-palestina evoca la imagen del ángel de la historia de Walter Benjamin: una figura que contempla, impotente, una única y continua catástrofe que amontona, incansablemente, ruina sobre ruina. La obsesión por rastrear culpas originarias en el pasado nos recuerda aquello que Nietzsche advertía sobre los peligros del exceso de conciencia histórica: una sobresaturación que, lejos de servir a la vida, la paraliza.
III. Más allá de las narrativas absolutas
La mirada occidental sobre el conflicto, en su tendencia a reducir la complejidad a arquetipos morales simples, no hace más que profundizar este círculo vicioso histórico. Al transformar a palestinos e israelíes en símbolos abstractos de sus propias batallas ideológicas -“colonizador” contra “colonizado”, ‘terrorista’ contra “resistente”, “opresor” contra “oprimido”-, Occidente despoja al conflicto de su dimensión humana concreta y de sus matices históricos específicos. Esta simplificación maniquea recuerda la crítica de Hegel a las “almas bellas”: esas conciencias que, desde la comodidad de su pureza moral abstracta, juzgan la realidad sin mancharse las manos con sus contradicciones y su complejidad. Así como el “alma bella” hegeliana se refugia en la certeza de su virtud incontaminada, la mirada occidental busca héroes y villanos donde solo hay víctimas y victimarios intercambiables, alimentando las narrativas maximalistas de ambos bandos. Esta postura, en su aparente aspiración de justicia universal, paradójicamente obstaculiza las posibilidades de reconciliación al negar lo que más se necesita: el reconocimiento de la humanidad del otro, de la legitimidad de sus temores y aspiraciones, y de la necesidad de compromisos mutuos que, por definición, serán siempre imperfectos y dolorosos.

En este sentido, resulta igualmente nociva tanto la idealización de Israel como bastión occidental y ejemplo moral en la lucha contra la “horda islámica”, como la romántica identificación de movimientos teocráticos como Hamas y Hezbollah -instrumentos de la política expansionista iraní- con símbolos de la “resistencia del sur global”. Ambas lecturas, simétricas en su simplificación, representan las dos caras de la misma moneda occidental del “alma bella”: una que proyecta sus miedos civilizatorios sobre el conflicto, la otra que proyecta sus culpas coloniales. Ninguna de estas miradas hace justicia a la complejidad del drama humano que se desarrolla en Medio Oriente, ni contribuye a la búsqueda de una solución que necesariamente deberá trascender estas falsas dicotomías ideológicas.
En esa misma línea, la tesis de Enzo Traverso sobre el “giro conservador” en la cultura judía moderna, ampliamente celebrada en círculos progresistas como herramienta de crítica al Estado de Israel, paradójicamente incurre en el mismo pensamiento arquetípico que pretende denunciar. Al construir una narrativa que idealiza el pasado judío como fermento universal del progresismo moderno, esta lectura proyecta retrospectivamente una mitología hagiográfica que, si bien captura una dimensión importante de la experiencia judía en la modernidad -desde Marx hasta la Escuela de Frankfurt-, termina simplificando y distorsionando la complejidad del judaísmo moderno. Esta visión romántica del “judío progresista” como arquetipo histórico no solo ignora las múltiples corrientes conservadoras, tradicionalistas y nacionalistas que siempre coexistieron en el mundo judío, sino que además construye una imagen idealizada del pasado para mejor condenar el presente. Así, la supuesta “traición” del Estado de Israel a esta herencia progresista se convierte en otra narrativa simplificadora que, como las anteriores, sacrifica la complejidad histórica en el altar de las necesidades políticas del presente.
La futilidad de esta búsqueda obsesiva de “orígenes” y culpas primigenias se evidencia de manera dramática en el pogrom de Hebrón de 1929. Este evento trágico, anterior tanto a la Nakba como a la creación del Estado de Israel, presenta una paradoja incómoda para las narrativas simplificadoras: sus víctimas no fueron los “colonos sionistas” sino precisamente los judíos del Viejo Ishuv, aquellos que la propaganda árabe suele idealizar como “judíos auténticos” -no contaminados por la ideología “foránea” del sionismo-. Estos judíos, muchos de ellos descendientes de familias que habían vivido en la tierra durante siglos, estudiosos de la Torá que coexistían con sus vecinos árabes, fueron masacrados no por su supuesto “colonialismo occidental”, sino por el mero hecho de ser judíos. Como señala el historiador Omer Bartov, refiriéndose a los pogroms en Europa oriental durante la invasión nazi, estos episodios revelan la fragilidad del barniz de civilidad entre comunidades vecinas: décadas o siglos de convivencia pueden resquebrajarse súbitamente cuando las crisis de identidad y las narrativas de victimización mutua transforman al vecino de toda la vida en una amenaza existencial. El pogrom de Hebrón ilustra trágicamente cómo, en momentos de crisis, los lazos cotidianos de vecindad pueden ceder ante pulsiones violentas alimentadas por prejuicios religiosos ancestrales y miedos colectivos modernos. Esta dinámica desafía tanto la narrativa palestina que ubica el origen del conflicto exclusivamente en el “colonialismo sionista”, como la tendencia a reducir el enfrentamiento a una mera disputa territorial moderna. La violencia de Hebrón revela capas más profundas y perturbadoras de un conflicto que entrelaza la fragilidad de la convivencia intercomunitaria con la potencia destructiva de las crisis de identidad colectiva.
El reconocimiento de esta complejidad histórica -con sus capas superpuestas de trauma, identidad, religión y política- no promete una resolución inmediata del conflicto ni augura una reconciliación a corto plazo. Los odios sedimentados, los miedos ancestrales y las heridas recientes seguirán alimentando, probablemente por generaciones, la desconfianza mutua entre israelíes y palestinos. Sin embargo, trascender las lecturas maniqueas y las simplificaciones arquetípicas constituye un primer paso indispensable, no tanto hacia una paz que hoy parece lejana, sino hacia la posibilidad misma del diálogo. Solo cuando seamos capaces de ver en el otro algo más que un símbolo -de nuestros miedos o nuestras culpas, de nuestras narrativas de heroísmo o victimización-, cuando podamos reconocer en él la misma complejidad que reclamamos para nosotros mismos, podremos comenzar a construir, aunque sea titubeante y precariamente, espacios de encuentro donde el peso de la historia no aplaste las posibilidades del futuro.
Al final, como sugiere el poeta Yehuda Amijai, la obsesión por “tener razón”: por encontrar un origen primigenio que justifique nuestra narrativa y condene la del otro, solo nos conduce a un paisaje yermo y devastado: el desierto estéril de las certezas absolutas, donde ninguna vida nueva puede florecer.
Desde el lugar donde tenemos razón
no crecerán flores en la primavera.
El lugar donde tenemos razón
es duro y pisoteado como un patio.
Pero las dudas y los amores
remueven el mundo
como un topo, como un arado.
Y un susurro se oirá en el lugar
donde estuvo la casa
que fue destruida.
(Y. Amijai, «El Lugar Donde Tenemos Razón»)
Foto de portada: «Angelus Novus», obra de 1920 de Paul Klee.