Arena sin pisadas en todas las memorias. Los números resultan desoladores. Weber expresaba -hace tiempo- su “desencantamiento del mundo”. La profanación permanente de la naturaleza y la pérdida de la sacralidad de la vida resultan perturbadoras. Quizás resulte difícil encontrar tiempos anteriores con mayor acumulación de heridas.
No podríamos nosotros definir a estas personas -que se encuentran en Davos- como operadores de la inteligencia y la imaginación “que ensalzan la existencia humana y crean culturas y civilizaciones”. Sus prácticas de pillaje y masacres de infancias prometen la discontinuidad de nuestra especie. Si creemos que es de niños la textura del futuro.
El capitalismo tiene una economía permanente de sentimientos. Tiene del mundo una comprensión intelectual, numérica, ganancial, reducciones abstractas que nunca forman una emoción, una fraternidad. No importan los crímenes colectivos -considerados a veces como insumos- porque viven para ganar. Se percibe a los indigentes que producen como hostiles, que se desplazan en un territorio que nos les pertenece y que cobran “verdaderos tributos a títulos de limosna”.
El dulce encanto de Davos no nos preserva de las amenazas del oscuro sentimiento de la muerte que pretende actualizar sus fantasmas apocalípticos a ese otro ecosistema que llamamos dignidad humana. Los multimillonarios entendieron que buena parte de nuestra dilatada cartografía era inútil y la entregaron a las inclemencias. Sólo quedan las ruinas del mapa -diría Borges- habitadas por animales y mendigos.