En la película Minority Report de Steven Spielberg de 2002, basada en el relato homónimo de Philip K. Dick de 1956, un sistema de prevención del crimen depende de la unanimidad de tres «precogs», videntes que predicen delitos futuros. La distopía de Dick plantea dilemas fundamentales sobre los límites de la justicia: ¿puede un sistema jurídico basarse en la predicción más que en la evidencia? ¿Dónde queda el principio de presunción de inocencia cuando se juzgan crímenes futuros? Las visiones de los precogs se manifiestan como imágenes oníricas y fragmentadas, secuencias descontextualizadas que, precisamente por su naturaleza incompleta y ambigua, son susceptibles de manipulación e interpretación interesada. Cuando uno de los precogs disiente, es decir, proyecta una “visión” diferente, su «informe minoritario» es sistemáticamente suprimido para mantener la ilusión de infalibilidad del sistema.
Esta lógica distópica parece haberse materializado en el sistema internacional durante el último año. En enero de 2024, en la Corte Internacional de Justicia, la jueza ugandesa Julia Sebutinde emitió el único voto disidente contra las medidas provisionales contra Israel, argumentando que no se habían cumplido los criterios técnicos para establecer un riesgo plausible de genocidio. Meses después, en noviembre, la ONU decidió no renovar el contrato de Alice Nderitu, Asesora Especial sobre la Prevención del Genocidio y reconocida mediadora de conflictos africana, después de que ésta insistiera en mantener los criterios técnicos estrictos para el uso del término genocidio y se negara a caracterizar las acciones de Israel en Gaza como tales. En ambos casos, como en la película, el “informe minoritario” que insistía en la precisión jurídica del término genocidio tuvo que ser suprimido para mantener la ilusión de consenso de que existe un orden desprovisto de intereses.
Esta supresión sistemática de la disidencia refleja un proceso más amplio que el finado Ernesto Laclau teorizó en su análisis de los significantes vacíos y la construcción hegemónica del discurso político. Para Laclau, los significantes vacíos no son simplemente términos que han perdido su significado original, sino elementos fundamentales en la construcción de identidades políticas. Emergen cuando términos que originalmente tenían definiciones precisas y técnicas comienzan a vaciarse parcialmente de su contenido específico para poder articular y representar una diversidad de demandas. Este vaciamiento no es una simple degradación semántica sino un proceso político activo: cuanto más universal pretende ser un significante, más vacío debe estar de contenido particular para poder representar demandas heterogéneas.
Este proceso no es accidental ni representa una simple degradación del lenguaje. Por el contrario, cumple una función esencial en la articulación del discurso político: permite que diferentes demandas y reivindicaciones se agrupen bajo un mismo paraguas conceptual, creando cadenas de equivalencia que son fundamentales para la construcción de identidades políticas colectivas. Sin embargo, este proceso -que en Laclau podía actuar como un articulador de demandas emancipatorias- puede también convertirse en un dispositivo de simplificación y distorsión que, bajo la apariencia de consenso moral, naturaliza y legitima prejuicios.
“Colonialismo” “populismo”, “antisemitismo” y “genocidio”
En nuestro tiempo, podemos observar este proceso operando simultáneamente en varios conceptos críticos. El «colonialismo», por ejemplo, ha trascendido su definición histórica específica -que describía sistemas concretos de dominación territorial y explotación económica- para convertirse en un término que puede aplicarse a casi cualquier relación de poder asimétrica. El «populismo», que originalmente describía movimientos políticos específicos del siglo XIX en Rusia y Estados Unidos, se ha transformado en una etiqueta que puede adherirse a cualquier política que desafíe el consenso establecido. Particularmente relevante es la transformación paralela del concepto de «antisemitismo» que, como señala el historiador David Engel, está perdiendo su especificidad histórica para convertirse en un significante más amplio que puede movilizarse en diversos contextos políticos.
La historia del concepto de genocidio comienza con una pregunta urgente que perseguía al joven Raphael Lemkin en la Universidad de Lviv durante los años 1920. Estudiando el caso del exterminio armenio en el Imperio Otomano, Lemkin se enfrentó a una paradoja perturbadora: mientras el asesinato de un solo individuo constituía un crimen universal, la destrucción sistemática de pueblos enteros carecía de nombre y reconocimiento jurídico. Esta inquietud, nacida del estudio del «crimen sin nombre» -como lo llamó Churchill-, se transformaría en obsesión personal tras la experiencia del Holocausto, que acabaría con su propia familia.
En 1944, mientras documentaba meticulosamente las técnicas de ocupación nazi en «Axis Rule in Occupied Europe», Lemkin no solo acuñó el término «genocidio» sino que reveló su naturaleza multifacética: un proceso sistemático de destrucción que operaba simultáneamente en los planos político, social, cultural, económico, biológico, físico, religioso y moral. Esta comprensión holística del fenómeno genocida enfrentaría su primera prueba en las negociaciones de la Convención de 1948, donde Lemkin lucharía, no siempre con éxito, por preservar la amplitud de su concepto frente a intentos de manipulación por parte de las potencias enfrentadas en la Guerra Fría.
La resistencia que enfrentó Lemkin para mantener la amplitud de su concepto reflejaba ya entonces las tensiones políticas de la posguerra y, especialmente, la incomodidad de las potencias coloniales con un término que podría aplicarse a sus propias prácticas. Esta tensión entre la precisión jurídica y las agendas de los países centrales continúa hoy.
