Los judíos y la izquierda después del 7 de octubre
En 2011 y en el contexto de las revueltas en el mundo árabe y el clima de ambigüedad que flotaba en los discursos del llamado «campo progresista», el compañero Alberto Mazor, de querida memoria, planteaba desde las páginas de Nueva Sion la urgencia de distinguir entre ser «de izquierda» (es decir mantener el compromiso con los valores «del humanismo, del feminismo, de la ecología, del pacifismo y de la educación para todos») y pertenecer a «la izquierda» (ese conglomerado global que, al tiempo que recibía a dictadores como Mubarak o Gadaffi en sus universidades y conferencias, «ve en Israel la causa de todos los males»).
Este diagnóstico de Alberto terminó confirmándose en toda su crudeza a partir del 7 de octubre de 2023, que marcó un punto de inflexión también para los judíos del «campo progresista» a nivel global. La reacción de gran parte de la izquierda internacional a los ataques de Hamas y la subsiguiente guerra en Gaza ha puesto de manifiesto una crisis profunda que excede el conflicto inmediato: la posición cada vez más insostenible de los judíos progresistas en movimientos que, mientras celebran la política de identidades y hacen de la «interseccionalidad» (es decir, el reconocimiento de cómo diferentes formas de opresión se entrelazan y refuerzan mutuamente) su marco teórico principal, parecen excluir sistemáticamente la experiencia judía de este análisis. Esta exclusión es particularmente reveladora: en un marco teórico que pretende comprender cómo diferentes identidades y opresiones se intersectan y superponen, la complejidad de la experiencia judía -marcada por una dialéctica histórica entre poder y vulnerabilidad- es sistemáticamente simplificada o ignorada.
Paradójicamente, en un momento en que la izquierda ha hecho del reconocimiento de las diferentes experiencias históricas de opresión uno de sus principios fundamentales, la identidad judía parece ser la excepción. El judío «aceptable» en espacios progresistas debe demostrar su legitimidad a través de un antisionismo militante y, en algunos casos, incluso a través de la minimización o justificación de la violencia contra civiles israelíes bajo la rúbrica de «resistencia». De hecho, el antisionismo pasa a ser casi el «boleto de entrada» exclusivo al campo progresista, hasta el punto de que se celebra la «autenticidad» de grupos de la ortodoxia judía radical cuyo único punto de contacto con la izquierda es compartir un odio visceral al sionismo y al Estado de Israel.
Esta situación ha creado una serie de falsas dicotomías para los judíos de izquierda, como si debieran escindir aspectos que son en realidad inseparables de su experiencia vital: su compromiso con la tradición judía y con los ideales emancipatorios, su preocupación por la seguridad de los judíos en el mundo y su compromiso con una solución al sufrimiento palestino, su pertenencia a una comunidad histórica y su participación en movimientos emancipadores. Las manifestaciones pro-palestinas que incorporan elementos antisemitas, el acoso a estudiantes judíos en campus universitarios, y la exclusión de voces judías de espacios progresistas a menos que se adhieran a una narrativa específica, han creado un ambiente donde muchos judíos de izquierda se sienten cada vez más alienados de movimientos con los que creían compartir una visión esencial del mundo.
La sensación de soledad que experimentamos hoy los judíos de izquierda que reivindicamos al sionismo no es en sí una novedad. Ya desde los inicios del movimiento sionista, y en paralelo al desarrollo de una corriente que amalgamaba indisolublemene la liberación nacional judía con el socialismo, este enfrentó desafíos significativos desde la izquierda: el Bund defendía la autonomía cultural judía en Europa del Este como alternativa al proyecto sionista, mientras que la política soviética osciló entre diversos experimentos de «territorialización» (como Birobidján) y un creciente antisemitismo de Estado que alcanzó su punto culminante con los juicios de Praga y el «complot de los médicos» durante los últimos años de Stalin, donde el antisionismo se fusionó con el antisemitismo tradicional en una narrativa que presentaba al sionismo como una conspiración burguesa contrarevolucionaria. Esta tensión continuó profundizándose: desde la década de 1960, con el surgimiento de la Nueva Izquierda y su adopción entusiasta de las luchas del Tercer Mundo, hasta la izquierda latinoamericana y su alineamiento acrítico con el «antiimperialismo» del mundo árabe, los judíos progresistas han debido navegar repetidamente las tensiones que surgen al interior de una identidad constituida tanto por su pertenencia al pueblo judío como por su compromiso con los ideales emancipatorios. Sin embargo, lo que distingue el momento actual es la transformación del antisionismo en una especie de prueba de pureza ideológica dentro del campo progresista, un fenómeno que se ha intensificado dramáticamente a partir del 7 de octubre de 2023.
