En la opinión pública se han formado dos bandos irreconciliables: para unos, en Gaza se está cometiendo un genocidio; para otros, se trata de una guerra justa.
Para apoyar sus afirmaciones, ambos bandos citan hechos concretos y recurren al derecho internacional.
Cada bando tiene sus propios expertos, historiadores y métodos forenses. Para algunos, la acusación de genocidio no es más que el viejo antisemitismo con un nuevo disfraz; para los otros, la referencia al antisemitismo es una cínica instrumentalización para blanquear los crímenes de Israel. Pero ambos bandos tienen algo en común: una certeza inquebrantable de que están moralmente en el lugar correcto.
Se ha abierto un abismo en el que no sólo chocan los diferentes puntos de vista, sino que ya ni siquiera pueden ponerse de acuerdo sobre la realidad misma.
El problema puede resumirse en dos preguntas concretas: ¿se trata de un genocidio o de una guerra? ¿Actuaron de buena fe Sudáfrica y Karim Khan cuando acusaron a Israel de genocidio ante la Corte Penal Internacional (CPI) y obtuvieron órdenes de detención contra Netanyahu y Gallant?
Dado que no podemos meternos y mirar en el corazón y el alma de nadie, el único recurso posible es comparar este caso con otros. Las comparaciones prudentes son el mejor y quizá el único sustituto de las categorizaciones morales preconcebidas que impiden pensar con claridad.
Por esta misma razón, dejo de lado el hecho de que la ANC sudafricana recibiera generosas donaciones de Irán y Qatar tras acudir a la CPI. Se dice que la ANC sudafricana recibió generosas donaciones de Irán y Qatar, lo que, de ser cierto, debería suscitar algunas preguntas.
Que yo sepa, desde que se creó la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya hace más de setenta años, sólo se han presentado cinco denuncias por genocidio, a pesar de que se han producido más de treinta masacres generalizadas de civiles y campañas de hambruna en todo el mundo[1].
Pero Israel fue “la elegida” entre todos los demás: Biafra, Camboya, Guatemala, Burundi, Indonesia, Timor Oriental, Uganda, Irak, Zimbabue, Afganistán, Siria y otros que habrían sido candidatos mucho más adecuados para este proceso. Sudáfrica podría haber presentado una denuncia creíble contra el sirio Bashar al Assad por el genocidio de su propio pueblo -unos 600.000 muertos- o contra el genocidio de Myanmar contra los musulmanes rohingya. En estos (y otros) casos, el número de muertos fue considerablemente mayor que en Gaza. Pero sólo Israel parece haber despertado la conciencia moral de Sudáfrica, a pesar de que la operación militar israelí sólo se produjo tras una masacre especialmente horrenda.
¿Por qué, debemos preguntarnos, Sudáfrica nunca ha presentado una denuncia contra el genocidio de los congoleños, los sudaneses en Darfur, los rohingya en Myanmar o los sirios? ¿Por qué ningún país ha presentado nunca una denuncia contra otro que haya actuado sin haber sido amenazado, salvo en el caso de Israel? Se podrían tachar estas observaciones preliminares mías de “whataboutismo”[2].
El general Roméo Dallaire dirigió la misión de la ONU que hizo cumplir el acuerdo de paz de 1993 entre hutus y tutsis. Tras el asesinato del presidente Habyarimana en 1994, los hutus comenzaron a asesinar sistemáticamente a los tutsis, en las calles y en sus propias casas. El gobierno de transición de Ruanda animó a los hutis a matar a todos los tutsis que pudieran encontrar.
Como dice el experto en genocidios Paul Bartrop, el asesinato masivo se convirtió en una virtud.
Dallaire se dio cuenta muy pronto de lo que estaba pasando y pidió repetidamente más tropas y armas. El Consejo de Seguridad de la ONU no sólo rechazó sus súplicas, sino que tomó la sorprendente decisión de reducir el número de tropas sobre el terreno de 2548 a 270 soldados. Se ordenó a Dallaire que regresara a casa (a lo que se negó heroicamente).
