Las noticias que llegan desde Medio Oriente no hacen más que comenzar a derribar el mito de que la cooperación, el diálogo y la paz llegarían sólo después de que israelíes y palestinos firmaran la paz. Durante décadas, dirigentes políticos, analistas e intelectuales del mundo árabe y de Occidente han sostenido este mito argumentando que sólo en ese conflicto se juegan todas las tensiones territoriales, políticas, históricas, culturales y religiosas que atraviesan la región.
La irrupción de la llamada “Primavera Árabe” dio una primera señal. Las manifestaciones populares contra las dictaduras que controlaban con mano dura la mayoría de los países de la región nada reclamaban a los israelíes, ni hacían referencia al conflicto que durante años pareció ser causa de todos los males de la región. Las revueltas árabes iniciadas en Túnez hace dos años reclamaban a sus gobernantes mejoras económicas, libertades, igualdad de oportunidad. La bronca era hacia sus propios gobiernos y por primera vez en la historia, Israel no aparecía como el gran culpable de sus penurias.
Nadie puede desconocer que la perpetuación del conflicto entre israelíes y palestinos exacerba los posicionamientos políticos e inflaman a buena parte de la “calle árabe”, pero tampoco nadie puede obviar que se lo ha utilizado para encubrir y justificar el sometimiento y el retraso político, social y económico con que las dictaduras árabes han subordinado a sus pueblos.
Hoy por hoy Egipto y Siria están envueltos en enfrentamientos sangrientos y sus sociedades están fracturadas como nunca en los últimos treinta años. O mejor dicho, las diferencias intra e interreligiosas, que estuvieron latentes durante gran parte de la historia, se están revelando ahora de la forma más trágica: con miles de muertos, heridos y refugiados.
Por todo esto parece paradojal que en medio de este caos regional, israelíes y palestinos aparezcan con una agenda propia, muy diferente de la que sobrevuela a la región. Y si bien es cierto que pocas veces en la historia de este conflicto, un reinicio en las negociaciones despertó tan poca expectativa como el que acaba de suceder gracias a la tenaz y constante presión del gobierno de Estados Unidos, pocas veces ha tenido un componente simbólico tan fuerte.
Las pocas expectativas creadas quizás sean también una oportunidad. Cualquier avance, por pequeño que sea, que se logre en este diálogo que iniciaron los gobiernos de Bibi Netanyahu y de Mahmud Abbas va a ser mucho mejor a lo sucedido en los últimos tres años, en los que no pasó nada. Y que no haya pasado nada tampoco es tan grave si se tiene en cuenta el contexto regional y lo que ha sucedido entre ellos en los últimos cuarenta años: siempre sobresalió la violencia y la muerte. Desde 2010, ambas partes estuvieron dedicados a otra cosa. Ni siquiera la violencia incontrolada en los países vecinos pudo quebrar esta larga tregua.
Los israelíes, desde que asumió Bibi, se preocuparon sólo por Irán y su desarrollo nuclear. Visto como una amenaza existencial para Israel, la política exterior de su gobierno intentó convencer al mundo del peligro que representaría un Irán con capacidad nuclear. Mientras tanto, al conflicto con los palestinos sólo había que administrarlo.
Por su parte, los palestinos de la Autoridad Nacional que conduce Abbas apostaron plenamente por la política y la diplomacia, dejando de lado cualquier tipo de extorsión violenta. Y no les fue nada mal. Avanzaron en la construcción de instituciones en Cisjordania y desafiaron e incomodaron a Israel en los organismos internacionales.
Mientras cada uno miraba para otro lado y ninguno estaba con ganas de sentarse con el otro, la comunidad internacional veía con atención y asombro cómo se convulsionaba el mundo árabe. La “Primavera Árabe” volteaba dictadores sanguinarios que parecían eternos para dejar lugar a procesos políticos inéditos dentro de varios países del Medio Oriente.
La apuesta de Obama
Ahora, la incertidumbre es total: las explosivas situaciones en Siria y Egipto dominan la escena y Occidente mira con preocupación y sin intervenir. Del resultado de estos dos procesos dependerá mucho el diseño del nuevo mapa político del Medio Oriente. En este contexto, la decisión de la administración Obama de hacer enormes esfuerzos para volver a sentar a las partes en una mesa de negociación cobra muchísimo más valor. Que el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, viajara numerosas veces a la región en pocos meses para lograrlo muestra el interés de EEUU para que se rompa el statu quo.
