Desde Budapest, Hungría.

El ocaso final de la Europa descompuesta

Dos pestes -el fascismo y el COVID- crecen desbocadas sobre los adoquines del viejo mundo. El corresponsal huye sin destino por los caminos de Europa. Tose, se reclina giboso y agotado viendo recomenzar el ciclo de decadencia que empezase exactamente hace un siglo cuando el huevo de la serpiente nazi fue empollado.
Por Alejandro Ninin

El que escribe estaba plantado en la zona de la Avenida Karoly en su cruce con la Avenida Lajos Kossuth admirando el paisaje urbano. Es ese uno de los tantos rincones que muestra la espectacularidad, los edificios masivos de la capital de Hungría, erigidos durante el largo dominio Habsburgo. Eran esos tiempos en los que Europa era Europa, una máquina de futuro y de promesa y no esta sombra de desolación que hoy se sufre. Muy cerquita, en el ángulo de dos calles, se yergue la monumental, la preciosa Gran Sinagoga Dohány, que es la gran corona de oro puro del barrio judío de Budapest. Podemos decir sin temor a caer en la exageración, que este templo es el de arquitectura religiosa judía más universalista que haya jamás existido en parte alguna del mundo. Asimismo, se trata de la sinagoga más grande de toda Europa, que sobrevivió milagrosamente a la destrucción ya que las fuerzas nazis que se adueñaron del país en 1944 estaban en franca retirada frente al avance soviético y optaron por focalizarse más en la exterminación de personas que en la demolición de edificios. Así es como la Dohány, en la modesta opinión de este escriba, es la más bella sinagoga que jamás haya existido sobre la superficie de la tierra, acaso con la excepción, no lo sabemos, del Templo de Jerusalén.

Curiosa coincidencia, fue en este mismismo solar de Pest que vino al mundo Theodor Herzl, el padre del sionismo y el hombre que comenzó a soñar con una patria para los judíos del mundo en el lugar de la tierra prometida. Y no es sino otra paradoja del destino que Pest -el lugar donde naciese Herzl- fuese visceral, abiertamente anti sionista. Es que a la comunidad israelita local solo le interesaba el judaísmo en relación con Hungría y para ellos no había nada más allá. Consideraban la idea de la creación de un estado judío en Palestina como el delirio de una mente afiebrada y otros hasta un invento diabólico. Así lo afirman los estudiosos de aquel periodo, como así también que a ese respecto, en Budapest, no había disidencia alguna entre ortodoxos y progresistas.

La Gran Sinagoga Dohány, la mas grande de Europa, probablemente la más bella del mundo

La Dohány expresó en concreto el deseo de modernidad del judaísmo neólogo, innovador, que se proyectaba al futuro, en contraposición a la ortodoxia apegada al fundamentalismo religioso de fines del Siglo XIX. Es tanta la riqueza ornamental de la Dohany, abarcando muchos estilos en uno, que diríase ora una iglesia ora una mezquita, aunque fundamentalmente una sinagoga, como si el arquitecto gentil Von Forster hubiese querido plasmar en el diseño y la edificación por encargo de sus comanditarios el rol basal del judaísmo en el surgimiento de los otros grandes monoteísmos y la condición universalista que le es inherente por su historia. Sin embargo, a pesar de su hermosura, el lugar no agradó para nada a los ortodoxos que no reconocían ni la sombra de una sinagoga en el ecléctico edificio y bregaron por construir otra muy cercana, cosa que lograron a solo 150 metros, el templo de la calle Rumbach, como si quisieran contrabalancear el delirio modernista.

La Dohány y la gran Señora.