A pesar de sus alarmantes informes y llamamientos, la ONU se negó a calificar los hechos de genocidio. Hasta que finalmente se llegó a eso, pasaron varias semanas, un millón de tutsis y hutus moderados asesinados. Para el Consejo de Seguridad, la matanza fue una “guerra civil interna”.
Lo que quiero decir es lo siguiente: algunas guerras y masacres se califican de “genocidio”, mientras que, en otras, casos más obvios, hay una sorprendente reticencia a usar la palabra. Habría que preguntarse por qué.
Otro ejemplo es Darfur. Allí, las fuerzas gubernamentales musulmanas de Sudán y los soldados de las milicias atacaron a todos los habitantes no musulmanes y torturaron, violaron y mataron indiscriminadamente a mujeres, niños y ancianos. Más de 400.000 personas murieron, más de dos millones fueron desplazadas y 250.000 acabaron en campos de refugiados en Chad.
También en este caso, el mundo tardó un tiempo grotescamente largo en reaccionar y utilizar la palabra “genocidio”.
Por eso, resulta aún más sorprendente e inquietante que Sudáfrica -tan preocupada por la justicia en el caso de Israel- se negara a detener a Omar al-Bashir en 2015. El presidente sudanés, acusado por la Corte Penal Internacional por su papel y complicidad en el bárbaro genocidio de Darfur. Cuando se trató de los crímenes de al-Bashir, Sudáfrica fue sorprendentemente indulgente, pero cuando se trató de la respuesta militar de Israel a una masacre de Hamás con explícita intención genocida, se mostraron sorprendentemente escrupulosos.
Y ahora consideren esto: tres días después de que israelíes fueran violados, quemados vivos y fusilados delante de sus padres e hijos, ya se estaba utilizando la palabra genocidio para describir la respuesta de Israel.
El 8 de octubre, Hezbolá lanzó ataques con cohetes tan masivos contra el norte de Israel que decenas de miles de israelíes tuvieron que huir de sus hogares.

Los israelíes tuvieron que huir de sus casas y ser puestos a salvo. Hezbolá declaró explícitamente que iba a avanzar hacia territorio israelí. No obstante, el enviado palestino de la ONU escribió el 10 de octubre al Consejo de Seguridad sobre los primeros ataques de Israel en Gaza: “Con una deshumanización tan brutal y el intento de subyugar a un pueblo mediante bombardeos, utilizando el hambre como medio de guerra y destruyendo la existencia misma de una nación es nada menos que genocidio”.
Los cuerpos de los israelíes asesinados aún estaban calientes, las casas llenas de humo y toda la nación en estado de shock, pero la palabra genocidio ya circulaba en los niveles más altos de la misma organización que se había negado a reconocer el exterminio de civiles en Ruanda.
Sin duda, algunos políticos israelíes han proferido terribles amenazas de venganza, pero no hace falta ser un abogado especialmente dotado para comprender la diferencia entre un genocidio real y una “incitación al genocidio” (que ya es un delito penal en sí. Al igual que la incitación al odio y un asesinato real, son delitos diferentes).
Tampoco hace falta ser un psicólogo superdotado para darse cuenta de que el Gobierno, conmocionado y bajo la presión de décadas de bombardeos en las fronteras al norte y al sur y la soga de Irán alrededor de su cuello, decidió cerrar la Franja de Gaza. Luego vino la marcha atrás. Los desvergonzados políticos cesaron en sus escandalosos llamamientos, un comportamiento tan fuera de lo habitual en los líderes genocidas que llaman explícitamente y en voz alta a su pueblo a la matanza indiscriminada.
Cuando se invade el territorio de un Estado, se tortura, asesina y secuestra a personas, se atacan bases militares y se bombardea a civiles, el derecho internacional y el sentido común exigen una respuesta militar. Para enfatizar esto una vez más: Israel tenía derecho a responder en consecuencia para proteger su territorio.
