El vaciamiento del discurso humanitario – Amnesty internacional y la transformacion del genocidio

El reciente informe de Amnesty International "You Feel Like You Are Subhuman: Israel's Genocide Against Palestinians in Gaza" representa un caso paradigmático del proceso de vaciamiento del concepto de genocidio que analizamos en nuestro nota anterior (Informe Minoritario - El Genocidio como Significante Vacío). Publicado el 4 de diciembre de 2024, el documento de Amnesty ejemplifica precisamente los mecanismos de transformación conceptual que identificábamos.
Por Yoel Schvartz

La asimetría en el tratamiento de los actores es reveladora. Mientras el informe promete un análisis futuro de las acciones de Hamas («son el foco de una próxima publicación»), procede inmediatamente a caracterizar las acciones israelíes como genocidio. Esta estructura narrativa crea una asimetría fundamental: las acciones de Hamas son presentadas como eventos aislados que serán analizados en algún momento futuro, mientras las acciones israelíes son inmediatamente contextualizadas como parte de un sistema histórico de opresión, caracterizado por una ocupación de 57 años, un régimen de apartheid y un bloqueo de 17 años a Gaza.

La asimetría se profundiza en el tratamiento del contexto histórico y político. Mientras las acciones israelíes son analizadas como manifestaciones de una intencionalidad sistemática de dominación colonial y segregación racial, las acciones de Hamas aparecen descontextualizadas, sin referencia a su marco político o histórico. El resultado es una narrativa donde solo un actor tiene verdadera agencia política e histórica, mientras el otro aparece como una fuerza natural sin contexto ni motivaciones comprensibles.

Las tensiones inherentes a esta posición no son nuevas. Ya en 2010, Salman Rushdie, quien había sido él mismo objeto de una fatwa del régimen iraní y víctima de intentos de asesinato por supuesta blasfemia, acusó a Amnesty de «bancarrota moral». El detonante fue la alianza de la organización con Moazzam Begg y su grupo Cageprisoners, a quienes Amnesty presentaba como defensores de derechos humanos a pesar de su apoyo explícito al Talibán. «Amnesty International ha dañado incalculablemente su reputación… y ha perdido la capacidad de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto», escribió Rushdie, quien había experimentado en carne propia las consecuencias del fundamentalismo religioso que Amnesty ahora legitimaba.

Christopher Hitchens, uno de los intelectuales más influyentes de su generación y crítico prominente tanto del imperialismo occidental como del fundamentalismo religioso de cualquier signo, profundizó este análisis. Señaló cómo la organización había suspendido a Gita Sahgal, directora de su unidad de género, por cuestionar públicamente la alianza con grupos islamistas. La ironía era profunda: una organización de derechos humanos silenciaba a una activista feminista por criticar su apoyo a grupos abiertamente antifeministas.

Tanto Rushdie como Hitchens vieron en este caso un síntoma de una crisis más profunda en el discurso occidental de derechos humanos: la subordinación de principios universales a consideraciones políticas particulares y la incapacidad de mantener una crítica consistente tanto del imperialismo occidental como del fundamentalismo religioso. Esta misma dinámica se reproduce hoy, a una escala aún mayor, en el tratamiento del conflicto en Gaza.

Catorce años después, esta misma dinámica se reproduce en la ONU con el caso de Alice Nderitu y Julia Sebutinde. Como en el caso de Gita Sahgal, nos encontramos nuevamente ante la supresión de voces disidentes que insisten en mantener criterios técnicos y universales por encima de agendas políticas particulares. El «Informe Minoritario» de estas funcionarias africanas, como el de la precog disidente en la película de Spielberg, debe ser suprimido para mantener la ilusión de consenso moral.

Un momento particularmente revelador del informe de Amnesty ocurre cuando aborda la cuestión de la intencionalidad dual, sosteniendo que «la intención instrumental, destruir palestinos para destruir Hamas, sigue siendo intención genocida». Esta formulación ejemplifica perfectamente lo que el filósofo esloveno Slavoj Žižek identifica como la transformación de conflictos políticos concretos en dramas morales abstractos donde solo puede haber víctimas absolutas o perpetradores absolutos.

Slavoj Žižek.

Las críticas de Žižek a las políticas israelíes son contundentes: ha condenado el uso del hambre como arma de guerra en Gaza, la destrucción sistemática de hospitales y refugios civiles, y ha denunciado cómo Israel ha transformado zonas enteras de Gaza en ruinas comparables a las de Mariupol. En sus escritos recientes sobre el conflicto, señala cómo Israel trata incluso a sus aliados más cercanos con desprecio, ignorando las «advertencias» de Biden o Macron, mientras transforma cada vez más territorios vecinos en ruinas similares a las de Gaza.

Sin embargo, su análisis teórico del discurso de derechos humanos nos permite entender una dinámica más profunda que caracteriza nuestra era: la transformación de conflictos políticos concretos en narrativas morales abstractas. Este proceso opera a través de un doble movimiento: por un lado, reduce conflictos políticos a problemas de gestión humanitaria; por otro, los eleva a dramas morales absolutos.