Yo descubrí la Dohány hace algo menos de una década y ahora, parado frente a ella, no quise volver a entrar. Tuve miedo sí, mucho miedo de que me digan que la decana de las guías del Museo judío de Budapest ya había dejado este mundo, ya era alguien muy mayor cuando yo la conocí. En aquel tiempo, como yo hacía preguntas sobre todo y sobre todos, ella quiso entonces otorgarme un privilegio: “Veo que usted es muy curioso, y yo no tengo tiempo con toda esta gente de contestar todas sus preguntas. Le propongo que se quede después de hora para una charla a solas”. Me acuerdo de la fuerza que yo poseyera hace una década. Menos capacidad analítica, pero una sed de saber arrolladora que he perdido y que echo de menos. Supongo que se trata de aquello que se llama decadencia. A pesar de haber unos buenos cuarenta años de diferencia, inmediatamente hubo una corriente de inteligencia entre nosotros y sin que nadie lo planease se fueron armando diálogos picantes. Recuerdo haber abierto el juego de esta manera: “Dicen aquí en Hungría, Orban y compañía, que los Soviets fueron iguales que los Nazis. ¿Y usted qué opina?” “Mire estimado, me dijo encogiendo los hombros castigados por el tiempo ¿qué quiere que le diga? Yo lo único que sé es que yo era muy pequeña y que los Nazis habían deportado y exterminado a toda mi familia. Esta sección de Budapest en donde estamos era un gueto donde cada día había que darle al ocupante una cuota de seres humanos a exterminar para así poder calmar su furia. Pero un día una tremenda fuerza que vino del Este, destrozó al opresor Nazi y nos devolvió la dignidad, la libertad y la vida. Y yo soy judía. ¿Cómo voy a pensar que los Soviets fueron lo mismo que los Nazis? Aunque me forzase a hacerlo no podría. No, no podría. De ningún modo”.

Avanzábamos en el majestuoso recinto principal del museo, en el que estábamos totalmente solos. “Napoleón, bendita sea su memoria, me dijo la viejecita, también quiso otorgarnos una renovada dignidad. Estas estatuillas de bronce testimonian el cariño que el judaísmo de Budapest siempre le tuvo”. Pero como nos encontrábamos al costado de una gigantografía ilustrando el momento de una deportación se me ocurrió preguntarle “¿Sabía usted señora que en Argentina y otras partes de Latinoamérica muchos afirman que el hecho de que los Nazis hacían jabón con el cuerpo de los judíos es considerado un mito y una victimización? La mujer sabia me miro de soslayo, con su vista cansada de ver y sin alterarse para nada me dijo “¿Ah sí? Mire usted…. Venga usted conmigo a la recamara que le voy a mostrar el mito para que usted lo vea con sus propios ojos”.

Y allí estaba. Era un rectángulo blancuzco, tétrico, que yo hube de contemplar en un silencio casi avergonzado. “Es un jabón hecho con el cuerpo de un ser humano”, me dijo. “De un ser humano”, repitió (ver foto de portada) Y tomando aliento del aire que le faltaba dijo “Por lo menos usted sabrá desde ahora y para siempre que lo del jabón no fue mito ninguno. Aquí está”. Después de que me enseñó muchas mas cosas, yo seguí mi camino. Y ahora, en 2021, rehusé y creo que seguiré rehusando entrar en la Sinagoga más bella del mundo, la Dohány. Porque ya nunca más encontraré a la gran guía, a la gran sabia de lentes gruesos que tanto me enseñase y de la que no retuve su nombre, pero sí la impronta de su alma. La Dohány no será para mí la Dohány, nunca más sin esa presencia. Y por eso creo firmemente que nunca más entraré a su majestuoso recinto. No, no podría.

De profundis en el corazón del viejo gueto

«Aun puede sentirse la angustia contenida entre los muros descascarados de la plaza, involuntarios testigos del horror»

