Un interrogante:

El misterio del odio

Cien años de conflicto, seis guerras, billones de dólares que se esfumaron en el aire, decenas de miles de muertos, no incluyendo al niño acostado a mi lado en la playa rocosa del Lago Kar'un (El Líbano) en 1982, cuando ambos mirábamos cómo su vientre explotaba. El helicóptero lo llevó y hasta hoy no se si sobrevivió y pudo ser salvado. Todo esto es imposible comprender. Y eso, no sólo lo que aconteció sino también lo que no paso aquí: hospitales que no se erigieron, universidades que no fueron abiertas, carreteras no construidas, tres años "robados" de la vida de cada joven en bien del uniforme. Y a pesar de todo, no tenemos ni un ápice de solución a la misteriosa pregunta con la cual todo comienza: ¿Por qué, ellos, nos odian tanto?

Por Yair Lapid

No me refiero hoy a los palestinos. El conflicto de ellos para con nosotros es algo íntimo, centralizado, que tiene influencia directa sobre nuestras vidas y las de ellos. Sin entrar a la cuestión quién tiene razón, está claro que ellos tienen motivos muy personales para no soportar nuestra presencia aquí.
Todos sabemos que, al fin y al cabo, el problema se solucionará de manera específica entre nosotros y ellos mediante sangre, sudor y lágrimas que mancharán las hojas del acuerdo. Hasta entonces, esta es una guerra que, por lo menos, puede entenderse, aún si ninguna persona cuerda puede aceptar los medios con los que se lleva a cabo.
Pero a los otros, no puede comprenderse.
¿Por qué Hassan Nasrallah, y las decenas de miles que lo siguen, dedica su vida -sus habilidades que están a la vista- y el destino de su nación, para luchar contra un país que jamás ha visto, contra gente con la que jamás se ha encontrado, contra un ejército que no tiene ningún motivo para combatir?
¿Por qué niños en Irán, que no pueden ni hallar a Israel en el mapa (especialmente por ser tan pequeño), queman su bandera en la plaza y se ofrecen para suicidarse para su destrucción?
¿Por qué intelectuales egipcios y jordanos incitan a los simples y honestos contra los convenios de paz, a pesar de que saben muy bien que su fracaso significaría el retroceso de sus respectivos países?
¿Por qué los sirios están dispuestos a continuar siendo un país del tercer mundo, pobre y oprimido, en pago por el dudoso derecho de financiar organizaciones terroristas, las que -al fin- amenazarán su propia existencia?
¿Por qué nos odian en Arabia Saudita, en Irak y en Sudán? ¿Qué les hicimos? ¿Cómo es que somos «relevantes» para ellos? ¿Qué saben de nosotros? ¿Y por qué nos odian en Afganistán? Allí no tienen nada para comer. ¿De dónde sacan fuerza para tanto odio?
Hay tantas respuestas a esas preguntas y aun así el misterio subsiste.
Es cierto que es un asunto religioso, pero también personas religiosas hacen sus cálculos. El Corán (junto con la Sarriá, el paralelo musulmán al Talmud judío) contiene miles de leyes; ¿Por qué precisamente nosotros los preocupamos tanto a los musulmanes?
Hay no pocas naciones que podrían haberles dado motivos para enojarse contra ellas. Nosotros no iniciamos ni llevamos a cabo las Cruzadas; nosotros no los dominamos durante la época del colonialismo; jamás quisimos convertirlos. Los mongoles, los sulyucos, los griegos, los romanos, los otomanos, los cruzados, los ingleses – todos conquistaron, arrasaron y saquearon toda la región; nosotros ni lo ensayamos ni se nos ocurrió. Entonces ¿Por qué somos nosotros el enemigo?
Y si se trata de identificación con sus «hermanos», los palestinos, ¿dónde están los tractores de Arabia Saudita prometidos para reconstruir la zona de Katif (en la franja de Gaza, evacuada por Israel hace un año)? ¿Qué le pasó a la delegación de Indonesia que iba a levantar edificios para escuelas en Gaza? ¿Dónde están los médicos de Kuwait con sus modernos equipos de cirugía?
Hay tantas maneras y caminos para amar a un hermano; y entonces ¿Por qué prefieren «ayudarlo» a odiar?
¿Acaso es algo que nosotros hacemos o causamos? Mil quinientos años de antisemitismo nos enseñaron en la forma más dolorosa imaginable que, aparentemente, hay algo que molesta al mundo.
Entonces hicimos lo que todos querían: nos fuimos.
Establecimos nuestro propio y diminuto país, en el cual podemos molestar y fastidiar uno al otro, sin hacer «sufrir» a otros. Y no pedimos mucho para lograrlo.
La extensión de Israel es menos que el 1% de la de Arabia Saudita, sin petróleo, sin minerales, sin habernos asentado sobre tierras de algún país existente.
La mayoría de las poblaciones que los árabes bombardearon no se arrebataron a nadie. Naharía, Afula, Carmiel no existían hasta que nosotros las establecimos. Otras de sus katiushas cayeron en lugares en los que nadie disputó jamás nuestro derecho sobre los mismos.
En Haifa vivían judíos ya en el siglo III antes de la era cristiana y Tiberíades era la sede del último Sanhedrin (el «Parlamento» en la época del Segundo Templo). Así, pues, nadie puede alegar que «robamos» esas ciudades de alguien.
Pero el odio continua. Como si no existiera otro destino. Odio activo, venenoso, interminable.
El Presidente de Irán, Mahmud Ahmandinyar, nuevamente incito «actuar para que Israel desaparezca», como si se tratara de una bacteria. Ya nos acostumbramos a tales llamados y ya no preguntamos ¿por qué?
Me niego a aceptar el argumento que dice «así son ellos». Eso es lo que dijeron tantas veces al referirse a nosotros, que aprendimos a sospechar de tal dicho.
Debe haber otro motivo; algún secreto bien oculto debido al cual los habitantes del sur de El Líbano deciden prenderle fuego a una frontera tranquila; secuestrar soldados del ejército que evacuó hace bastante tiempo su territorio; convertir su país en ruinas en el preciso momento en que se había puesto fin de dos décadas de desgracias.
Nos acostumbramos a «consolarnos» a nosotros mismos usando frases como «esa es la influencia de Irán» o «Siria excita detrás de la cortina»; pero todas esas palabras -o similares- no son sino una explicación fácil y ligera. Pues, ¿qué es lo que ellos piensan? ¿Cuáles son sus esperanzas, sus inclinaciones, aspiraciones y sueños? ¿Y qué hay de sus niños?
¿Por qué destruyen el destino de sus hijos, al mandarlos a la muerte?
¿Por qué les produce satisfacción decir que todo esto vale la pena sólo porque justifica el odio?