El 10 de diciembre de 1983 asumía el gobierno el Doctor Raúl Alfonsín, iniciando con su mandato un nuevo -e inédito, por su continuidad ininterrumpida hasta el presente- ciclo democrático en la República Argentina.
El de 1983 era un país arrasado por el terror, el endeudamiento, el desmantelamiento del Estado y la desarticulación de los lazos sociales. Pese a todo esto, la democracia constituía entonces una promesa de paz, civilidad, igualdad, pluralidad y tolerancia en pos del interés general. En ese esperanzado contexto, la recuperación progresiva de las libertades, de los espacios públicos y de las legitimidades institucionales favoreció la proliferación de novedosas experiencias estético-políticas que contribuyeron a renovar y vitalizar la escena cultural contrahegemónica.
Se trata de una serie de iniciativas que pueden incluirse dentro de lo que el artista plástico y sociólogo argentino Roberto Jacoby denominó “estrategia de la alegría”. Jacoby utilizó esta expresión para referirse a una serie de disruptivas acciones culturales iniciadas durante el último tramo de la dictadura, que procuraron la defensa del estado de ánimo y buscaron potenciar las posibilidades de los cuerpos, frente a la feroz estrategia de ordenamiento concentracionario y aniquilamiento desplegada por el terrorismo de Estado.
Durante los años ’80, la “estrategia de la alegría” se desplegó como una forma molecular de resistencia, conformando un entramado de formas de encuentro microsociales en bares, discotecas, estaciones de subte, clubes, parques o sótanos en ruinas: espacios no convencionales del circuito artístico a veces intermitentes o efímeros, otras creados por sus propios protagonistas como centro de reunión y creación artística colaborativa. Una apuesta/respuesta política de resistencia pero también de confrontación, que valiéndose de la afectividad de los sujetos apuntó a reconstruir el lazo social quebrado por el poder desaparecedor a partir de la instauración de otras formas de sociabilidad.
Los festivales del Ring Club, el taller La Zona, la Esquina del Sol, el Café Einstein, la discoteca Cemento, los primeros shows de Virus, el Centro Parakultural, los Museos Bailables, Medio Mundo Varieté, el Bar Bolivia y las fiestas del Club Eros fueron algunos de los lugares que albergaron las corrosivas propuestas de grupos de músicos, artistas y performers que intentaban contrarrestar los efectos paralizantes del terror con acciones donde el juego, el humor, el cuerpo, el placer, el baile, las emociones, la distancia irónica y el encuentro con el otro tuvieron un rol privilegiado. Observado sus características, es posible detectar rasgos comunes, que pueden sintetizarse de acuerdo con las siguientes estéticas: una estética colaborativa; una estética de la precariedad; una (contra)estética vestimentaria y una estética festiva.
Una estética colaborativa
Las presentaciones de pintura en vivo del trío Loxon durante los shows de bandas hoy míticas del rock; las perfomances de Emeterio Cerro, Vivi Tellas, Omar Chabán o el grupo Las Inalámbricas junto con artistas plásticos, las producciones de los grupos de actores del Parakultural, las muestras de arte y teatro en la discoteca Cemento, el desfile del Body Art en Palladium, los shows y vestuarios del grupo Virus, las jornadas de peluquería y cena en el Bar Bolivia: algunas de las iniciativas que surgieron y se sostuvieron a partir del trabajo conjunto. Estas y otras experiencias entre plásticos, músicos y actores revelan los indicios de los vínculos cooperativos puestos en marcha durante aquellos años.
Cada producción implicaba la colaboración de una red de personas, provenientes de diversas disciplinas artísticas, cuyo trabajo era esencial para lograr el resultado final.
Las obras se producían por medio de un sistema de autofinanciación, en el que cada artista aportaba lo necesario para concretar el trabajo. Muchas veces, los recursos limitados los obligaban a adaptar sus ideas iniciales en base a los materiales, instrumentos y espacios disponibles, pero eso no impedía que las llevasen adelante. Más que el resultado final, lo que importaba era el proceso, lo que ocurría durante la creación de la obra, los vínculos y relaciones que esa producción generaba.