En un momento en el que toda la acción política de la izquierda global parece condensarse en la expresión radicalizada y muchas veces descontextualizada de un discurso anti-colonial, puede que los judíos que nos sentimos parte de una tradición emancipatoria encontremos un consuelo a la vez que un programa político en la relectura de Albert Memmi.
Albert Memmi: una vida en las intersecciones
La trayectoria vital de Albert Memmi (1920-2020) encarna precisamente las complejidades que hoy enfrentan los judíos de izquierda. Nacido en el gueto judío de Túnez, entonces bajo dominio colonial francés, Memmi experimentó desde temprano las múltiples capas de la opresión y la marginación. Como judío en un país árabe-musulmán, como colonizado bajo el régimen francés, y posteriormente como intelectual norteafricano en París, su vida fue un ejercicio constante de navegación entre identidades y lealtades múltiples. Esta experiencia de marginalidad múltiple, lejos de llevarlo a abandonar alguna de sus identidades, lo condujo a desarrollar una comprensión más profunda de cómo las diferentes formas de opresión se entrelazan, y cómo la verdadera emancipación no puede exigir el abandono de quienes somos.
Su obra literaria y teórica refleja esta complejidad vital. Su primera novela, La Estatua de Sal (1953), prologada por Albert Camus, exploró las tensiones de crecer como judío en el Túnez colonial a través de su alter ego Alexandre Mordekhai Benillouche. Esta obra seminal estableció los temas que marcarían toda su producción intelectual: la búsqueda de una voz auténtica desde la marginalidad múltiple, la tensión entre tradición y emancipación, la posibilidad de una identidad compleja que no se resuelve en la simplificación.

Su compromiso con el análisis de la opresión y la liberación se materializó en una serie de obras fundamentales. Retrato del colonizado (1957), con prólogo de Sartre, se convirtió en texto de referencia para los movimientos anticoloniales. Su complemento, Retrato del colonizador (1957), demostró su capacidad para el análisis matizado al explorar la complejidad de la posición del colonizador, incluyendo la situación particular de los judíos coloniales como simultáneos beneficiarios y víctimas del sistema colonial.
Retrato de un judío (1962) marcó un hito en su exploración de la condición judía, desarrollando su concepto de «judeidad» (judéité) como una realidad que excede tanto la imposición externa como la mera elección individual. Este análisis se profundizó en obras posteriores como Liberación del judío (1966) y Judíos y árabes (1974), donde exploró las tensiones específicas de la condición judía en el mundo moderno.
Su activismo político reflejó la misma complejidad que su pensamiento. Mientras apoyaba activamente el movimiento de independencia tunecino a través de publicaciones como «L’Action Tunisienne» y su trabajo con el movimiento sindical, mantuvo su compromiso con la autodeterminación judía a través de organizaciones sionistas de izquierda. Esta aparente contradicción era para Memmi una tensión productiva que reflejaba la complejidad real de la experiencia vivida.
En las décadas siguientes, continuó desarrollando su análisis de las relaciones entre dominación y emancipación en obras como El hombre dominado (1968) y Racismo (1982). Su último libro importante, Décolonisation et décolonisés (2004), ofreció una evaluación crítica de los resultados de la descolonización, demostrando su capacidad sostenida para el análisis complejo incluso de los movimientos con los que se había identificado.
Memmi vs. Sartre: la identidad judía como realidad positiva
El contraste entre las visiones de Sartre y Memmi sobre la identidad judía ilustra perfectamente la diferencia entre una mirada externa, aunque empática, y una comprensión vivida de la condición judía. En Reflexiones sobre la cuestión judía (1946), Sartre argumentaba que «el judío es un hombre que los otros hombres consideran judío: ésta es la verdad simple de la que debemos partir. En este sentido el demócrata tiene razón contra el antisemita: es el antisemita quien hace al judío». Para Sartre, la identidad judía era fundamentalmente una construcción social negativa, una identidad impuesta desde fuera.
