¿Qué condujo a la historiadora Sophia Menache, nacida en Buenos Aires y catedrática medievalista en la Universidad de Haifa, a escribir su novela biográfica familiar? ¿Cuál es el espacio judeo-árabe mesoriental en este relato trans-generacional y trans-nacional que narra primero la historia de su legendaria abuela Amelia Hasan de Sued (1900-1988), emigrada desde Damasco y matriarca de una familia tradicional de la comunidad judeo-damasquina en Buenos Aires? ¿Y qué sobrevivió de aquella Argentina amada y tanguera de Sara Sued de Moaded (1924-1995), cuarta hija de Amelia entre ocho hermanos, después que sus dos hijas deciden emigrar a Israel, y luego sufrir la irreparable desaparición de su amado hijo menor?
El secuestro y desaparición de Néstor Salvador («Kike», 1957-1976), el vástago de 19 años de Sara y Rafael Moaded, es el punto ciego que genera la escritura de esta biografía familiar. Sophia Menache trama relatos sobre tres generaciones de su familia que atraviesan espacios nacionales (Siria, Argentina, Israel), étnicos, ideológicos (sionismo socialista, marxismo revolucionario), políticos y utópicos. Ineludibles tramas con las cuales la autora va tejiendo la biografía colectiva de la familia que culmina en la memoria recuperada del nieto, hijo y hermano desaparecido. Acto generador y destino trágico de la memoria familiar, todo el sentido profundo que emerge de la lectura en esta biografía ficcional se juega en última instancia en torno al infortunio de Kike, el «Principito» de la hermana mayor, cuyo duelo fraternal y escriturario reclama de Sophia Menache tanto de un paciente trabajo testimonial de historiadora, como también de su imaginación de narradora.
Ella nos cuenta pequeñas historias íntimas, contextualizadas en el escenario nacional e internacional, entrelazando el pasado y presente de la abuela, la madre, el padre, las tías, los primos, las dos hermanas, y de Kike. Genealogías que trazan en primera y tercera persona el perfil étnico, cívico, nacional y transnacional de miembros de una familia judía porteña oriunda de Siria, e invitan a ser leídas como novela, pero además en clave de identidad sobre tres generaciones. Si la abuela Amelia condensa la etnicidad extraterritorial de la comunidad damaceña de Agudat Dodim en Flores, entre ambas guerras mundiales, la incanjeable identidad argentina de su hija Sara es el retrato de una judía porteña arraigada en su ciudad. Sara se desproletariza rápidamente y se casa con un empresario exitoso de la comunidad; nunca renunció a escuchar programas radiales de tango; se indignaba cívicamente ante vecinas antisemitas; incluso «no entendía el desarraigo de mis hijas a la cultura argentina»: más aun, la identidad argentina de Marta celaba de que Israel se las «arrancaba» cuando hicieron alyah» (p.219).
Enigmas y puntos en fuga
El compromiso no meramente cívico del hermano Néstor Salvador Moaded sino el sacrificio nacional revolucionario y utópico de Kike (alias del militante) atraviesa las fronteras de la ciudad de Buenos Aires y de la Argentina en esos ideologizados años ‘60 y ‘70 para abrazar fraternalmente -sin diferencias de etnia, cultura, religión u origen- a toda América Latina, «hasta la victoria siempre».
La biografía del hermano menor, «alma gemela» de la narradora, incluso se puede leer como relato retrospectivo del yo autobiográfico en tercera persona de la propia existencia en familia de la hermana mayor. Pero, previsiblemente, esta estrategia narrativa biográfica –cuyo estatuto es diferente de la autobiografía- termina asediada por los enigmas y puntos en fuga, con numerosos hiatos desconocidos por la relatora, respecto a la historia del Kike militante en la Juventud Guevarista, vísperas del terrorismo de Estado argentino. Aquí la historiadora-novelista se vale de las memorias de otros militantes, textos ideológicos de camaradas y mentores de su hermano, además de cartas íntimas, textos ficticios, e intuiciones de hermana que brotan de su corazón.
Indudablemente, el entorno biográfico del relato familiar y la crónica macro sobre el país está construido con materiales que la narradora conoce bien por su propio oficio de historiadora: las actuaciones sociales, barriales, la vida comunitaria y el quehacer cotidiano y vecinal de los personajes biografiados. En cambio, el entorno revolucionario, que la narradora procura rescatar para la memoria de su hermano militante, se esboza titilante tras los precarios materiales de que están hechos los sentimientos y deseos adolescentes, sus proyectos utópicos, desvaríos de la razón del joven combatiente y sus sueños quiméricos, frente a los cuales la ideología de la violencia zozobra y la voluntad de proletarización resulta una prueba de clase social no fácil de sortear.