Pasé de largo la Dohany como dije, cargado de recuerdos. Avancé pegado al corazón de la ortodoxia del barrio judío de Budapest que se nuclea entre la sinagoga de la calle Rumbach y la de la calle Kazinczy. Casi contigua a esta última se encuentra la plaza Klauzál. No pude sino darme cuenta de que el clima en Budapest es bastante espeso, y bastante similar, si se quiere, al de Buenos Aires con ese particular perfume de cierta inseguridad que roza como un hielo a veces las espaldas. Recorrí amargado y caviloso las diferentes placitas del antiguo gueto, la Anna Kethly y la ya mencionada Klauzál. Ambos lugares, pero especialmente este último, como muchos otros sitios de esta Europa desangelada, apestan aún a encierro, a redada, a identificación y a deportación. Aun puede sentirse la angustia contenida entre los muros descascarados de la plaza, involuntarios testigos del horror. Más allá, los miserables, tan solo un escalón abajo mío, que soy docente, reciben en la plaza la bolsa de comida del Estado. Solo Dios sabe dónde vivirán. Todos con sus barbijos puestos. Alguien con uniforme les da la comida en cajas de telgopor. Era una mañana hermosa de noviembre pasado. Uno hubiese dicho en una plaza de un barrio de Buenos Aires, con su canchita de cemento enrejada, sus canteros más o menos ordenados, ornados de flores amarillas y violetas. Personas en harapos en el corazón de Europa, tal y como pudiese ser en el Gran Buenos Aires. Y como siempre, la gran impotencia de ver desfilar la pobreza sin poder hacer nada para remediarla me hizo dejar inmediatamente la Klauzál. Doblé a la derecha. Un gran edificio se irguió entonces frente a mi mirada. Una construcción tradicional de los guetos, una gran fachada cubriendo un pequeño ejido de calles que comunican diversas dependencias de la vida comunitaria: el complejo de la Sinagoga Kazinczy. Allí también funciona un restaurante ortodoxo en el cual los comensales, la mayoría marido y mujer, almuerzan sin pronunciar palabra alguna. Va de suyo, había en el lugar un silencio sepulcral. Yo, sin haber podido encontrar el templo que quería visitar, me llegué hasta el mostrador y le pregunté a la persona, largamente barbada que regenteaba el local: “Disculpe usted Señor”. Y sin haberme dejado comenzar mi pregunta, me descerrajó una agresiva catarata de interrogatorios: “¿Qué es lo que quiere usted? ¿Qué quiere? ¿Qué hace aquí? Vamos, dígalo de una vez”. Yo pensé “si solo me dejase decírselo”. Entonces le hice una carita de puchero para hacerlo sentir mal. Finalmente pude lograr preguntarle dónde se entraba a la sinagoga Kazinczy. Pero aun el furioso seguía furioso, no se bajaba de su furia y me contestó moviendo el índice aparatosamente detrás del mostrador “¡Es allá! ¡Allá!”. Entonces yo dejé el lugar como haciéndome el chiquito y comencé a caminar por el empedrado del viejo gueto. Debí sorprenderme mucho cuando de repente lo vi adelante mío, avistando un revolver en su cintura que le vi debajo de la camisa, como es de uso en las calles de Tel Aviv o en toda Jerusalén. Era él. No sé cómo hizo para llegar antes que yo dejando el mostrador del restaurante tomando sabe quién cual escondrijo o saltando de pared a pared cual agente del Mossad. “Fíjese usted, tome solo a la derecha, la entrada está allí”, me dijo esa vez con gran cortesía para desaparecer de inmediato como un gato negro o como un suspiro. Había logrado hacerlo sentir culpable…

Entré en una sala contigua al gran edificio, un ámbito dedicado al trabajo religioso. No más el ceño fruncido y la mirada acerva, aguileña, de uno de los rabinos me hicieron volver sobre mis pasos. No hizo falta más. Pero justo al lado estaba el corazón de la Sinagoga Kazinczy, bajo sus techos azules que evocan bóvedas celestes, salpicadas de lívidas estrellas. Uno diría más una logia masónica que un templo israelita. Ornada de hermosas rosetas de trabajados vitrales, presiden su estructura dos columnas de pura malaquita. Es un precioso ejemplo de Art Nouveau vienés, más conocido en el mundo germánico como secesión. Fue entonces y no sé por qué cuando me acordé de mi vecino, el inventor.

Don Ladislao, la birome. Su Budapest y nuestro Colegiales

Pasé tardes enteras en este barrio de Erzsébetvaros. ¿Por qué todo lo que nos gusta tiene algo que ver con lo que es lo nuestro? Porque cuando las luces caen en la capital de las dos ciudades que son una (Buda y Pest), unidas y separadas por el majestuoso Danubio -que no es azul-, sobreviene una amable oscuridad apenas alumbrada por tibios neones fluorescentes o amarillos como sucede allá en nuestro Buenos Aires. Y aquí también en Budapest nació Ladislao Biro, aunque su verdadera patria sea también la mía, mi barrio, nuestro barrio, nuestra amada tierra de Colegiales. En sus tiempos, Biro se ganaba la vida como periodista en la segunda capital del Imperio Austro Húngaro, pero como Roberto Arlt, también era inventor. Finalmente, Arlt tendría más éxito como escritor que como inventor. Y Biro comería del periodismo por un tiempo, pero después triunfaría en la invención. Un día en Yugoslavia, la mirada del ex presidente Agustín P. Justo -nunca se supo a ciencia cierta que nombre abreviaba esa “P”, pero uno podría deducirlo fácilmente-, se detuvo en la curiosa forma de tomar notas del corresponsal Biro. Escribía con un instrumento que el mundo conocería años después como bolígrafo, o directamente birome. El militar y político le dejo una tarjeta. Sin embargo, Biro no se decidía a emigrar, a pesar de que el gobierno del regente, el Almirante Horthy, ya había establecido una relación de estrecha colaboración con la Alemania nazi. Si, el mismo Horthy que es hoy glorificado sin vergüenza por Viktor Orban y por su partido: el Fidesz.