Memmi, en cambio, en Retrato de un judío, ofrece una visión más compleja y matizada: «La condición judía es primeramente un hecho, como el color de mi piel y de mis ojos […] Pero es también una manera de vivir esta facticidad, de asumirla o de rechazarla». Y elabora: «No soy solamente judío porque los otros me consideran como tal […] Soy judío porque hay una tradición judía, una historia judía, porque hay una comunidad que vive y sufre».
Esta divergencia se refleja también en sus respectivas comprensiones de la relación entre judaísmo y universalismo. Mientras Sartre sugería que la condición judía era una especie de particularismo impuesto que obstaculizaba el acceso a lo universal, Memmi veía en la experiencia judía una forma específica de acceder a lo universal: «Es precisamente a través de mi particularidad judía, y no negándola, que puedo contribuir a la construcción de un verdadero universalismo».
Memmi vs. Deutscher: contra el «judío no judío»
Isaac Deutscher (1907-1967), historiador marxista polaco y biógrafo de Trotsky y Stalin, articuló su visión sobre el «judío no judío» en un influyente ensayo del mismo nombre, publicado en 1958 para una conferencia sobre «La contribución judía a la civilización moderna» en el Jewish World Congress. El ensayo, que más tarde se convertiría en una referencia fundamental para cierta izquierda judía secular, desarrollaba una tesis que el propio Deutscher, como judío comunista que había abandonado el judaísmo ortodoxo de su juventud, encarnaba: la idea de que la contribución más valiosa de los pensadores judíos a la cultura universal provino precisamente de aquellos que se distanciaron del judaísmo. «Fueron judíos los que trascendieron el judaísmo […] y encontraron su inspiración intelectual y su ambición moral fuera de la estrecha tradición judía». Deutscher construye una genealogía que va desde Spinoza hasta Trotsky, pasando por Marx y Rosa Luxemburg, donde la capacidad crítica de estos pensadores deriva precisamente de su posición marginal respecto al judaísmo: «Vivieron en las fronteras de varias civilizaciones, religiones y culturas nacionales […] y esto les dio la ventaja de la visión estereoscópica que el pensamiento moderno requiere».
La posición de Memmi representa una comprensión radicalmente diferente de la relación entre identidad judía y universalismo. Para Memmi, la judeidad no es algo que pueda o deba ser trascendido, sino una condición existencial que debe ser asumida en toda su complejidad. Memmi insiste en que el verdadero universalismo no requiere el abandono de la particularidad judía sino su asunción plena.
El contraste entre estas posiciones revela dos comprensiones fundamentalmente diferentes del universalismo y la emancipación. Para Deutscher, el universalismo requiere una forma de desenraizamiento, una capacidad de distanciarse de las particularidades étnicas y religiosas. La figura del «judío no judío» representa para él la superación dialéctica de la particularidad en nombre de valores universales. Memmi, por el contrario, entiende que el verdadero universalismo solo puede construirse desde, y no contra, las particularidades concretas. La experiencia judía, en toda su complejidad, no es un obstáculo para el universalismo sino una de las vías posibles hacia él.
Las implicaciones políticas de estas visiones contrastantes son profundas. La posición de Deutscher, a pesar de su aparente radicalidad, reproduce paradójicamente la exigencia asimilacionista de que los judíos abandonen su particularidad como precio de admisión a lo universal. Como señalaría más tarde Zygmunt Bauman en su análisis de la modernidad y el antisemitismo, esta exigencia coloca a los judíos en lo que él llama «la trampa de la ambigüedad»: se les pide que se asimilen completamente para ser aceptados, pero simultáneamente se los marca como eternamente diferentes, incapaces de una asimilación verdadera. La figura del «judío no judío» de Deutscher, lejos de resolver esta contradicción, la reproduce en un nivel más alto: ahora el «buen judío» es aquel que demuestra su universalidad precisamente a través del rechazo de su judaísmo, una posición que, como Memmi señalaría, no hace más que confirmar la imposibilidad de una verdadera aceptación. La visión de Memmi, en cambio, sugiere la posibilidad de un universalismo concreto que no requiere la negación de las identidades particulares sino su transformación desde dentro.

