La estrechez de la institución: la duda primera
Es preciso, ante todo, anclar estos párrafos en un tiempo y un espacio: tengo 32 años y soy un judío de Mendoza. Habrán tantas maneras de presentar el judaísmo vernáculo como judíos en esta provincia (probablemente más, o lamentablemente menos); yo he elegido una sensación que me invade desde hace tiempo: se trata de un judaísmo íntimamente ligado a las instituciones. Tal como lo percibo, difícilmente late vida judía más allá de las instituciones judías, no hay comunidad que no sea la institucionalizada. Esto no es por sí mismo negativo, sino porque el judaísmo institucionalizado se me hace cada vez más estrecho. No es alarmante: estrecho no implica menos verdadero o, si se prefiere, menos profundo. En cambio, sí creo que es necesario advertirlo y comenzar a preguntarse qué implicancias tiene.
Transité mi infancia en los ‘80, cuando la sinagoga ashnekazí absorbió al escaso minián del templo sefaradí, que ya no podía sostenerse; durante los ‘90, mi juventud transcurrió sin advertir el lento declinar de la única institución judía de izquierda, siempre negada desde mi comunidad de pertenencia. Mientras tanto, yo experimentaba lo que pensábamos el esplendor de la comunidad y sus instituciones: de los brazos del sandak a las clases de torá en la escuela, del dribling en básquet a la lectura de la haftará y de ahí ojalá a la tnuá o directamente a la jupá; todo. Y todo bajo el mismo techo.
Ya advirtieron los filósofos franceses que la vida moderna transcurre en y entre instituciones: de la familia a la escuela, de ahí a la universidad o la fábrica y, de ser necesario, al hospital o a la cárcel. La particularidad de mi vida judía fue que todos esos en y entre sucedieron dentro de una única institución comunitaria: la institución total, esa que todo lo abarca, todo lo permite, todo lo reprime, todo lo responde y, si no puede hacerlo, es porque no existe (un eufemismo que esconde la expulsión o la eliminación). Eso sí, la fórmula funcionaba: mi universo, seguro e imperecedero, comenzaba y terminaba en la calle España, y de ningún modo me parecía estrecho.
Tan natural era para mí esa vida judía que no dudé de ella sino hasta mi primer viaje a Israel. Entonces me impactó menos la particular forma de ser del sabra, que la inexistencia de la feliz uniformidad que esperaba encontrar en mis compañeros de Mini-majón. La distancia entre posiciones políticas era sólo el comienzo y mi judaísmo demasiado estrecho como para entender cualquier pluralidad.
¿Qué implicancias tiene existir bajo una premisa única y uniformante en un mundo que no puede ser otra cosa que plural? Se percibirá estrecho, sí, pero cuánto puede incomodar un poco de estrechez frente a la seguridad de lo eternamente idéntico. Omitiré la pregunta sobre la posibilidad real de conservar una vida en esos términos y me preguntaré mejor si es acaso deseable. Crecí cuando desaparecían los sefaradíes y la izquierda, cuando imperceptiblemente se diluía lo propiamente ashnekazí y lo sionista en esta provincia. Uno no es uno mismo sin la presencia del otro; no da igual una u otra existencia: es evidente cuando de la concepción del Estado de Israel se trata, pero más significativo es poder advertirlo en las sutilezas de la interpretación de un mismo salmo con distintas melodías.
La propia biografía: pensar lo judío desde la experiencia
¿Por qué hablar de la experiencia de lo judío y no de judaísmo? No es nuevo: la mayoría de los no judíos definen el judaísmo como una religión, semejante al modo como entendemos al catolicismo. Sin embargo, la pregunta arroja las más variadas respuestas en boca de cualquier judío argentino: pueblo, sentimiento, tradición, nación, familia, comunidad, indiferencia, incertidumbre y religión, haciendo estallar la posibilidad de alcanzar una definición única, acabada y duradera.