“Mi juguete dejo 36 millones de dólares en el tesoro argentino, un dinero que el país gano vendiendo productos no de la tierra sino del cerebro”. Ladislao Biro.

Poco después, cuando las bandas del nazismo autóctono de la Cruz Flechada comenzaron a asolar el país hasta tomar el poder total con la ayuda de Hitler, Biro logró huir de su país con su socio Meyne (el del “me” de la birome) y establecerse en Colegiales, con lo cual no solo salvaría su vida sino que también se convertiría en el más famoso inventor argentino de todos los tiempos, ya que se nacionalizó. -en Argentina su natalicio es el día del inventor-. Nunca más volvió a moverse de su tierra de adopción, de mi tierra, Colegiales, cuyos adoquines son tan parecidos a los de su ciudad natal de Budapest. Antes de dejar este mundo le dijo a un periodista “Mi juguete dejó 36 millones de dólares en el tesoro argentino, un dinero que el país ganó vendiendo productos no de la tierra sino del cerebro”. La Plaza Klauzál podría bien ser querido don Ladislao, donde quiera que esté, nuestra Plaza Moldes si uno olvidara que la de Colegiales tiene la forma de una escuadra invertida y esta, donde mi humanidad ahora se guarece de la noche húmeda y fría, se asemeje más a algo entre un cuadrado y un rectángulo. La luz, o mejor dicho la falta de luz cuando es de noche, es la misma en ambos hemisferios, de esta ciudad y de aquella, del mundo y de mi ser.

Sigo caminando para no tener frio. Mi tos es seca, nerviosa. Yo creo que me agarré el bicho. Me cuesta respirar. Tengo los pulmones pesados y ocupados, que pugnan por hacer entrar un poco de oxígeno, que llega a más o menos a destino pero que me hace toser dificultando la respiración. Y mis nervios se sacuden recordando las palabras de un politicacho alemán, de su dictamen descarnado y descarado como el de un jerarca de las SS: “Al final de este invierno habrá en Alemania tres clases de personas. Las vacunadas, las curadas y las muertas”, vaticinó el androide que responde al nombre de Jans Spahn, el banquero-ministro de salud de la Germania. Teniendo en cuenta que se trata de uno de los hombres más poderosos de Europa, ya sería tiempo de que yo elija la categoría que más me guste de esas tres…

Seguí pensando en la irresponsabilidad connatural a los políticos, y buscando un calorcito donde hallar refugio recalé en el Café Massolit. Se trata de una librería muy bohemia, donde la estudiantina de Budapest se enclaustra a repasar sus lecciones. Hay allí un perfume familiar para mí que me transporta a los viejos templos del saber de la zona de facultades de Buenos Aires: la Cigüeña, El Galeno, Del Carmen, aquellos lugares donde fui feliz. Pibes que me miran de soslayo sin saber que sigo siendo uno de ellos, terminaron por aceptar de buen grado mi presencia inopinada. Lo que fue una casa del antiguo gueto es un hoy un café donde se puede tomar un delicioso matcha latte contemplando viejos libros de la época “comunista”, mezclados con clásicos y modernos en inglés. Escucho que dos pibes en francés hablan de Malthus y de Darwin y me digo que pocas veces como en esta época Malthus y Darwin son necesarios para entender lo que pasa en Europa. Me dejo caer pesadamente en el sofá raído, pero no menos confortable. Caen las siete de la tarde, noche cerrada en Budapest y la dueña, que quiere cerrar, nos hace salir a todos. Como no tengo a donde ir se me viene a la mente dirigirme al mentado café New York, el más bello del mundo, así lo llaman.