La crítica de Memmi a Deutscher resulta sorprendentemente actual cuando la confrontamos con la tesis desarrollada por Enzo Traverso en El fin de la modernidad judía (2013). En esta obra fundamental, Traverso argumenta que la «modernidad judía» -un período histórico que sitúa entre la Haskalá (Ilustración judía) y el Holocausto- se caracterizó por la emergencia de intelectuales judíos que, precisamente por su posición marginal tanto en la sociedad gentil como en la tradición judía, pudieron desarrollar perspectivas críticas radicales. Para Traverso, esta tradición de pensamiento crítico judío, ejemplificada por figuras como Walter Benjamin, Gustav Landauer, o Rosa Luxemburg, se distinguía por su capacidad para combinar el universalismo revolucionario con una sensibilidad mesiánica heredada del judaísmo.
Sin embargo, Traverso sostiene que esta tradición intelectual llegó a su fin con el establecimiento del Estado de Israel y el triunfo del sionismo político. En su visión, la transformación de los judíos de minoría diaspórica en mayoría nacional en Israel habría eliminado las condiciones que hacían posible esta perspectiva crítica particular. El judaísmo contemporáneo, argumenta, habría abandonado su potencial universalista para adoptar un particularismo nacionalista defensivo.
Donde Deutscher celebraba al «judío no judío» como modelo de intelectual revolucionario (una posición que él mismo encarnaba y promovía), Traverso lamenta su supuesta desaparición, construyendo una narrativa de declive donde la «modernidad judía» -caracterizada por figuras judías universalistas y críticas- habría dado paso a un judaísmo particularista, conservador y sionista. En ambos casos, el judaísmo «auténtico» o «valioso» es paradójicamente aquel que se distancia de sí mismo.
La lectura de Memmi, especialmente su insistencia en Retrato de un judío y La liberación del judío sobre la posibilidad de articular un universalismo que no requiera la negación de la particularidad judía, nos ofrece herramientas para cuestionar la tesis de Traverso. Donde Traverso ve en la normalización nacional del pueblo judío el fin de su potencial crítico universal, la perspectiva de Memmi sugiere otra posibilidad: que la autodeterminación nacional, lejos de ser un obstáculo para el universalismo, podría ser la base para una nueva forma de articularlo, una que no requiera el abandono de la identidad como precio de la participación en la modernidad.
La política de identidades y sus paradojas
Lo que hace particularmente compleja la situación actual de los judíos de izquierda es que, a diferencia de la época de Memmi, no enfrentan la presión de un universalismo abstracto que les exige abandonar su particularidad, sino precisamente lo contrario: se encuentran atrapados en un discurso que privilegia las experiencias particulares de opresión y colonización, pero que sistemáticamente deslegitima o excluye la experiencia judía de este marco.
Esta situación presenta un desafío distinto al que enfrentó Memmi. Ya no se trata de defender la particularidad judía frente a un universalismo que exige su disolución, sino de articular la complejidad de la experiencia judía dentro de un marco que, paradójicamente, fetichiza la particularidad pero solo admite ciertas formas de ella. El judío de izquierda se encuentra así en una posición imposible: debe elegir entre negar aspectos fundamentales de su experiencia histórica y su identidad, o ser excluido de un campo político que hace de la experiencia particular su punto de partida.
La paradoja tiene su origen en una transformación profunda del discurso poscolonial. Si Memmi escribía en un momento en que el análisis colonial estaba anclado en la especificidad histórica, el presente está marcado por una expansión radical del concepto de colonialismo que lo ha convertido en la clave maestra para interpretar toda forma de opresión y dominación. El colonialismo se ha transformado en una herramienta de análisis omnipresente que se aplica indiscriminadamente a todos los niveles de la experiencia social y política: desde los grandes movimientos históricos hasta las relaciones interpersonales más íntimas, todo es leído a través del prisma de la relación colonizador/colonizado. En este proceso, el sionismo ha sido recategorizado no solo como una forma más de colonialismo, sino como su expresión paradigmática, un movimiento que condensaría todas las características del proyecto colonial europeo.
