Biden, más allá de las palabras: una gira de realpolitik en Medio Oriente

El Presidente de Estados Unidos dejó de lado su agenda “idealista” en su visita a la región y optó por el pragmatismo extremo: fue a buscar soluciones prácticas e inmediatas, aunque eso signifique rescatar del ostracismo a Arabia Saudita y a Irán. En Israel, intentó argumentar ante el primer ministro Yair Lapid que el acuerdo a Irán no pone en riesgo su seguridad, pero todo indica que seguirá avanzando para cerrar el acuerdo más allá de Israel. Cuando los israelíes le hablaban de la amenaza iraní, él preguntaba por los palestinos. A propósito, le va a costar mucho calmar a Abu Mazen: lo visitó, pero aun no pudo cumplirle nada de lo que les había prometido a los palestinos en la campaña electoral.
Por Damian Szvalb

Por primera vez en este siglo, un presidente de Estados Unidos visitó Medio Oriente sin tener que dar explicaciones sobre la presencia masiva de soldados de su país en esa región. También sin depender del petróleo de nadie. De todos modos, para Joe Biden no se trató de un viaje cómodo: lo hizo en medio de fuertes críticas internas por reunirse con Mohamed bin Salman, el príncipe heredero saudita acusado por el servicio de inteligencia de Estados Unidos de ordenar el asesinato de un periodista.

También lo hace presionado e impotente porque vuelve a enredarse en medio del conflicto perpetuo entre israelíes y palestinos. No pudo lograr siquiera un compromiso de las partes para retomar el dialogo: el clima político en Israel impide cualquier gesto de apertura hacia los palestinos, a quienes Biden intenta calmar con dinero. Parece poco, teniendo en cuenta el ninguneo que sufrieron los palestinos con Trump y con los propios países árabes y musulmanes.

El fracaso de la política exterior de Estados Unidos en Medio Oriente en este siglo es evidente. La invasión a Irak en 2003 permitió que Irán se transforme en un jugador poderoso en la región y que compita por el liderazgo con Israel y Arabia Saudita. Y encima, cada vez está más cerca de alcanzar capacidad nuclear.

La retirada de Biden de Afganistán fue el último acto de una serie desafortunada de eventos. Trump le dejó esa bomba de tiempo activa y Biden la hizo explotar de la peor manera: la retirada de las tropas de Estados Unidos el año pasado es por ahora el legado más importante y nefasto de su política exterior. Después de 20 años de haber sido sacados, cinco minutos después de que el último soldado se fuera de allí, los talibanes volvieron al poder y hoy someten al pueblo afgano a una vida desesperante.

En el medio sucedió la salida de Siria, que empezó Obama luego de amenazar con terminar con Bashat al Asad por usar armas químicas durante la guerra civil desencadenada en el contexto de la Primavera Árabe. Fue de lo peor que hizo Obama en política exterior. No solo Al Asad sigue en el poder y sus crímenes siguen impunes, sino que permitió que el vacío dejado haya sido ocupado por Irán y por Putin.

La invasión rusa a Ucrania, que revela de la peor forma los impulsos expansionistas de Putin, también tiene como antecedentes -además de Georgia y Crimea- su campaña en Siria. Controla ese territorio y ahora todos los vecinos tienen que hablar con el líder ruso si no quieren que la región se desestabilice. Putin no solo extorsiona con el gas y el petróleo, también con la seguridad de los vecinos de Siria. Para muestra solo hay que ver cómo el último gobierno de Israel tuvo que hacer contorsiones políticas inéditas para justificar su neutralidad y no condenar las masacres de civiles y las violaciones a la integridad territorial ucraniana perpetradas por Putin. Bennet, el anterior primer ministro israelí, necesitaba el aval de Putin para impedir, vía militar, que Irán haga pie en Siria.

En esta visita, Biden dejó de lado su agenda idealista o, mejor dicho, apenas le dedicó algunas declaraciones sobre los derechos humanos y la democracia. Optó por el pragmatismo extremo. Tiene que recomponer el vínculo con Arabia Saudita para compensar el desquicio de recursos energéticos que generó Putin a nivel global. Necesita que ese país ayude con su petróleo para bajar precios y controlar la inflación, que tanto problema está generando para Estados Unidos y sus socios occidentales.

Palabras tranquilizadoras; hechos, no tanto

Biden no pudo aun encauzar la relación con Irán. En esta gira intentó tranquilizar a los israelíes y a los países árabes sunitas diciéndoles que reestablecer el acuerdo nuclear que Obama, con él como vicepresidente firmó en 2015, no iba a afectar la seguridad de nadie en Medio Oriente. Cuando se reunió con los líderes de nueve países árabes les dijo que Estados Unidos «no se alejará» de Medio Oriente para no «dejar un vacío que puedan llenar China, Rusia o Irán». Y que sigue siendo un aliado confiable.

En Israel también le dio garantías al actual primer ministro Yair Lapid sobre que el acuerdo a Irán no pone en riesgo su seguridad. La misma fórmula: en sus declaraciones los tranquilizó, pero en los hechos Estados Unidos seguirá avanzando para cerrar el acuerdo más allá de los israelíes. También necesita normalizar la relación para que el petróleo iraní ayude también a amortiguar la crisis energética. Cuando los israelíes le hablaban de la amenaza iraní, él preguntaba por los palestinos.

Y si bien Lapid es quizás el último político israelí de peso que defiende la fórmula de dos pueblos para dos estados, le pasa lo mismo que a Biden: la realidad lo obliga al pragmatismo extremo. Con las elecciones previstas para principios de noviembre, no tiene espalda política para hacerle promesas a Biden sobre un acercamiento con los palestinos.

Biden, para calmar al presidente palestino Abu Mazen hizo una polémica visita sin autoridades israelíes a Jerusalén Este y les llevó plata para hospitales. Muy poco para los palestinos, que esperaban que cumpla con alguna de sus promesas electorales como la reapertura del consulado de Estados Unidos en Jerusalén y permitir que se vuelva a instalar su sede diplomática en Washington. Los palestinos vienen siendo ninguneados por propios y extraños. Primero fueron los países árabes y musulmanes que se acercaron a Israel sin ponerle condiciones sobre su relación con los palestinos. Después, Trump hizo todo lo posible para perjudicarlos. Biden en campaña les prometió una fuerte reivindicación en los hechos que también quedó en palabras.

Seguramente, la aspiración máxima de la administración Biden para Medio Oriente es lograr la normalización de las relaciones entre Israel y Arabia Saudita. Ese sería su mayor legado, ya que cambiaría Medio Oriente para siempre. Quizás en sus conversaciones reservadas dejó plantadas las bases para que, más temprano que tarde, eso, que ya ocurre en las sombras, se concrete públicamente.

Por la invasión rusa a Ucrania y las severas consecuencias que generó sobre los recursos energéticos y alimentarios, el mundo decidió dejar de lado las políticas idealistas, importantes pero no tan urgentes. Se impone la realpolitik: así como los Verdes, que forman parte del Gobierno alemán, apoyan la reactivación de viejas plantas de carbón ante el riesgo de falta de suministro energético dejando de lado la agenda ecológica, Biden fue a buscar a Medio Oriente soluciones prácticas e inmediatas, aunque eso signifique rescatar del ostracismo a Arabia Saudita y a Irán. Parece que será otro el momento para reivindicar con hechos y no solo con palabras a los derechos humanos.