La atracción que ejerce la historia de Kike es indudable: por primera vez se escribe el relato fraternal sobre un adolescente que creció en el seno de una familia burguesa de la comunidad judeo-siria, que se socializa en el politizado colegio General J. J. de Urquiza en Flores, y que abandona el movimiento sionista socialista del Hashomer Hatzair y Baderej, atraído como tantos otros jóvenes por el ideario del Che y la conciencia obrera en una colateral organización juvenil del PRT-ERP.
Y al igual que otros shombricos, Un retazo del olvido relata que Kike también había remplazado la lectura ideológica sobre el kibutz en el Nueva Sión de aquellos años por la convocatoria del foquismo y el internacionalismo proletario de El Combatiente, Estrella Roja, Nuevo Hombre y Juventud Rebelde. Pero, además, el relato sobre Kike seduce porque condensa simultáneamente una biografía testimonial con elementos autobiográficos más personales e íntimos. Aquí, precisamente aquí, la autora tropieza con algunas dificultades narrativas para construir un verosímil testimonio del ignorado pasado militante de Kike, con un idéntico nivel de verosimilitud que el lector acepta cuando lee la biografía familiar de su abuela contando anécdotas de vida, incluso legendarios relatos orales de las Mil y Una Noche; o sobre su madre Sara recitando poemas de Gagliardi y Fernández Moreno.
Pacto de lectura…
Sophia Menache se inspira en la famosa frase de Gabriel García Márquez en sus memorias Vivir para contarla: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». De tal forma, la historiadora devenida en narradora intenta recordar todo lo que necesita y desea a fin de rescatar la memoria de su querido hermano desaparecido y desconocido. A pesar que se trata de una biografía familiar en primera y tercera persona, y no un libro autobiográfico de la autora, resulta tentador leer Un retazo del olvido a partir de un pacto de lectura al modo en que la formulaba Philippe Lejeune. En su celebrado libro El pacto autobiográfico, asevera el académico francés que «una autobiografía no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando dice que la dice y el lector se la cree». Ese pacto garantizaría que la vida relatada sea verosímil como un testimonio del autor, aunque también haya varios girones de una memoria novelada en el relato sobre sí mismo y de los otros. Creo que la virtud literaria mayor del libro biográfico de Sophia Menache es permitirle a la hermana hacer el duelo por su hermano desaparecido mediante un relato que se lee como autobiográfico sin serlo y así poder darle sepultura. Como ella misma escribe, Un retazo del olvido «representa la lápida de Néstor Salvador Moaded, apodado Kike, y de su breve existencia de diecinueve años en un planeta que llegó a querer tanto» (p.374) .
Personalmente me gusta esa ambigüedad cuando la narradora hace compartir textos de «memorias» y «testimonios» no ficcionales muy verosímiles sobre la vida de Kike, junto a otros textos ficticios que sólo reclaman veracidad y no verosimilitud.
Un valioso testimonio incorporado en el relato son las reflexiones de Moni, primo de Kike, activista en el movimiento Baderej y madrij del Club Macabi, desde donde fue testigo del asesinato a mansalva del periodista Emilio Jáuregui en junio de 1969 por represión policial. Moni decidió dar su testimonio a la Policía contando otra versión sobre ese asesinato durante el Onganiato, pero le costó la prisión en la cárcel de Devoto. Allí se encontró con numerosos estudiantes universitarios detenidos y presos políticos ante quienes ocultó su militancia sionista socialista, a modo de precaución y autocensura.
«(…) Vivía cada momento y todos mis pensamientos estaban enfocados en mi subsistencia en un medio que en cualquier momento podía transformarse en peligroso y amenazante… Pero una pregunta surgía, volvía a torturarme, y no me dejaba en paz: ¿Qué detenidos, católicos, protestantes o ateos, gallegos, tanos o alemanes, debieron ocultar su pertenencia étnico-comunitaria y su ideología política? Ninguno. Entre los presos políticos había de todas las gamas y todos los extremos: todos declaraban su identidad política y se agrupaban en los pabellones según la misma. El único que debió autocensurarse fui yo, como judío sionista….». (p.290).