La difusión de los shows era de boca o en boca o con volantes de bajo costo, que se repartían entre los asistentes y entre los amigos y conocidos de los artistas.
Las obras producidas escapaban a la rigidez del sistema de distribución vigente y circulaban por carriles alternativos. En el caso de las obras plásticas, muchas de ellas eran rifadas, subastadas o directamente regaladas a los asistentes. En el caso de los recitales de los grupos de rock, era frecuente la difusión de los mismos, post show, a través de grabaciones registradas en cassettes vírgenes por alguien del público.
En la base de estos modos de colaboración pueden identificarse tres factores que motivaron y posibilitaron las interacciones conjuntas: la escasez de recursos económicos, que los conducía a juntarse para poder concretar sus obras; la adhesión a un cuerpo de convenciones estéticas compartidas, que los hacía valorar estilos innovadores y experimentales, ininteligibles para las instituciones existentes y, sobre todo, un modo de acción común contra la censura. Es decir, aunque no todos planearan explícitamente sus presentaciones como acciones contra la censura, la internalización de la censura los llevaba a planificar su trabajo teniendo en cuenta cómo los podría llegar a afectar una posible acción represiva.
La censura constituía una gran limitación externa que los artistas habían interiorizado: todos ellos compartían experiencias, interpretaciones y predicciones en relación con la represión y el accionar de la policía y los militares. Esta situación, sin embargo, más que generar inacción o retraimiento, devino en la suma de esfuerzos y en la intervención activa por parte de los artistas. Aunque no de modo consciente o programático, sus acciones resultaron en una trama de sociabilidad alternativa, vital, festiva y alegre, frente a los embates del terror dictatorial y sus secuelas durante la apertura democrática.
Una estética de la precariedad
Liberados de las formas y los condicionamientos externos los artistas supieron producir una práctica estética que se potenció en aquel entramado colaborativo. Procedimientos de deconstrucción, desmontaje, alteración de las formas clásicas de representación fueron desplegando estrategias por donde fugarse y construir nuevas afectividades que potenciaron sus capacidades de obrar.
Omar Viola, en alusión al nacimiento del Parakultural, sostiene que era un lugar que hablaba el lenguaje propio de la época: “Hablaba de hallar el beneficio en la no existencia de medios. Cómo la no existencia puede transformarse en existencia. Esa falta de confort estaba a favor y no en contra de lo que se quería decir”. Un nuevo modo de vida cargado de vitalidad se produjo en aquel contexto de precariedad. En un momento donde el poder penetraba los cuerpos para imponer la reproducción de un orden social que anunciaba la imposibilidad de cualquier movimiento, la paradoja fue que para quienes formaban parte de esas experiencias todo era posible, como si las dificultades se hubieran vuelto el estímulo.
La precariedad se instaló como la condición de posibilidad que permitió que en aquel momento catastrófico algo sucediese. Se activó la expresión de un nuevo modo de vida desde el interior de lo que se buscaba vaciar a través de las prácticas represivas de la dictadura. El desafío al cual se enfrentaban generó una particular estética, como lo recuerda la actriz Katja Alemann: “Siempre laburábamos con lo que había”. En consonancia con el ejercicio de la libertad que les permitía la experimentación, compusieron estilos barrocos, proclives a la desmesurado, una estética del ‘deshecho’, de lo trash, de los residuos, del rejunte basurero, que componía un aspecto único donde todo se mezclaba logrando producir la colisión y fusión de partes diversas con la impronta de una inquietud por lo fugaz y momentáneo.
Sin pensar en jerarquías que pudieran condicionarlos, tomaban lo que encontraban o aquello que no se había tenido en cuenta para adaptarlo y transformarlo de acuerdo a sus propios requerimientos. Así lo describe Ana Torrejón -integrante del grupo de performers Las Inalámbricas- refiriéndose a aquel proceso de deconstrucción: “las frutas de plástico que podían ser mal categorizadas para otros podían ser una maravilla para alguien o las piedras falsas me podían parecer joyas”. También es el caso de Batato Barea, emblemático protagonista de la escena under que apelaba a la mezcla desde diferentes registros y confeccionaba sus vestuarios con materiales que reciclaba de la basura o que le regalaban, componiendo una estética inigualable e inclasificable.