Según el derecho internacional, la Carta de las Naciones Unidas “en caso de ataque armado contra miembro de las Naciones Unidas no afecta o dificulta en modo alguno al derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva”. La guerra de Israel en Gaza y Líbano se produjo tras años de bombardeos en sus fronteras, de llamamientos de los dirigentes iraníes a la destrucción de Israel después de años de relativa moderación militar por parte de los israelíes frente a esporádicas incursiones militares crueles y tras una escandalosa invasión de su territorio con el claro objetivo de matar al mayor número posible de civiles. Sin embargo, fue a Israel a quien se acusó de genocidio apenas después de haber sido atacada.
¿Es necesario señalar aquí que en 2024 no hubo ni una sola resolución de la ONU contra Turquía, Hamás, Argelia, Irán, Afganistán y China, a pesar de su historial en materia de derechos humanos? ¿Mientras que al mismo tiempo hubo 17 resoluciones contra Israel?
¿Tampoco nos enteramos de declaración alguna de las organizaciones internacionales mencionadas cuando Turquía atacó a los kurdos sirios en noviembre de 2024?
Turquía atacó a los kurdos sirios en noviembre de 2024 y cortó el suministro de agua y electricidad a un millón de personas en medio de una sequía.
La acusación de Karim Khan contra Netanyahu y Gallant en la CPI sigue esta lógica. Netanyahu es un ser humano profundamente inmoral y un cruel jefe de Estado, pero debería hacernos pensar que es la primera vez que un jefe de gobierno elegido democráticamente y un ministro de defensa que libran una guerra para proteger a su pueblo son enjuiciados. Para mantener la apariencia de “imparcialidad”, Khan también solicitó una orden de detención contra Mohammed Deif, el líder militar de Hamás. Se trataba también de una novedad no exenta de comicidad: nunca se había dictado una orden de detención contra alguien a quien, en general, se da por muerto en el momento de la acusación.
Si Khan hubiera querido realmente crear simetría entre los bandos, la elección habría sido obvia: Mohammed Sinwar -hermano de Jahia Sinwar, el cerebro del 7 de octubre-, que actualmente sigue al mando de las operaciones de Hamás.
Según la orden de detención internacional emitida por Khan, Sinwar sigue campando a sus anchas, y los dirigentes democráticamente elegidos de una nación que se defiende deberían ir a la cárcel. Si Khan quería simetría, ¿por qué no consideró la posibilidad de acusar a los líderes de Hamás de crímenes contra la humanidad, no sólo por la masacre de civiles israelíes, sino aún más por exponer a su propio pueblo a los ataques israelíes al albergarlos en objetivos militares y no darles refugio en sus túneles?
Se podría argumentar que Israel tiene derecho a la defensa, pero no a la fuerza desproporcionada. Sin duda, Israel ha hecho caso omiso de la proporcionalidad del artículo 51 de la Carta de la ONU. La destrucción en Gaza es desgarradora, la reconstrucción llevará mucho tiempo. Israel ha cometido numerosos crímenes de guerra. Debería haber puesto fin a esta guerra hace tiempo, garantizar un alto el fuego y liberar así a los rehenes israelíes. Pero el uso desproporcionado de la fuerza y un crimen de guerra no equivalen a genocidio.
La proporcionalidad es una de las reglas más irritantes de la guerra. Aquí se aplican dos mandamientos: 1) Ataques sólo sobre objetivos militares, 2) debe garantizarse que los beneficios de un ataque compensen los daños a la población civil. Mientras tanto, ha quedado claro más allá de toda duda que Hamás -deliberada y maliciosamente- construyó toda su infraestructura militar debajo o en medio de edificios civiles. Todo el mundo sabe que “beneficio” es un término elástico. No existe una regla empírica para él, e Israel tiene tanto derecho a interpretar la “utilidad” de sus objetivos como lo hacen otros países. Según el derecho internacional, siempre está prohibido destruir lugares de oración o arte y atacar o destruir la ciencia o los hospitales, a menos que contribuyan al esfuerzo bélico, lo que desgraciadamente es el caso aquí.