“Testamento ideológico”
Kike registró y guardó ese testimonio de su primo, quien se trasladará a Israel. Pero la narradora no pudo encontrar evidencias de escritos personales semejantes de Kike cuando ingresará pocos años después en la militancia política de la izquierda guevarista. Luego de abandonar el movimiento sionista socialista Baderej y Hashomer Hatzair, Kike se había encontrado con Rafa, su alma gemela, a quien le confesó su nueva opción ideológica por la acción revolucionaria. Rafa juega un rol simbólico en la economía del relato biográfico de Menache al aparecer como leal javer de Kike en la Tnua, y también después seguirá su ejemplo en la Juventud Guevarista; asimismo, Rafa será el testigo sobreviviente quien, al cabo de treinta y seis largos años, revela a las hermanas del joven desaparecido la ignorada trayectoria militante e ideológica de Kike que la ocultó a su familia. A nivel ideológico, el perfil biográfico del hermano trazado en el libro transmite escasa información sobre el tránsito del Kike militante sionista-socialista al militante guevarista y nada sabemos de las tensiones, contradicciones y vacilaciones vividas. Pareciera que el nuevo Kike resurgiera entero, sin contradicciones ni fisuras, como tantos «otros jóvenes románticos que estaban dispuestos a dar sus vidas por sus ideales» (p.297).
Tampoco se sabe qué imágenes y opiniones/prejuicios mutuos tenían sus camaradas sobre la doble militancia de los sionistas socialistas o si la creían incompatible. Mucho menos se formulan, 36 años después, alguna autocrítica política, ética o/y reflexión lúcida sobrevivientes como Rafa acerca de la opción política por el PRT-ERP, o el haber colaborado de correo con la violencia que costó la vida a muchísima gente.
Al final del libro, la narradora caracteriza de «testamento ideológico» aquella decisiva opción por la acción revolucionaria del anterior javer del Hashomer Hatzair, además de calificarla como una «metamorfosis» incomprensible:
«Rafa compartía sus ideas y comenzaba a tomar conciencia de que su indecisión entre el sionismo socialista y la militancia de izquierda, constituía una contradicción que debía resolver. Kike ya la había resuelto, pero a Rafa le costaba entender la metamorfosis que había operado en su amigo y en especial su justificación de una política antiperonista… Como otros miembros de movimientos juveniles sionistas socialistas, también Rafa buscaba su camino dentro de la incertidumbre general ya que le era difícil mantenerse neutral frente a las corrientes que hundían en aguas profundas derechos humanos e instituciones democráticas. Eventualmente también él se incorporó a la Juventud Guevarista, pero su amigo ya no vivía para darle la bienvenida. Aquel encuentro furtivo en un colectivo rumbo a Flores, representó la despedida entre los dos amigos. En él redactó Kike, sin saberlo, su testamento ideológico que permitiría a su hermano postizo revelar a sus hermanas – ya abuelas veteranas y ciudadanas del Estado de Israel- la afiliación \política de Kike, tan amado y a la vez, no sólo desaparecido, también tan desconocido por ellas» (p.351).
Ahora bien: no es en el nivel ideológico de comprensión sino en el pacto de lectura autobiográfico donde el lector se conmueve más por la otra metamorfosis de Kike que nos relata su dolorida hermana.
Kike, metamorfoseado en un “Principito” combatiente pero soñador, a pesar de confesarle a su hermana Marta que confía en su estrella, en la última carta le escribe que presiente su próxima desaparición. En esa carta, con el dibujo del desolado paisaje donde el Principito desapareció de la tierra sin dejar rastros, Kike cita las palabras de Antoine de Saint Exupery, a quien se suma con su hermana biógrafa. Los tres terminan implorándole al lector que, si llegase a ver alguna traza del regreso del legendario Principito desaparecido, por favor se lo comuniquen rápidamente.
No casualmente el capítulo final, consagrado por la biógrafa al rescate de la memoria del hermano desaparecido, lo titula “Kike, y la estrella que defraudó”. Aquí la defraudación de la estrella del joven soñador desaparecido que quería luchar por la justicia y un mundo mejor, se superpone a la otra defraudación de la historiadora cuando ofrece el testimonio de sus vanos esfuerzos y de la familia para obtener la promesa de ayuda de dirigentes de Israel y su embajada en Buenos Aires, su decepción por el temor paralizante de la DAIA, y la pena por las infructuosas gestiones de amigos con influencia, incluidos periodistas conocidos del padre.
En síntesis: esta novela es una invitación muy lograda desde la biografía familiar a descorrer «un retazo del olvido» imperdonable en la historia del terrorismo de Estado en la Argentina, y que ayuda a reordenar los andamiajes de la memoria de su comunidad judía.
* Doctor en Historia (UBA), profesor e investigador en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y director de la revista literaria NOAJ.