Partiendo de esta explosión, la idea de experiencia nos permite situarnos desde la propia percepción de la vida judía para hablar sobre lo judío. Entiendo el relativismo absoluto en el que nos coloca suponer que sólo es posible hablar de lo judío subjetivamente; sin embargo, optaré por correr el riesgo de convocar la estrechez de mi propia biografía para pensar esta experiencia que me precede desde tiempos milenarios, que me coexiste en el mundo y en mi pequeña provincia, y que me sobrevivirá de un modo incierto. Esta última oración sugiere entonces que la experiencia individual de lo judío es siempre comunitaria, extendida desde y hacia otros en el tiempo y en el espacio; y que, en tanto experiencia personal, lo judío probablemente no pueda ser transmitido, o por lo menos no como algo dado de una vez y para siempre.
Lo judío como pluralidad: el espejismo fragmentado
Era domingo y mediaba una tarde primaveral en un prado del club socio-deportivo. No sumábamos más de treinta y el disertante era Darío Sztajnszrajber, que comenzaba a intuir que su presencia se debía más a una distracción que a la primera edición de Posjudaísmo. Disparó primero datos empíricos: en 2005, poco más del 70% de los judíos de Buenos Aires estaban desvinculados de las instituciones judías por no sentirse representados o identificados con ellas: no se encontraban a sí mismos en ese judaísmo.
Entonces lanzó su embestida: ¿quién define quién es judío, quién decide qué es lo judío? Los participantes comenzaron a inquietarse: no es una costumbre comunitaria replantearse la propia identidad un domingo por la tarde, y menos ponerla a discusión con los otros. El filósofo presentó entonces al judaísmo como una pluralidad de identidades, destacando que es la propia organización histórica del pueblo (que desde la destrucción del Segundo Templo carece de una cabeza única que todo pueda responderlo) la que permite que así sea. Y continuó: “Por eso se siente tan judío quien se coloca tefilim a diario como quien come guefilte fish una sola vez al año”. Así, frente al paralelismo axiológico entre el judaísmo religioso y el culinario, muchos de los participantes pasaron del ingenuo -cuando no hipócrita- discurso sobre la tolerancia de la diferencia, al tradicional combate por definir de forma unívoca lo judío, que mal disimula la negación del otro: pocas veces he escuchado un debate sobre lo judío que no sucumba en la diametral discusión sobre quién y qué no puede serlo. El inconsciente comunitario emergía para mostrar por qué esos judíos de los márgenes no se sentían bienvenidos en las instituciones, afirmando en el mismo movimiento la esencial e inevitable pluralidad del judaísmo, fundada en la experiencia subjetiva de lo judío.
¿Cómo entender lo judío como pluralidad? La primera vez que escuché al filósofo Ricardo Forster, se esforzaba por transmitir la idea del judaísmo contemporáneo como el reflejo de un espejo trizado en cientos de pequeñas partes en las que cada judío podía reconocerse.
Hace algún tiempo visité Berlín junto a otros siete judíos con los que poco y mucho tenía en común. De regreso, el viaje se me reveló ante todo como la constitución de un grupo en el que cada uno había podido afirmar y compartir su individualidad desde un lugar aceptado por los otros y, al mismo tiempo, reconocerse a sí mismo en la intensidad de la convivencia. Describí aquel grupo como un espejo de la comunidad(1). Sin embargo, finalizaba el párrafo con la lamentable sospecha de que se trataba más bien de un espejismo: tal profundo reconocimiento de lo judío y diferente en el otro es todavía un sueño de la vida comunitaria argentina.
La propia historia comunitaria: ser los otros judíos
Acaso las lecturas de los últimos años me llevaron a vivenciar lo judío como una experiencia ética: una determinada manera de vivir la mismidad y convivir con la otredad que responde a una particular forma de mirar el mundo, para mí judía. Una ética entendida como una óptica, precisa Jorge Larrosa explicando el pensamiento de Emmanuel Lévinas: la ética como mirada es una forma de responder o de hacerse responsable de la presencia del otro, del rostro del otro, del sufrimiento del otro; una mirada que responde a otra mirada y que, por tanto, no tiene su inicio en sí misma (en su saber, su poder o su voluntad), sino que es siempre una respuesta”(2).