Por supuesto, Israel a veces ha juzgado mal el peligro de estos lugares, pero cientos de túneles en un área pequeña dan lugar a la idea paranoica de que el enemigo está al acecho en todas partes. A falta de bases militares claramente definibles, Israel ha hecho lo que ha podido para mantener a salvo a la población civil con decenas de miles de mensajes telefónicos y panfletos lanzados sobre la zona pidiendo a la población civil que evacue. (Que se sepa, no ha ocurrido nada comparable en ningún genocidio documentado anteriormente).
No se trata en absoluto de negar la magnitud y la crueldad de la destrucción. Pero permítanme repetirlo: la destrucción desproporcionada no es genocidio.

La distinción entre guerra y genocidio es crucial y los siguientes elementos son cruciales: no había una alternativa militar obvia para devolver la paz, diezmar a Hamás y debilitar a un Irán cada vez más descarado y amenazador; Israel ha hecho todo lo posible para proteger a la población civil de Gaza advirtiéndoles repetidamente y esperando hasta después de la evacuación para lanzar operaciones militares. Podría haber hecho más, pero fue suficiente, de modo que la flagrante acusación de genocidio no estaba justificada. Por último, y sobre todom la destrucción militar no tenía por objeto destruir la identidad del grupo de población, condición sine qua non en la definición de genocidio.
Irónicamente, es Hamás, como tantos otros dirigentes árabes e iraníes de los últimos 70 años, quien ha declarado incesantemente su intención de erradicar a los israelíes en su calidad de judíos, tanto por su religión como por su nacionalidad.
El preámbulo de la Carta de Hamás de 1988 afirma: “Israel existirá y seguirá existiendo hasta que el islam lo aniquile, como ha aniquilado a otros antes que él”. El artículo 7 dice: “El día del juicio no llegará hasta que los musulmanes luchen contra los judíos y los maten. Entonces los judíos se esconderán detrás de las rocas y los árboles gritarán: ‘Oh musulmán, hay un judío escondido detrás de mí, ven y mátalo’”.
En 2000, Jamenei, líder de Irán y partidario de Hamás, dijo: “El cáncer llamado Israel debe ser desarraigado de la región” y en 2001: “El objetivo perpetuo de Irán es la erradicación de Israel de la región”.
Con este fin, Hamás estaba dispuesto a hacer pagar a su población civil el precio que fuera necesario para destruir Israel, un hecho bien documentado.
La acusación de hambruna lanzada por Michael Fakhri, relator especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, ilustra cómo se ignora sistemáticamente la complejidad inherente a un escenario de guerra para promover una acusación general de genocidio.
Haciendo caso omiso de los hechos históricos, Fakhri afirmó sobre Gaza que “nunca en la historia de la posguerra una población ha sido llevada tan rápida y completamente a la inanición como los 2,3 millones de palestinos que viven en Gaza”. En Camboya, al menos 500.000 personas murieron de hambre. En Afganistán 6,1 millones de personas han sido clasificadas en la categoría de emergencia IV. Gaza ni siquiera figura entre los 10 primeros de esta oscura lista, aunque tengamos que reconocer una vez más que la gente de allí está sufriendo terriblemente.
Además, Israel ha introducido 900.000 toneladas de alimentos en Gaza desde el comienzo de la guerra. Por diversas razones, estos alimentos no siempre han llegado a la población: el saqueo por parte de Hamás y su interés en controlar a la población mediante raciones de alimentos; la vengativa obstrucción de los convoyes por parte de israelíes de extrema derecha (aceptada con cómplice indiferencia por miembros del ejército) y el mal comportamiento de los soldados israelíes en una situación confusa y estresante en la que cientos de camiones procedentes de diversos países y organizaciones de ayuda se abrieron paso a través de la frontera de una zona tan pequeña.
Como muchas otras cosas en esta guerra, los hechos son confusos, pero es precisamente esta confusión la que marca la diferencia con una hambruna criminal y premeditada. Hasta la fecha, no hemos oído hablar de ningún país que haya permitido la entrega de toneladas de alimentos y al mismo tiempo sea acusado de matar de hambre a esa misma población. Tampoco hay noticias de un país que vacune al 90% de sus niños contra la polio mientras comete genocidio. El genocidio tiene por objeto impedir la transmisión de la cultura y la identidad y, por tanto, victimiza preferentemente a mujeres y niños.
