Al séptimo día de Pascua, se alzó el telón: los alemanes detuvieron a los jefes de la comunidad judía.
A partir de ese momento, todo se desarrolló con mucha rapidez. La carrera hacia la muerte había comenzado.
Primera medida: los judíos no tendrán derecho a abandonar su domicilio durante tres días, bajo pena de muerte.
Moshe Shames llegó corriendo a nuestra casa y gritó a mi padre:
– Yo les advertí…
Y, sin esperar respuesta, desapareció.
El mismo día, la policía húngara hizo irrupción en todas las casas judías de la ciudad; un judío no tenía derecho a poseer oro, joyas, objetos de valor; todo debía ser entregado a las autoridades bajo pena de muerte. Mi padre bajo al sótano y enterró nuestras economías.
En casa, mi madre continuaba dedicada a sus ocupaciones. A veces se detenía y nos miraba en silencio.
Transcurridos los tres días, un nuevo decreto? Cada judío debía llevar una estrella amarilla.
Los notables de la comunidad vinieron a ver a mi padre- que tenía relaciones con las altas esferas de la policía húngara- para preguntarle qué pensaba de la situación. MI padre no la veía demasiada negra, o tal vez no quería desalentar a los otros y echar sal en sus heridas:
– ¿La estrella amarilla? De eso no se muere… (¡Pobre padre! ¿De qué has muerto entonces?).
Pero ya se proclamaban nuevos edictos.
Ya no teníamos derecho a entrar en los restaurantes, en los cafés, a viajar en tren, a ir a la sinagoga, a salir a la calle después de las dieciocho horas.
Después fue el gueto.