Pero no siempre experimenté lo judío de este modo: he transitado diferentes ámbitos comunitarios que me determinaron de diversas maneras. Las mañanas en la escuela judía y las tardes en el club hicieron de mí un judío religioso y social: creía en la interlocución con Dios y vivía mi infancia con otros niños judíos. El secundario laico implicó una primera apertura a lo no judío al tiempo que la participación activa en la tnuá hizo de mí un judío político y sionista. La universidad trajo incertidumbres respecto de lo judío religioso, social y sionista, que provocaron idas y vueltas de la comunidad al mundo y viceversa. Años después me encontré nuevamente involucrado en la educación no formal, promoviendo un judaísmo cultural y laico que terminó perdiéndose en el abismo ideológico que nos separaba con los dirigentes de turno.
Más allá de lo anecdótico de este breve recorrido por mi vida judía -que podría representar buena parte de las biografías de mi generación-, persiste la pregunta por la identidad: ¿cuál de estos judíos soy? ¿El religioso, el socio-deportivo, el sionista, el madrij? ¿Uno comprometido con la ética judía? ¿O aquél que se reconoce cuando lo judío es recuperado en el cine? Me pregunto si alguna vez dejé de ser todos esos judíos. La propia identidad se me revela plural. Quiero decir: más allá de la constante incertidumbre, los irrevocables caprichos y las elecciones conscientes, ¿puedo dejar de ser estos judíos?
La herencia familiar: una inquietud acerca de la transmisión de lo judío
Termino donde todo siempre comienza. Pienso en la eficacia de la transmisión de lo judío en mi familia: somos tres hermanos que nos definimos como judíos y nos sentimos judíos. Sin embargo, cada uno encarna una combinación diferente de diversas dimensiones de lo judío: ideas de derecha, iniciativas de izquierda, actividades religiosas, inquietudes agnósticas, discursos sionistas, diálogos divinos, vidas socio-deportivas y placeres culturales. ¿Cómo llegamos a ser estos judíos?
Recuerdo que mi yeye Mauricio solía decir orgulloso: “Si uno tiene nietos judíos, entonces puede llamarse a sí mismo judío”. En sus palabras, la transmisión aparecía como el valor esencial de lo judío. No lo recuerdo en cambio reflexionando acerca de qué era el judaísmo, y menos preguntándose qué tipo de judío era. Apuraré de esto dos conclusiones: para la generación de mis abuelos, el judaísmo era efectivamente y ante todo la transmisión de algo; y por otro lado, definir ese algo no representaba un problema, o nunca fue necesario resolverlo.
Tal como lo entiendo, la herencia de ese algo que debía ser transmitido -pero que para eso no requería ser pensado-, llevó a la generación de mis padres a depositar la tarea en las sólidas instituciones comunitarias (la religión, la escuela, el club, la tnuá) y, consecuentemente, a preguntarse cada vez menos por lo judío.
Para mi generación, el resultado de este proceso de transmisión implica un judaísmo que ha conservado cuidadosamente sus formas judaicas, pero que al mismo tiempo ha ido perdiendo parte de su contenido judío. Una última anécdota puede ilustrarlo: en siete años de educación judía aprendí a leer y a escribir en hebreo, pero desconozco el significado de todo lo que leo o escribo. Literalmente: forma sin contenido. Sin embargo, pienso que es este mismo vacío de sentido el que facilita, por un lado, que cada judío de mi generación pueda preguntarse por lo judío y, por otro, que podamos encontrar respuestas plurales a nuestras inquietudes.
Quizá sea la imposibilidad de obtener garantías de la “adecuada” transmisión de un legado la que finalmente termina produciéndola. En mi experiencia, la herencia de lo judío parece haberse dado justamente cuando falló algo en la transmisión planeada, cuando me vi arrojado a la imprecisión de lo judío y decidí asumir la pregunta. De este modo, ninguna identidad puede ser aquella que procure la generación precedente, sino una configuración plural de experiencias e inquietudes personales en permanente diálogo con las de otros de otros tiempos y lugares, con las de otros de la propia comunidad y la propia historia.
1) Benasayag, A. (2011) “Puentes en construcción (relato en seis escenas)”. En Freigang, J. y Blufstein, A. (comps.) Berlín, ciudad cultural. Relatos de un viaje a Alemania. Buenos Aires: Embajada de la República Federal de Alemania y DAIA.
2) Larrosa, J. (2009) Palabras e imágenes para una ética de la mirada. Buenos Aires: Diploma Superior en Educación, Imágenes y Medios, FLACSO.