Por esto fue destruido el santuario de Jerusalén, exclamaba mi viejo profesor de literatura hebrea en Israel, la voz arenosa, como enmohecida por el tiempo, el gesto perentorio en su mirada. Acaso por temor o quizás por tímida ignorancia, ninguna voz asomaba entre el pequeño corro de estudiantes agazapados tras sus pupitres. Entonces el anciano levantaba sus manos, tan viejas como el santuario mismo, y agregaba: “No hay un solo niño británico que no entienda un pasaje de Shakespeare, pero en cambio hay tantos judíos embrutecidos como ustedes incapaces de explicar correctamente un mísero versículo de las Escrituras. ¡Oy -se volvía a lamentar con un resabio quejumbroso de su ídish natal asomando en su hebreo erudito, impoluto, por esto fue destruido el santuario en Jerusalén!”
Muchos años pasaron desde que terminé mis estudios. Nunca más me crucé con el viejo. Pero, fiel a mi estilo y para no decepcionarlo de nuevo, me mantengo igual de ignorante que entonces. Salvo que creo haber entendido la velada intención de sus amonestaciones. ¡No maten al poeta!, procuraba exhortarnos entre carraspeos que más bien semejaban estertores. Despójense de los dogmas inveterados, lean las leyendas bíblicas como si fueran Shakespeare, Borges, Vallejo, pues el genio de la Torá nada tiene que envidiarles en su sofisticación literaria a estos.
Al igual que Homero, los antiguos mitos hebreos arremeten contra el humano en toda su carnadura: ni los profetas más excelsos gozan de biografías intachables, ni el patriarca más celebrado queda exento de máculas. Muy por el contrario, la Biblia en su totalidad hurga en las miserias y en las bondades de sus personajes; en sus claroscuros y ambigüedades más hondas. Lejos de pintarlos como semidioses, la literatura bíblica no le rehúye a la neurosis de sus héroes, sino que indaga en sus disyuntivas (¿quién no las tiene?), las labra, las moldea, las sublima poéticamente, y así penetra en lo más íntimo y real del alma humana.
Fíjense, si no, en la saga de Abraham y Sara que leemos en nuestras sinagogas en el curso de estas semanas. Su existencia oscila entre actos de arrojo y de fe ciega, casi estúpida; entre la libertad más contestataria y la más dócil de las obediencias. El gran patriarca es, a la vez, capaz de amar y de despreciar (¿no es esto algo profundamente humano: el deseo conjurado con el rechazo, la apetencia con la repulsión?). Por si fuera poco, Abraham ha de tomar a la sierva en lugar de su mujer. También a la criada ama con ahínco, pero de un modo distinto: lo hace con la voracidad del rayo, con la pasión de un centauro bíblico. Sara entonces se ensaña con la mancillada esclava, menos por despecho que por orgullo aristócrata. Escupe en su cara y en la de su hijo: los condena al destierro. Y, en medio de estas intrigas, un dios antojadizo abre el vientre de la ya anciana matriarca: ¿Acaso en mi vejez habré de concebir?, exclama ella. Su voz deja entrever incredulidad, pasmo, desconcierto. Pero por dentro, ríe. Ríe y no para de reír. Ríe tanto en su fuero íntimo que sus entrañas tiemblan, se conmueven y estremecen. Las viejas membranas achacadas por la senectud dejan lugar a la lozanía de un vientre fuerte y maduro. El cuerpo añoso se transubstancia en el de una mujer de veinte. Ríe en silencio. Ríe tanto que a su hijo lo llama Isaac: el que ríe.
El destino del nuevo vástago queda sellado: estará condenado a reír como la madre, por dentro. Reirá en silencio cuando el padre, Abraham, se disponga a sacrificarlo. Reirá como quien sabe que a eso nos dedicamos los padres: a ofrendar a los hijos en el altar de nuestras propias proyecciones. Reirá en un rictus mudo cuando su propio hijo, Jacob, lo embauque en su lecho de muerte. Sabe que a eso nos dedicamos los hijos: a creer que eludimos el destino mientras sucumbimos ante los mismos yerros que nuestros padres.
Reirá Isaac cuando se destruya el templo en Jerusalén (como probablemente debe de haber reído mi viejo profesor de literatura hebrea, tan atemporal como el patriarca). Reirá en cada una de las grandes calamidades de la historia como quien entiende que a la aflicción le sigue el reflorecimiento y al reflorecimiento la aflicción: ¿no es ésta acaso la sustancia del tiempo? Reirá dentro de mí cuando me proponga escribir unos versos, como rio –salvando las enormes distancias— en Homero, en Borges, en Vallejo y en el mismo genio bíblico que lo pergeñó. Como ríe en quienquiera pretenda vivir una experiencia intensa, real, exenta de las necedades de nuestra época.
El hombre bíblico es más concreto que muchos de nosotros, meras sombras de lo que podríamos ser en una sociedad en la que la vida se ve empobrecida por la mediatización de la tecnología, por la exaltación de los intereses personales y el encomio diario de la estupidez humana, que se mide en cantidad de likes, seguidores y reacciones. El hombre bíblico se despoja de las apariencias pixeladas que gobiernan nuestro tiempo: elogia el vigor de la vida interna, da lugar a la fantasía, a lo improbable, al deseo, a las contradicciones y al conflicto que hacen a la trama de cualquier obra. El hombre bíblico, como Isaac, ríe en toda su hechura. Grita, sueña, baila; vive en silencio: por dentro.
*Rabino
* Imagen de portada: «El sacrificio de Isaac», Caravaggio, 1603.