Pensamientos de descomposición en el café más lindo del mundo

El New York, de improbable nombre dada su ubicación geográfica en el centro de Europa, se halla emplazado en la planta baja de un hermoso palacio Art Nouveau. Allí, la música de los violines tristongos y del piano tocado con sentimiento lo transportan a uno, inevitablemente, al periodo de entreguerras en Europa. Me escurro subrepticiamente por los intersticios de una larga fila de curiosos y turistas. Creo haber explicado en alguna otra bella ocasión que yo también soy curioso y soy turista, pero que yo, bueno, soy yo. Y como a la camisa y corbata se la respeta como al uniforme del romano de hoy, la recepcionista me da una buena mesa (¿fetichismo?), sin que yo se la hubiese pedido. Curiosa coincidencia, o sintonía de ondas cerebrales entre las del bocho de mi director y el mío, ya que el ambiente también es propicio, y me pongo a pensar en la inexorable ascensión de la extrema derecha al poder en Europa. El editor de Nueva Sion luego me explica que preocupa la reaparición de la derecha extrema en Sudamérica. El viejo y querido ruido de botas que se acerca: la victoria del pinochetista Kast en Chile por lo menos en la primera vuelta, el extraño arraigo de Bolsonaro en el contexto brasileño, y, desde luego el auge de la derecha “cabeza” allá abajo en el país del paga Dios, cuyos principales exponentes son José Luis Espert y Javier Milei que no llegarán a ser Biondini, pero que podrían participar con alguna chance.

Igual las copias nunca podrían igualar a los originales ya que el origen de la bestia se halla en este continente que mi cuerpo habita. Si, el fascismo es una invención europea -francesa de origen, italiana de nacimiento y satánicamente perfeccionada por la maquinaria genocida de la Alemania nazi. Expresa el susto de las clases dominantes y acomodadas cuando sienten amenazados sus granjerías y privilegios. Y ahora, a cien años de que el huevo de la serpiente nazi fuese empollado en las calles turbulentas de la capital Bávara, todas las condiciones parecen estar dadas para que el ciclo comience nuevamente. Y eso no puede sino angustiar y angustiarme.

Cuantas veces a este cronista le vino a la mente que lo que hoy se vive en el viejo mundo tiene enormes similitudes con la agonía de la República de Weimar en Alemania. Y que, si las fuerzas de la democracia y del progresismo no ajustan sus programas y organizaciones a las necesidades de los pueblos, acaso este presente de caos y de pandemia sin control no sea sino la incubación de otro huevo de la serpiente como el que ilustrase Ingmar Bergman en aquel brillante film jamás igualado. Es decir, la antesala de la ascensión de una derecha nacionalista extrema, que liquidará los pocos restos de un estado de derecho continental que aun a duras penas subsisten. Se percibe, especialmente desde la irrupción del pavoroso drama del coronavirus, pero se sentía aún mucho antes, un clima de disolución social, de desconfianza del ciudadano en las instituciones de su propio país y ni que hablar en las instituciones supranacionales de la Unión europea.

Ciertamente, el modo en el cual los estados miembros y la organización central de la Unión europea encararon la respuesta a la pandemia, acabó de convencer a muchos que esta Unión carece totalmente de unión. Porque cada estado hizo la suya, fijando su propia política frente a la catástrofe y casi en ningún caso hubo una respuesta coordinada a la tragedia del COVID. Cada país fijo sus condiciones de ingreso, sus políticas sanitarias por las suyas. Restableció los controles fronterizos en el interior del espacio migratorio común, una decisión que va abiertamente en contra del espíritu de unidad en la diversidad y libertad de movimiento que animo la creación de la UE. Fue entonces cuando muchas voces comenzaron a levantarse -y lo peor de todo a veces con razón- en contra de la unión de los pueblos europeos. Las llamadas voces del “sentido común” que no son sino lobos con piel de cordero, es decir los fachos de siempre. El desastre del Brexit, la estigmatización de otros estados miembros por divergencias que hubiese sido más conveniente negociar que sancionar, la imposición de una uniformidad sin discusión y el acallamiento de todo debate, terminaron de generar el caldo de cultivo para este crecimiento de las fuerzas reaccionarias en Europa.