La paradoja del colonizador que “salva”
Esas otrora potencias coloniales han devenido en los principales focos del discurso anticolonial. Pero en ese proceso existe una paradoja. Frantz Fanon acuñó la expresión “narcisismo blanco” para describir la necesidad psicológica del colonizador de proyectar sus propias faltas en el colonizado mientras mantiene una imagen de superioridad moral. Así como los intelectuales franceses que Fanon analizó “descubrían” y “salvaban” el arte africano mientras lo reinterpretaban bajo categorías occidentales, vaciándolo de su significado original, las élites académicas contemporáneas “descubren” y “denuncian” genocidios, vaciando el término de su contenido jurídico específico mientras mantienen el monopolio de la interpretación moral. En ambos casos, el narcisismo se revela en la pretensión de ser los únicos capaces de nombrar y juzgar la experiencia del otro. Estas élites, herederas de una tradición colonial que nunca han confrontado plenamente, han encontrado en la condena selectiva de Israel un mecanismo de expiación que les permite mantener su posición de autoridad moral sin cuestionar sus propios privilegios.
No es casualidad que las universidades occidentales «progresistas» se hayan convertido en epicentros de este discurso. El ambiente académico, con su peculiar combinación de culpa histórica y ambición de liderazgo moral, proporciona el terreno ideal para este nuevo narcisismo. La ritualización de la condena a Israel como Estado «genocida» funciona como un acto de purificación colectiva que permite a la academia occidental mantener su autoridad ética sin confrontar genuinamente su propio legado colonial.
La culpa colonial europea encuentra en Israel un objeto perfecto de proyección, convirtiéndolo en el “judío colectivo” de las naciones. En esta narrativa, el colonialismo queda reducido a una categoría exclusivamente europea y «blanca», ignorando así otras formas históricas y contemporáneas de expansionismo y dominación, como el proyecto hegemónico del régimen teocrático iraní en la región. La paradoja se profundiza en el tratamiento de los judíos dentro de este marco conceptual. Los mismos judíos que en Europa fueron históricamente excluidos de la categoría de «blancos» y «europeos» – exclusión que alcanzó su clímax genocida en el Holocausto – son ahora recodificados como el arquetipo casi exclusivo del colonialismo blanco europeo precisamente cuando construyen su proyecto nacional fuera de Europa.
Esta dinámica ha permeado profundamente en las instituciones internacionales, donde opera una confluencia estratégica entre los países que se identifican con el «Sur Global» y el discurso moral de las élites occidentales educadas en universidades «progresistas». La ONU, lejos de resistir esta alianza, se ha convertido en su amplificador institucional. El Alto Comisionado de Derechos Humanos, Volker Turk, y el secretario general, António Guterres, ejemplifican una élite internacional formada en universidades occidentales que reproduce estos patrones de proyección y expiación, encontrando en el bloque antisraelí del Sur Global el vehículo perfecto para su necesidad de expiación colonial.
Africa go home
La transformación se evidenció en dos eventos cruciales, y que pasaron casi desapercibidos para buena parte del mundo: el voto solitario de la jueza Sebutinde en La Haya el 26 de enero de 2024, resistiendo la caracterización de genocidio, y la no renovación del contrato de Alice Nderitu en noviembre del mismo año. Estos «informes minoritarios» africanos, emanados de un continente que ha experimentado genocidios documentados como Ruanda y Darfur, representaban una amenaza para el nuevo consenso occidental sobre el significado del término.
La ironía parece kafkiana: las instituciones occidentales, en su afán de expiar la culpa colonial, terminan reproduciendo exactamente las dinámicas coloniales que pretenden condenar. La supresión de voces africanas disidentes revela la persistencia del impulso colonial de mantener el monopolio sobre los términos del debate moral, incluso (o especialmente) cuando ese debate trata sobre la culpa colonial misma.
Es crucial señalar que este análisis del vaciamiento del concepto de genocidio no pretende negar ni minimizar la posible comisión de crímenes de guerra por parte de Israel en Gaza. Tales actos, de existir, deben ser investigados y juzgados con el mismo rigor técnico que Lemkin exigía para el concepto de genocidio: primero por el sistema judicial israelí, cuya independencia será puesta a prueba, y en su defecto por la justicia internacional. Sin embargo, es precisamente la inflación política del término «genocidio» la que amenaza con socavar la capacidad del sistema jurídico internacional para abordar efectivamente estos crímenes. Cuando todo se convierte en genocidio, paradójicamente, se dificulta la persecución de crímenes de guerra específicos y documentables.
Del mismo modo, este análisis no busca minimizar el sufrimiento de ninguna de las víctimas del conflicto. Cuando sobrevivientes del sur de Israel describieron los eventos del 7 de octubre como un «holocausto», expresaban una experiencia traumática innegable. Sin embargo, la precisión histórica y conceptual no compite con el reconocimiento del horror: explicar la especificidad histórica de la masacre perpetrada por Hamas (y sus claras diferencias con el Holocausto), no implica desconocer ni minimizar su brutalidad. Por el contrario, es precisamente el intento de ser precisos en los términos lo que nos permite comprender y condenar adecuadamente cada acto de violencia en su terrible singularidad.
Las consecuencias de este vaciamiento conceptual trascienden el conflicto israelí-palestino. Al convertir «genocidio» en un significante vacío aplicable selectivamente según las necesidades de expiación moral de Occidente, se socavan precisamente los mecanismos internacionales que Lemkin desarrolló para prevenir y castigar genuinos procesos genocidas.