Este doble movimiento es evidente en el informe de Amnesty. Las complejas dimensiones políticas del conflicto -la ocupación, el rol del radicalismo islámico en el uso de la violencia, el papel de las potencias regionales, el reordenamiento mundial en curso- son reducidas a una narrativa moral simple de víctimas y perpetradores. Como señala Žižek en su análisis del conflicto actual, esta simplificación ignora cómo «nos encontraremos en un mundo de alianzas impías» donde las líneas de distinción son fundamentalmente falsas.

Žižek advierte que esta despolitización del conflicto está produciendo alineamientos geopolíticos perversos. Por un lado, organizaciones occidentales de derechos humanos, en su afán de demostrar neutralidad universal, terminan legitimando regímenes autoritarios bajo el pretexto de la lucha anticolonial. Por otro lado, potencias como Rusia aprovechan este contexto para construir alianzas con regímenes fundamentalistas, presentándolas como parte de una resistencia al imperialismo occidental.

Lo paradójico, señala Žižek, es que este proceso ocurre precisamente cuando movimientos genuinamente emancipatorios están siendo aplastados: hace apenas un año, las protestas feministas en Irán sacudían al régimen tras el asesinato de Mahsa Amini. Hoy, bajo la nueva lógica geopolítica, esas mismas luchas por la libertad son invisibilizadas mientras el régimen iraní es presentado simplemente como parte de una «resistencia anticolonial».

Esta dinámica revela los límites del discurso de derechos humanos cuando se vacía de contenido político concreto. Al reducir conflictos complejos a narrativas morales simples de opresores y oprimidos, termina paradójicamente legitimando nuevas formas de opresión bajo la bandera de la lucha contra la opresión.

En este contexto, el vaciamiento del concepto de genocidio adquiere una nueva dimensión. Cuando Amnesty International caracteriza las acciones israelíes como genocidio, no lo hace simplemente por imprecisión jurídica sino como parte de un proceso más amplio donde los conflictos políticos son transformados en absolutos morales. El genocidio se convierte así no en una categoría jurídica precisa sino en el significante último del mal en el imaginario político contemporáneo.

Esta transformación tiene consecuencias prácticas concretas. Como señala Žižek en su análisis del conflicto, mientras el sufrimiento palestino es real y las acciones militares israelies lo prolongan, la caracterización de éstas como genocidio sirve paradójicamente para despolitizar el conflicto. Al elevar la violencia al nivel de mal absoluto, se hace imposible analizar las condiciones políticas concretas que la producen y, por tanto, imaginar soluciones políticas concretas.

Lo que hace a esta despolitización particularmente efectiva es precisamente que viene de una organización que se presenta como crítica del orden establecido. Si bien Amnesty no representa a Occidente, su discurso humanitario universal opera como el complemento ideal de la política occidental: permite condenar moralmente acciones específicas mientras se mantienen intactas las estructuras de poder global que las hacen posibles.

Israel ocupa una posición única en el imaginario occidental post-Holocausto que lo convierte en el acusado paradigmático de esa condena moral. Esta posición paradójica emerge de una doble condición: Israel es simultáneamente el recordatorio vivo de la culpa europea por el genocidio judío y la encarnación de un proyecto occidental en Medio Oriente. Paradojicamente, el Estado creado como respuesta al genocidio paradigmático del siglo XX se convierte ahora en el acusado paradigmático de genocidio. Esta inversión no es accidental: permite a Occidente procesar su culpa por el Holocausto a través de la acusación de que sus víctimas se han convertido en perpetradores. Para que esta operación sea posible, el concepto jurídico de genocidio debe ser vaciado y transformado, precisamente porque fue creado para describir específicamente lo que se le hizo al pueblo judío.

Esta transformación del concepto se refleja en cómo los criterios jurídicos específicos que Lemkin estableció -y que fueron codificados en la Convención sobre el Genocidio precisamente para dar cuenta de la especificidad del Holocausto- son ahora flexibilizados o ampliados para poder aplicar el término a las acciones israelíes. Al acusar a Israel de genocidio, Occidente no solo proyecta su culpa colonial sino que también intenta «resolver» su culpa específica por el Holocausto: las víctimas de ayer son los perpetradores de hoy, permitiendo una especie de absolución moral colectiva.

Esta transformación del discurso humanitario refleja una crisis más profunda en nuestra capacidad para pensar políticamente la violencia. El vaciamiento del concepto de genocidio no es simplemente un error técnico o una exageración retórica: es el síntoma de un orden global que solo puede procesar el sufrimiento a través de narrativas morales abstractas que oscurecen, en lugar de iluminar, las condiciones políticas concretas que lo producen. El informe de Amnesty, en su intento de condenar moralmente la violencia, termina paradójicamente contribuyendo a su perpetuación al hacer inviable su comprensión política.