En mi caso, la identificación con Newman/Ben Canaán no venía por el lado heroico (como dije, yo era un chico tímido) sino que más bien se expresaba en cierta pasividad expectante: yo no quería ser como él, sino que él me salvara a mí también, como lo hizo con cientos de sobrevivientes del Holocausto que llegaron clandestinamente a Palestina (poco antes de que se convirtiera en Israel) en la operación «Exodo».
Más tarde, cuando formaba parte de las filas de la tnuá (movimiento juvenil), el mesianismo infantil se tornó algo más complejo y diversificado. En el Israel de la temprana juventud no todos los miembros del colectivo nacional eran parte de nuestro bando, es decir, no todos los israelíes eran como Arieh Ben Canaán. La división había quedado muy clara desde el momento que Menajem Beguin fue elegido Primer Ministro. Entonces supimos que Israel también podía librar una guerra innecesaria e injusta. Eso y mucho más: que podía venderle armas a las dictaduras latinoaemericanas, bombardear el reactor nuclear de un país enemigo y también venderle armas ilegalmente a otro país enemigo que pasó a ser mucho más peligroso y fundamentalista cuando ese escándalo internacional -que incluía conexión con el narcotráfico- ya había quedado archivado en los diarios de la época. Pese a todo, Iom Haatzmaut seguía siendo un evento festivo. Las dudas e interrogantes del presente no podían poner en tela de juicio al pasado: era evidente que un corte drástico tuvo que haber tenido lugar entre el ayer y el hoy. Era factible, por lo tanto, volver a colocar la historia en el curso del que se había desviado. Mediante esta creencia el motivo del festejo quedaba inmune y las grietas que podían debilitar nuestro edificio de convicciones se proyectaban como rayos esperanzadores hacia un futuro mejor.
Contrastes
En la etapa postutópica, luego del acto realizador de la emigración (aliá) a Israel y la integración (klitá) a su cultura, las cosas se complicaron aún más. El festejo de la gesta independista persistía, pero competía con una tendencia cada vez más fuerte de balancearlo con la reflexión y la crítica. La inmersión en la vida real del Israel existente, en la que estaba incluido el estudio de su historia, planteaba dilemas y preguntas perturbadoras. ¿Y si Arieh Ben Canaán participó también en la expulsión de los árabes de Lod o -peor aún- en la matanza de Qibya? No era fácil, para alguien sediento de conocer los codos y los meandros del debate público y de la agenda intelectual del nuevo país, sustraerse a los vientos desmitificadores que soplaban con fuerza desde la Primera Intifada, se consolidaron durante la primavera pacifista de Oslo y amainaron hasta convertirse en un silbido tenue desde la irrupción de la Segunda Intifada. De modo que el festejo crítico, en el que la participación en el ritual grupal se combinaba con el estudio y la reflexión, era la síntesis que me permitía expresar identificación con el medio social sin renunciar a mi elaboración singular de esa pertenencia.
A partir de la Intifada de Al-Aqsa y la respuesta punitiva del gobierno israelí comandado por Ariel Sharón, a la fórmula «festejo crítico» hubo que agregarle comillas -como a tantas otras expresiones manipuladas por el lenguaje orwelliano del poder- con la intención de destacar su artificialidad, la brecha que la distancia de la realidad. La crítica pasó a ser un acto minoritario o solitario, en agudo contraste con los festejos masivos. En estas circunstancias, las preguntas se multiplican y lo acosan a uno por todos los flancos. ¿Cómo es posible festejar algo que criticamos? ¿Podemos henchirnos de júbilo y orgullo por un evento del pasado que contiene en su pliegues ocultos actos criminales que condenamos rotundamente?
¿Espejismos?
Cuando uno vive en el desierto no es difícil dejarse llevar por la desesperanza e incluso por la desesperación. En mi caso no se trata de una mera metáfora: mi percepción tiene una vasta base material sobre la que asentarse; el desierto no es sólo un estado mental, sino el suelo que piso todos los días. Y cuando uno aprende a caminar descalzo en el desierto descubre que en él también es posible nadar. A contracorriente, claro. Solo o con excelente compañía, pero a contracorriente.
La natación en el desierto cansa pero a veces fortalece el espíritu. En general, si uno ya está aquí, nadando hace algunos años en el desierto, el paso que hay que dar para alcanzar un sinceramiento más integral (las parcialidades no suelen ser buenas impulsoras de los sinceramientos) no es tan grande ni tan importante. Por eso el pasaje del festejo condicionado al no-festejo no tiene nada de dramático o de heroico. La valentía no radica en la negación del rito, que lógicamente también tiene un componente ritual. Pero, a diferencia del festejo, se trata de un rito solitario. No aspira siquiera a ser ejemplo de algo para alguien, no tiene pretensiones propagandísticas ni pedagógicas. Es consciente de su lugar periférico y aislado.
Experiencia
No festejar la independencia de Israel no es parte de una proclama o de una toma de partido con fines políticos, sino una posta más en el camino recorrido, un estadio de la experiencia del que emana la certeza de que la libertad del sujeto que la vive será tanto más reducida cuanto más esperanzas deposite y más fuerzas invierta en un poder exterior a su propia experiencia. Cuando, siendo un niño, Israel era el lugar lejano en el que Arieh Ben Canaán luchaba por un noble causa, yo deseaba fervientemente que él también luchara por mí, algo que sólo era posible en esa tierra lejana. Ahora que soy un habitante de esa tierra, sé que las únicas causas nobles que nos salvarán son aquellas que nosotros mismos estamos dispuestos a hacer. De esta convicción emana, por añadidura, la negación de atribuirle carácter representativo a un poder estatal que dice actuar en mi nombre y en defensa de mi seguridad al tiempo que viola permanentemente los signos vitales de mi conciencia ética y de mi experiencia sensible.
Muchos de quienes defienden la política de la fuerza militar ejercida por Israel, catalogando a las críticas internas de idealismo ingenuo, pretenden ser los representantes de un realismo maduro al que presentan como la única opción para sobrevivir en un mundo de enemigos crueles. Mi propia experiencia indica que esa concepción sirve a los intereses de una selecta minoría, mientras que yo, en tanto ciudadano común, sigo expuesto a las amenazas y a los ataques de enemigos creados por otros. Adherir al silogismo de la doctrina de la seguridad nacional sería una triste recaída en la esperanza salvadora de la niñez, un nuevo acto de mesianismo, tal vez el más peligroso de todos: el mesianismo político.
No he vuelto a leer el libro de León Uris ni a ver la película basada en él protagonizada por Paul Newman desde los años de mi adolescencia. No sé si la veré nuevamente algún día. Hoy por hoy, siento que, parafaseando a Joan Manual Serrat, entre Arieh Ben Canaán y yo hay algo personal.