Por último, también resulta curiosa la extraordinaria inflación de palabras para criminalizar a Israel. El publicista estadounidense Adam Shatz habla de domicidio, scolacidio, ecocidio y econocidio[3]. Otros hablan de educideio[4]. Cushman propone el gazacidio, que espera que tenga una resonancia similar a la de la “Shoah”, como una aniquilación única, sin precedentes históricos. Como para expresar la criminalidad atroz única y sin igual de los israelíes. Nunca ha habido tal proliferación de palabras relacionadas con el genocidio.
Podemos preguntarnos si no se trata de un pueblo que ha sido acusado de asesinatos rituales y del asesinato de Cristo durante siglos cuando hoy se le acusa tan precipitadamente y tan a la ligera de todas las formas de genocidio.
Las guerras, como los genocidios, son acontecimientos monstruosos provocados por el hombre. En las guerras, como en los genocidios, la gente pierde la vida, su integridad física, a sus familiares y amigos, y sus hogares.
Algunas personas tienden a condenar los acontecimientos monstruosos de cualquier naturaleza en los términos más extremos. Pero en el ámbito jurídico, intelectual y moral la elección precisa de las palabras es esencial. Cuando los colonos de extrema derecha hablan de limpieza étnica en Cisjordania y la parte norte de Gaza, ya no podemos expresar nuestra indignación moral por sus crímenes porque el término genocidio, el peor de todos los ultrajes, ya se ha agotado. Cuando una guerra de defensa se convierte en una guerra de destrucción, ya no podemos hacer las preguntas necesarias: ¿Cuándo y dónde debería haber terminado?
¿Cuántas vidas de civiles palestinos vale la seguridad de Israel? ¿Cuándo un estado de autodefensa permanente se convierte en una imagen agresiva y paranoica del enemigo? Los juicios morales maximalistas no ayudan a responder estas preguntas. De hecho, conducen a una anestesia moral y así genera que los conceptos menos sensacionalistas ya no parezcan lo suficientemente escandalosos y agudos.
Hay suficientes razones para este maximalismo moral: antisemitismo abierto, titulares sensacionalistas, exhibición de la propia superioridad moral y una asombrosa incomprensión de la naturaleza de un conflicto que no se parece a ningún otro en el mundo. Cualquier persona de buena voluntad puede desaprobar la devastación que el ejército israelí está causando en las vidas de los habitantes de Gaza, para ello debe ayudar a reconstruir este país destruido.
Pero él y ella también comprenderán que parte de la dirigencia palestina lleva cien años librando una guerra contra Israel, sin negar nunca su objetivo: la aniquilación de Israel, ya sea mediante la limpieza étnica o a través del genocidio.
Un grupo de población puede estar oprimido, como sin duda es el caso de los palestinos, pero también ese mismo grupo puede querer cometer un genocidio. Sólo podemos debatir seriamente este conflicto si lo entendemos como una guerra en curso y no olvidamos que parte de los palestinos están vinculados a algunos líderes árabes e iraníes con la intención de destruir a Israel. Desde el 7 de octubre, la psique israelí está en estado de shock porque ese día se hizo realidad la conocida intención de destruir Israel. Mientras no se reconozca esto, no podrá haber un debate sobrio sobre los crímenes de Israel.
[1] Nota del traductor: los casos tratados por la CIJ involucran a países, y la CPI es un tribunal penal que lleva casos contra individuos por crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad.
[2] Nota del traductor: ¿Y que me decís de fulano?, es decir, compararse con otros que hicieron cosas peores o semejantes como justificación de hechos propios condenables.
[3] Nota del traductor: destrucción de casas, de escuelas, de medioambiente y de la economía.
[4] Nota del traductor: destrucción de la educación.
Foto de portada: Karim Khan, fiscal jefe de la Corte Penal Internacional.