«Los pianos y la música melancólica de los violines pararon bruscamente en el “café más lindo del mundo”

Los pianos y la música melancólica de los violines pararon bruscamente en el “café más lindo del mundo”. Mi alemán es muy deficiente, casi inexistente, aunque me fue suficiente para seguir lo fundamental de una conversación de una pareja austriaca, de más o menos mi edad que estaba sentada atrás mío. Hablaban de la vacunación obligatoria, o, mejor dicho, de cómo esquivarla. Planeaban resistir quedándose en este lado de la frontera. Hablaban de las inyecciones como de un veneno y razonaban que, si así no fuese, nadie pensaría en hacerlas obligatorias. Zamarreaban en sus balbuceos algunos extractos del código de Nuremberg en el que cierto es, se explicita que nadie está obligado a seguir tipo alguno de tratamiento de no mediar su consentimiento expreso. Yo pensaba que acaso estos miedos, a veces infundados, que llevan a considerar a los europeos abandonar sus propios países para no ser forzados a hacer lo que no quieren, seguramente provengan del hecho de que ni la UE ni los gobiernos han dedicado un solo segundo en explicar cómo funcionan las inyecciones contra el coronavirus, ni qué es la proteína spike, ni cómo opera el mecanismo que desencadena la respuesta inmunitaria de esta tecnología innovadora frente al coronavirus. Y también en el hecho de que Europa jamás ha estado tan vacunada contra algo y, aun así, la situación epidemiológica continental jamás ha sido tan grave desde marzo de 2020, fecha de la gran irrupción de las medidas contra el virus de la serpiente. Tantas preguntas que hoy permanecen sin respuesta.

Ciertamente, hay un clima de fin de reino en toda Europa, de inflación, miseria, y peste. También un nivel de corrupción jamás imaginado antes. Para agravar las cosas, la Unión europea no cumple absolutamente ningún rol en la vida del europeo común. Es un organismo normativo, que hace sus negocios viviendo su vida totalmente a espaldas de la gente. Un gran clamor y resentimiento crece en todo el continente y como en tantas otras ocasiones, desde luego, la derecha extrema estará en primera fila para capitalizarlo.

Cruzo el túnel de la Plaza Blaha Lujza. Harapientos cuerpos humanos que intuyo aun vivos, tosiendo, ya casi sin fuerza, yacen en el suelo padeciendo su miseria. Yo también empiezo a toser y a temer lo peor, es decir el fantasma horrible del COVID en mi cuerpo. Si. Europa, noviembre de 2021. Orban continua su sempiterna guerra de egos contra Sörös de la que este ultimo parece darse cada vez menos por enterado. En las calles de Budapest, pegatinas de afiches rezan en el marco del tablero electrónico de un estadio: Orban 82345 Sörös 0. Mi falta total de conocimiento del idioma magiar me impide saber a qué disciplina remiten las cifras de ese supuesto match que Orban le gana a Sörös por goleada. Pero es fácil entender que, en este partido de Hungría contra Resto del Mundo, Orban es exaltado como el nuevo San Esteban que vence a los globalistas y enfrenta -con éxito- no solo a la Unión Europea sino también a todos los malos del mundo. La sustancia grosera de la propaganda política barata, simplista, no cambió demasiado en un siglo. Y, por otro lado, Hungría, Eslovaquia y Polonia se van apartando cada vez más de Europa e inevitablemente se recuestan más y más en el putinismo, un poco por habilidad rusa pero mucho más aun por torpeza europea.

De aquella Hungría imperial de Sissi a esta rata que escapa por tirante

«La intrépida Emperatriz, entonces, en alas de su talento político envidiable y de su belleza sin par, de su larga, nutrida cabellera enrulada que tocaba sus talones, logro unir lo bello a lo útil»