De un modo desprejuiciado, muchos artistas se permitieron construir un lenguaje propio, comunicar en cualquier registro y con lo que había a mano por fuera de cualquier convención. Fueron, en este sentido, experiencias que se caracterizaron por el desparpajo de reivindicar lo “malo” como un valor subversivo y de yuxtaposición, utilizando los “géneros menores”, creando un microcosmos que tuvo como particularidad extraer su potencia de aquella precariedad, en consonancia con el ejercicio de la libertad que no invocaba formas hechas ni en sus prácticas artísticas, ni en sus estéticas.
Una (contra)estética vestimentaria
Del mismo modo irrumpieron novedosas estéticas vestimentarias como soportes para aquellas identidades alternativas y contraculturales que se distanciaban no solo de la moda hegemónica del momento -que exaltaban las marcas y los cuerpos estandarizados- sino también de la antimoda con su contraestilo más cercano a lo hippie. El cruce de diversas disciplinas en aquel entramado under tuvo su correlato en diversas prácticas corporales vestimentarias que provocaban de un modo sugerente una performatividad que desacomodaba y tensionaba la tríada cuerpo-vestido-sociedad.
La dictadura había desplegado mecanismos disciplinadores delineando un orden corporal y estético que consideraba “correcto” y “adecuado” para los jóvenes e instaurando así un orden social y moral a través del vestido que normalizaba los cuerpos. Las (contra)estéticas vestimentarias surgidas en los espacios under colisionaban con el orden corporal internalizado por la sociedad. Aquellos cuerpos que en el espacio público atentaban contra lo esperado eran colocados en un lugar potencialmente subversivo, generando la molestia e incomprensión del entorno social que había interiorizado los mecanismos de (auto)censura y obediencia y que condenaba dichas transgresiones a los códigos del vestido apropiado. Tal fue el caso de Federico Moura, líder del grupo Virus, con sus prácticas ambiguas en materia vestimentaria que resultaban inadmisibles dentro del campo del rock, que no tardó en censurarlo desde una mirada autoritaria que albergaba ciertos rasgos machistas y homofóbicos.
Como Moura, fueron varios los artistas, músicos y actores que desplegaron prácticas vestimentarias que se desterritorializaban en su imprecisión y que asumían un carácter ambivalente e inclasificable que los colocaba fuera de la obediencia y, al mismo tiempo, instalaban un desafío que desacomodaba las formas sexuales binarias y las asignaciones tradicionales de género. Se trataba, en suma, de la multiplicidad de un devenir ambiguo, que les permitiría colocarse en el límite, al borde; de allí su potencia subversiva pero también su incomprensión.
Romper con las convenciones implicaba ser tratados desde la burla, la desaprobación y la censura. Haciendo alusión a aquellos años, el Indio Solari recuerda que durante la dictadura militar fue necesario construir “guaridas underground para Dionisios” donde “perder la forma humana en un trance que desarticule las categorías vigentes y provea emociones reveladoras”. El desafío estaba en repensar las potenciales dimensiones del cuerpo: un cuerpo que gozaba de sí mismo en una suerte de plena potencia de afectación renunciando a cualquier forma y aparecía recuperando una dimensión que la dictadura buscaba expropiarle.
Capaces de construir nuevas afectividades, muchos miembros de esa generación construyeron el acto de vestirse como una experiencia afectiva y placentera de búsqueda. Cargar las prendas de significado, atribuirles un carácter simbólico y afectivo, buscar y encontrar esas prendas de estéticas tan disímiles en las ferias de San Telmo, los mercados de pulgas, las tiendas viejas o incluso en el cottolengo: en esas búsquedas se vislumbraban los pliegues de un ropaje que atesoraba en su interior momentos lúdicos y placenteros. Una suerte de refugio en un entorno hostil, un modo de habitar un país inhabitable. Con los vestidos de Las Inalámbricas, Torrejón hace alusión a su intención de querer “inundarlo todo”, poniendo vida y paradoja en aquel contexto, como si los cuerpos no aguantasen más y en esa mezcla de expresiones un espíritu dionisíaco pudiese acontecer de un modo escurridizo desviándose de las condiciones históricas que pretendían volverlo su blanco.