Esta expansión conceptual ha tenido consecuencias dramáticas para la comprensión de la experiencia judía. La rica y compleja historia del sionismo, con sus múltiples corrientes y sus orígenes como movimiento de liberación de un pueblo perseguido, se ve reducida a una simple expresión del colonialismo europeo. La posición ambivalente de los judíos en el sistema colonial, que Memmi analizó con tanta agudeza en el contexto del Magreb -donde eran simultáneamente víctimas y beneficiarios parciales del colonialismo francés-, y que encuentra paralelos históricos remarcables en Europa Oriental, desaparece en favor de una categorización binaria que no admite matices.
El caso de los judíos de los países árabes y sefaradíes resulta particularmente revelador de las limitaciones del análisis poscolonial contemporáneo. Su experiencia histórica, marcada por la vulnerabilidad en países árabes y una relación compleja con el sionismo como vía de escape de esa vulnerabilidad, así como el crecimiento de un antisemitismo local en paralelo al desarrollo de las conciencias nacionales árabes, desafía las categorías simples de la teoría poscolonial actual.
Esta complejidad no pasó desapercibida para los teóricos originales de la descolonización. Fanon, en Los condenados de la tierra, ya advertía sobre las complejidades y contradicciones del proceso de descolonización, incluyendo el riesgo de que las nuevas conciencias nacionales reprodujeran formas de exclusión y opresión contra las minorías internas. Su análisis de cómo la violencia colonial puede ser reproducida en nuevas formas por los movimientos de liberación nacional nos ayuda a entender la posición paradójica de comunidades como los judíos mizrajíes: simultáneamente víctimas del colonialismo europeo y del nacionalismo árabe emergente.
Esta experiencia ilustra perfectamente las deficiencias de la interseccionalidad contemporánea: un marco teórico que, prometiendo capturar la complejidad de las opresiones múltiples, termina en la práctica reproduciendo categorizaciones binarias donde los grupos deben ser o bien opresores o bien oprimidos, sin posibilidad de ocupar posiciones más complejas. La temporalidad misma del análisis se aplana: la historia de los judíos y del sionismo se lee retroactivamente desde sus resultados actuales, ignorando las contingencias históricas y las múltiples posibilidades que existieron en diferentes momentos.
Más allá de la pureza: una crítica de la posición académica contemporánea
El análisis de Memmi sobre cómo los judíos pueden y deben navegar las contradicciones entre particularidad histórica y compromiso emancipatorio encuentra un eco sorprendente en la filosofía política de Slavoj Žižek. Para el filósofo esloveno, el verdadero acto político radical no consiste en liberarnos de nuestras determinaciones históricas o en pretender alcanzar una posición «pura», sino en asumir plenamente las contradicciones que nos constituyen. Žižek insiste en que la búsqueda de una posición de pureza moral o ideológica es precisamente lo que paraliza la verdadera acción política: al intentar situarnos «fuera» de las contradicciones, perdemos la capacidad de transformarlas desde dentro.
Esta perspectiva nos ayuda a iluminar la posición de Memmi. La fuerza de su pensamiento residía precisamente en su capacidad para reconocer que estamos siempre ya implicados en las estructuras que queremos cambiar. Como judío tunecino, anticolonialista y sionista de izquierda, nunca buscó resolver estas aparentes contradicciones mediante simplificaciones o elecciones forzadas, sino que las asumió como el terreno mismo desde donde articular una política transformadora.
La convergencia entre ambos pensadores resulta especialmente reveladora cuando la contrastamos con las posiciones dominantes en la academia occidental contemporánea. Un ejemplo paradigmático son las declaraciones de Judith Butler sobre el 7 de octubre, donde caracteriza los ataques de Hamas como «resistencia armada» y no como un ataque terrorista o antisemita, argumentando que fue «un levantamiento que surge de un estado de subyugación contra un aparato estatal violento». Butler insiste en que los palestinos simplemente «están luchando contra un poder colonial» y que si fuera un poder colonial diferente, también lucharían contra él.