Los presidentes estadounidenses siempre han soñado con coronar sus mandatos con un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos. Obama no es la excepción y además lo necesita como el agua. Necesita validar aquel compromiso que enunció apenas asumió, en El Cairo en 2009. Prometió una renovada relación con el mundo árabe e islámico luego del desastre que le había dejado su antecesor, George Bush.
Intentó encarrilar la cuestión iraní y no pudo y lo que prometía convertirse en una apertura en el mundo árabe con su primavera se transformó en una preocupante inestabilidad cargada de incertidumbre, donde Estados Unidos no sabe bien qué hacer. Intervenir militarmente sería una regresión imperdonable luego de haberse retirado de Irak y estar haciendo lo propio en Afganistán.
Las graves crisis en Egipto y Siria también han sacudido a los dos enemigos de Israel que más cerca lo amenazan. Hamas se ha quedado huérfano nuevamente. Cuando parecía que el gobierno de Al Asad en Siria se desplomaba, buscaron refugio en el ascendente Morsi, quien de la mano de la Hermandad Musulmana había llegado al poder. Egipto iba a ser ahora quien lo sostendría política, económica y militarmente. Pero Morsi cayó en desgracia y ahora Hamas está buscando cómo reposicionarse. El descontrol en Egipto y las persecuciones a sus socios de las Hermandad no son buenas noticias para ellos.
Por su parte, Hezbolá arriesgó mucho en su involucramiento en la guerra civil siria. El explícito apoyo a Al Asad ha dañado su imagen en el mundo árabe. A los ojos de la calle árabe, dejó de ser el “valiente” grupo que se oponía a la presencia israelí en tierra árabe para transformarse en un poderoso actor que ahora decidió jugar manifiestamente apoyando al chiismo sirio. Esto tiene muchas implicancias en un mundo árabe, partido al medio por la disputa entre sunitas y chiitas.
Nueve meses…
En este contexto, el primer encuentro entre israelíes y palestinos luego de tres años, que se concretó en Washington, parece ciencia ficción. Las partes fueron representadas por la ministra de Justicia israelí, Tzipi Livni, y el negociador jefe palestino, Saeb Erekat. Ambos se reunieron en la Casa Blanca con el presidente Barack Obama, quien les agradeció que hubieran aceptado la invitación de Kerry para negociar.
Acordaron que ningún asunto quedará fuera de la mesa de negociaciones. Un satisfecho Kerry dijo que las partes “han aceptado mantener negociaciones prolongadas, continuadas y sustanciales sobre todos los asuntos esenciales”. Las negociaciones durarán nueve meses y ambas partes se han comprometido a mantener los términos en secreto, y el único autorizado a dar detalles será el propio Kerry. Sin embargo, se filtraron algunos de los ejes por los que pasarán las negociaciones: estaría abierta la posibilidad de intercambiar territorios. Se trataría de que Israel entregue a un futuro Estado palestino más de un 90% de Cisjordania, excluyendo varios bloques de asentamientos. El resto, Israel lo compensaría cediendo una serie de territorios algo menores bajo su soberanía desde 1949.
Nada muy distinto a lo que le habría ofrecido el ex primer ministro Ehud Olmert a Abbas en 2008. Si bien aquella vez el líder palestino no aceptó la oferta, Abbas habría dado señales que en esta ocasión podrían cambiar de idea. Para llegar a este reinicio de las negociaciones, Netanyahu se comprometió a liberar a 104 prisioneros palestinos (ya empezó a cumplir liberando a los primeros 26) encarcelados antes de 1993, muchos de ellos acusados de haber asesinado israelíes.
Estas medidas impopulares le están trayendo problemas a Netanyahu y por eso las intentará mitigar con anuncios sobre alguna expansión de asentamientos o cosas parecidas. De todas formas, no le alcanzará para evitar fuertes turbulencias políticas que no vendrán ni de Egipto ni de Siria, mucho menos de los palestinos. En su mismísimo gobierno encontrará a los críticos más feroces, que no entenderán ni se preocuparán por las consecuencias que pueda traer hacer explotar por los aires, más temprano que tarde, este nuevo intento de israelíes y palestinos de alcanzar algún tipo de acuerdo. A los sectores más extremos de su Gabinete, que no quieren negociar nada con los palestinos, no les importará que se esté frente a una excelente oportunidad para seguir derribando mitos.
El autor es politólogo. Magister en Estudios Internacionales (UTDT).