Una estética festiva
Aunque teñida por la sombra de la dictadura, la democracia implicaba para los artistas la posibilidad de trabajar sin censuras y la libertad de explorar nuevas formas, experiencias y colores, tanto en el propio cuerpo, como en el lienzo o en la vestimenta. Pero sobre todo, la democracia traía consigo el desenfado de generación desinhibida e irreverente, que hacía de cada noche una fiesta.
Quizás el testimonio más elocuente al respecto sea el de crítico de arte Renato Rita: “Siempre la complicidad con el espíritu es festiva. Además el mundo era demasiado hostil alrededor. La necesidad de un espacio con alegría encapsulada era fundamental. El resto era el terror. La fiesta también era una manera de combatirlo”.
En los años de la última dictadura, a la coerción habitual típica de la vida cotidiana se sumaron la censura y el miedo que el violento dispositivo de terror desplegado por los militares diseminó por toda la sociedad, logrando el silencio, la parálisis y el autocontrol de la gran mayoría de los ciudadanos. En ese contexto represivo, la fiesta y su agitación desordenada, sus arrebatos colectivos, sus excesos y exuberancias pueden entenderse como una necesidad de recuperar el movimiento, de desentumecerse, como una deflagración brusca tras una compresión larga y severa.
El tiempo vivaz de la fiesta ofrece entonces la posibilidad de otro mundo, un espacio de libertad distinto y placentero, donde sus participantes se sienten contenidos, sostenidos y transformados por fuerzas sociales superiores que los traspasan. De allí que en los períodos de efervescencia social, bajo la influencia del entusiasmo general, ocurre a veces una transformación de la realidad cotidiana que se vincula con la creación de un mundo ideal, fundamental para el sostén de todo grupo o colectivo social.
Las fiestas saben más que quienes las generan, decía una crónica periodística de la época, aludiendo tal vez a esta dimensión (re)creativa de esos encuentros festivos. Y de allí su potencia política: como generadores de espacios de reunión capaces de intensificar los flujos de energía vital y suscitar estados de efervescencia colectiva que resignifiquen los sentidos cristalizados. La fiesta como un tiempo de máxima expresión de la vitalidad social, donde el despliegue creativo de fuerzas es capaz de generar nuevas concepciones ideales que impriman otros significados a la vida colectiva.
Así, puede pensarse que al atomismo de la ciudadanía y de la vida social generado por la dictadura, las fiestas de los ‘80 contrapusieron los valores de la producción colectiva y la creación en colaboración. Cambiaron el aislamiento, el encierro y la clandestinidad por el encuentro grupal, la visibilidad y el regocijo del contacto con los otros. Propusieron, en contrapunto con el martirio y el padecimiento de la tortura, la exacerbación de los sentidos y la recuperación del cuerpo como superficie de placer.
Criticaron el modo de organización estructurado y jerárquico de las organizaciones militares -y guerrilleras- a partir del trabajo autogestivo, sin directores, y de la fusión de lenguajes artísticos. Inventaron nuevas prácticas vestimentarias, extravagantes y andróginas, que desacomodaron las asignaciones tradicionales de género, frente a las imposiciones anodinas y homogeneizantes del poder en materia de moda. Desafiaron las técnicas de disciplinamiento y normalización desplegadas por el poder militar con una estrategia política que apuntó a la mutación, a la protección del estado de ánimo y a la dispersión de afectos alegres.
Promovieron, en suma, una serie de concepciones ideales que irrumpieron como valores alternativos a los de la dictadura militar. Ideales que se sobreañadieron a lo real con un alto poder revitalizador, contribuyendo en la restitución del tejido social desarticulado por el terror. Nuevos modos del ser y del hacer que no fueron meras abstracciones, sino que se imbricaron en la sociedad con todo su potencial liberador y constituyeron un punto de partida referencial para las generaciones posteriores.
* Las autoras son, respectivamente, socióloga, investigadora del CONICET y docente de la UBA; y socióloga, docente e investigadora de la UBA.