Esta posición ejemplifica lo que Žižek, siguiendo a Hegel, denomina la «posición del alma bella»: aquella que pretende mantener sus manos limpias criticando todas las posiciones desde una supuesta superioridad moral, sin comprometerse realmente con las contradicciones inherentes a cualquier lucha política real. La crítica de Žižek a Butler resulta relevante aquí: su aproximación teórica termina reproduciendo una forma de política despolitizada, donde el gesto de transgresión y la pureza moral reemplazan el compromiso real con las contradicciones materiales de la lucha política. Esta es precisamente la posición que vemos hoy en cierta izquierda académica que, desde la «distancia crítica» que proporcionan los campus universitarios, puede permitirse reducir conflictos complejos a simples narrativas de opresión y resistencia.
Tanto Memmi como Žižek, desde diferentes momentos históricos y marcos teóricos, coinciden en señalar cómo cierta intelligentsia de izquierda construye su posición política desde una distancia que le permite evadir las verdaderas contradicciones del conflicto. Si Memmi criticaba a los intelectuales franceses que podían permitirse un anticolonialismo abstracto precisamente porque no vivían las tensiones reales de la situación colonial, Žižek señala cómo la academia contemporánea puede sostener posiciones de aparente radicalidad precisamente porque está protegida de las consecuencias reales de los conflictos que analiza. En ambos casos, la crítica apunta a una doble falla: por un lado, la distorsión de las condiciones históricas concretas en favor de narrativas simplificadoras; por otro, la incapacidad para proponer soluciones políticas viables, ya que el compromiso con la pureza moral impide precisamente el tipo de compromiso con las contradicciones reales que cualquier solución política requeriría.
Hacia una praxis política radical
La relectura de Memmi sugiere un camino diferente para la izquierda judía contemporánea: no buscar una imposible pureza moral ni ceder a la simplificación maniquea, sino partir de las contradicciones de nuestra posición como base para una política genuinamente emancipatoria. En el contexto posterior al 7 de octubre, esto significa desarrollar una práctica que no intente escapar de las tensiones inherentes a nuestra situación, sino que las asuma como punto de partida para una intervención más radical.
Esta perspectiva permite intervenir en los debates actuales de una manera que escapa tanto al binarismo dominante como a la falsa neutralidad. La denuncia del uso instrumental del antisemitismo como escudo contra toda crítica a Israel no tiene por qué comprometer la vigilancia activa contra el antisemitismo real en los movimientos pro-palestinos. Del mismo modo, la crítica a la respuesta militar israelí en Gaza no requiere romantizar la «resistencia» armada o minimizar la brutalidad de los ataques del 7 de octubre.
El verdadero legado de Memmi para la política actual es una forma de pensar y actuar desde la complejidad. Su ejemplo sugiere que podemos denunciar simultáneamente la violencia contra los palestinos por parte de los sectores radicalizados de la derecha mesiánica israelí y los elementos antisemitas presentes en las articulaciones de una «Intifada Global», militar contra el giro autoritario del actual gobierno israelí mientras rechazamos el relato de una Palestina «del río al mar», y construir alianzas basadas no en la negación de las contradicciones sino en su reconocimiento mutuo.
La tarea de la izquierda judía hoy no es elegir entre sus múltiples lealtades e identidades, ni buscar una síntesis imposible que resuelva mágicamente todas las tensiones, sino radicalizar estas contradicciones hasta el punto donde se conviertan en la base para una nueva forma de práctica política. Cuando hablamos de «radicalizar las contradicciones», no nos referimos a profundizar los conflictos sino a asumir plenamente las tensiones inherentes a nuestra posición para transformarlas en fuente de acción política. Por ejemplo, es precisamente porque somos sionistas que debemos ser los críticos más agudos de las políticas que comprometen el proyecto sionista; es porque estamos comprometidos con la seguridad de los civiles israelies que debemos buscar activamente una solución justa para los palestinos; es porque somos de izquierda que debemos denunciar el antisemitismo en los movimientos autopercibidos progresistas.
«Radicalizar las contradicciones» significa rechazar tanto la falsa coherencia del dogmatismo como la parálisis de la equidistancia. Implica usar nuestra posición aparentemente «imposible» -ser simultáneamente judíos, sionistas y de izquierda- no como un problema a resolver sino como un punto de vista privilegiado desde el cual desarrollar una crítica más profunda tanto del viraje mesianico del proyecto nacional judio como del giro identitario del proyecto politico de la izquierda global.