¿Cómo no tener nostalgia, junto al gran Joseph Roth, del Imperio austro-húngaro? Una y otra vez en mis notas esa nostalgia me azota. Aquel último Imperio romano, aquella Comunidad Europea pero bien hecha en la que el judaísmo europeo central viviese horas de gloria. Aquella monarquía dual donde campeaba el arte, el buen gusto, la fineza. Aun hoy la monumentalidad de Budapest es el rastro de aquella grandeza de los últimos Habsburgo en el poder. Esta ciudad, otrora un territorio levantisco, estaba llamada a ser una de las cabezas del Imperio. Y la creación de la Emperatriz Elisabeth (o Erzsébet o Isabel, tanto da). La bávara era, por razones que no se conocen cabalmente, una enamorada de la cultura húngara. Hablaba a la perfección el idioma magiar y es un secreto a voces que además de estar casada con el Emperador Francisco José, estaba también perdidamente enamorada del líder regionalista húngaro, el conde Andrassy. La intrépida Emperatriz, entonces, en alas de su talento político envidiable y de su belleza sin par, de su larga, nutrida cabellera enrulada que tocaba sus talones, y siempre con su carterita en bandolera plena de cocaína, logro unir lo bello a lo útil y luego de largas, apasionadas negociaciones con el líder húngaro, regreso a Viena con su propuesta a presentar a su marido, el Emperador. Habría dos reinos, el de Austria y el de Hungría regidos por el Emperador mismo. Elisabeth sería reina “con suerte” de Hungría. Y el conde Andrassy, primer ministro. El Emperador bendijo. Y la paz de Dios surgió en todas partes.

Hungría adopto a su nueva reina con un amor incluso más profundo que el que le hubiese profesado a una húngara de nacimiento y el compromiso de 1867 extendió por más de cincuenta años la existencia del Imperio Habsburgo hasta la agonía final de 1918, cuando la Pax Wilsoniana de la primera posguerra lo desguazó en pequeñas republiquetas. Es creencia común que el éxito resonante de aquel imperio fue motorizado por el judaísmo húngaro, que supo hábilmente integrar el manejo de las finanzas a un sostenido desarrollo industrial en Budapest. Hace cien anos de cada cinco personas, una era judía de origen. Hoy de aquello casi nada queda. Ni el Imperio poli cultural y multiétnico destruido por los vencedores de la Primera Guerra Mundial, ni tampoco los miles de judíos exterminados por los alemanes y sus socios vernáculos durante la segunda conflagración. Pero aun hoy, el nombre oficial del viejo barrio judío de Pest -la margen del Danubio opuesta a Buda- se sigue llamando Erzsébetvaros, es decir “Barrio de la (Reina) Elisabeth”. Es decir, Sissi, que ahora me sonríe desde una marquilla de chocolate amargo que compré.

De aquel pasado de glamour, de pasión, pero también de alta política, protagonizado por la princesa Elisabeth y el conde Gyula Andrassy disfrutando juntos los placeres de la vida, pero también constituyendo estados, reinos e imperios, pasamos hoy a escándalos baratos como por ejemplo el que se vivió en Bruselas el año pasado. Fue en diciembre de 2020 cuando un eurodiputado húngaro, notorio por sus posiciones racistas y especializado en perseguir y estigmatizar a los homosexuales y al mundo gay en Hungría y en Europa, fue hallado por la policía huyendo de una orgía animada por unos veinticinco masculinos en el centro mismo de la capital europea. El ferviente defensor de los “valores tradicionales frente a la decadencia contemporánea” fue hallado por la policía tratando de fugarse a través de una cloaca del local donde estas actividades estaban teniendo lugar. Asimismo, entre sus pertenencias, la policía federal belga halló una considerable cantidad de éxtasis. Resulto ser el señor

Jozsef Szajer, del partido Fidesz del primer ministro Orban, quién después de una profunda reflexión, renunció a ser eurodiputado.

Jozsef Szajer, del partido Fidesz del primer ministro Orban. Como no había estado cometiendo delito alguno -por desgracia, la hipocresía no esta tipificada como delito- y como la droga encontrada en su haber era “para uso personal”, fue simplemente apercibido por haber quebrado los protocolos COVID. Horas después, renunciaría a su cargo de diputado europeo como fruto, así lo expresó, de una “profunda” reflexión. Si, vaya que muy profunda…tan profunda como la garganta. Sin embargo, lo que quedó claro para todos fue que, en el medio de la pandemia, de la incertidumbre que crece en el continente, la burocracia de la Unión Europea estuvo viviendo un momento sensacional, al tiempo que los pobres, confinados del continente penaban y penan para sobrevivir un día más, una hora más, con poca comida, y casi siempre sin calefacción en pleno invierno. No. La Argentina no será el paraíso de la humanidad del que hablaba Roberto Arlt, pero la Argentina no es tampoco el peor rincón del orbe y de eso, aún comparada con la santificada Europa querido lector…de eso convénzase de una vez.