Este artículo refiere a elementos cruciales de la trama.
La representación: un dispositivo de filmación
Como punto de partida, resulta útil recordar los planteos del cineasta francés Claude Lanzmann sobre una supuesta prohibición de una puesta en imágenes a la hora de pretender representar el horror. En su monumental película de casi 10 horas, Shoah(1985), elige, de hecho, no recurrir a ningún material de archivo y todo es mostrado desde el presente y a través de testimonios. No obstante, es el propio realizador quien refiere al acierto en la filmación de otra película muy posterior a la suya e ineludible aquí. Se trata de El hijo de Saul de Lázló Nemes (2015), que comparte con esta el premio del Jurado del Festival de Cannes y el Oscar a mejor película de habla no inglesa. En ella, se trata de seguir a un hombre en el campo, con una cámara en movimiento permanente donde el fuera de foco visual se mezcla con el sonido ambiente. Esta propuesta no pretende hacer ver, sino dar lugar a una experiencia inmersiva perturbadora. En palabras del propio Lanzmann, se trató de un “invento” inteligente que no pretendía representar el Holocausto sino la corta vida de un Sonderkommando. También, subrayaba, se refería a la necesidad de las nuevas generaciones, sin posibilidad de tener contacto con testigos, de construir una memoria de esta catástrofe. Este punto se vuelve central en el caso del film que nos convoca.
Jonathan Glazer, conocido como un preciosista devoto a la hora de filmar, construye una suerte de instalación, un dispositivo que nos obliga, durante gran parte de la película, a asistir, a distancia, al discurrir de los movimientos de la casa de la familia Höss (el realizador vuelve al apellido real de los personajes, lo que no era así en el libro de Amis). Para hacerlo, se reconstruye minuciosamente la casa (las fotos que circulan así lo confirman), como se ha dicho, contigua al campo, territorio considerado la “zona de interés” del título, en el vocabulario de los verdugos. El contraste entre las postales bucólicas de la morada, las del muro, las chimeneas y el humo del campo como fondo, hablan por sí mismas. De hecho, cuenta el director, se trató de un trabajo de investigación de casi una década, y entre los materiales de archivo trabajados estuvieron las fotografías familiares del propio Höss, que forman parte del álbum de Auschwitz. En ellas, se veían las actividades en la casa, pero nunca el muro, primordial en este relato.
Además, se agrega un sistema de cámaras de tipo reality, algunas de ellas escondidas(el propio director se refiere a una suerte de Gran Hermano nazi), a priori difícil de aceptar, aún más en este marco. El equipo de dirección se encontraba entonces a distancia, y no daba indicaciones in situ, sino que supervisaba cámaras de seguridad que registraban el desarrollo de la acción. De este modo, se sigue el discurrir de los días de Rudolph Höss, interpretado de manera impecable por Christian Friedel (Elser, La cinta blanca) y su mujer Hedwig, Sandra Hüller (Toni Erdmann), tal vez la actriz del momento y que obliga detenerse en ella. Actriz de teatro y protagonista de la reciente Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023) no quería hacer el papel y finalmente logra un trabajo de corporalidad admirable para representar a esta mujer nazi para la que, aparentemente, el tipo de filmación ayudó a poder encarnar. La sucesión de acciones no se detiene, no debe detenerse, reciben visitas, festejan cumpleaños, viven del otro lado del infierno como si fuera un paraíso. La complejidad de estas decisiones estéticas (las éticas las retomaremos en el próximo apartado) son evidentes y de toda índole. Pero no terminan ahí. Se agrega un trabajo fundamental con el fuera de campo sonoro, en el que el llanto del bebé de la casa se mezcla con los gritos, los sonidos de los trenes, los ladridos de los perros, y asume un primer plano permanente.
A esta deliberada y angustiante ambigüedad sonora, se agregan sonidos aislados, disonantes, compuestos por una colaboradora habitual del realizador, Mica Levi, y construye un paisaje sonoro que traza una materialidad sensorial y sensitiva para quienes estamos del otro lado de la pantalla. ¿Puede sostenerse a repetición en gran parte del metraje? ¿Es una puesta en escena estilizada? Por supuesto, las respuestas posibles a estas preguntas son y fueron variadas pero el acierto y valor artístico en función a la mirada actual que permite establecer parece irrefutable. Frente al mecanismo de inmersión mencionado para El hijo de Saul, se propone, en este caso, en muchos momentos, una suerte de mirada “ascética”, una perspectiva de planos lejanos que nos hace observar (y escuchar) un engranaje, una maquinaria. No parece para nada poco, sino más bien lo contrario. Y un sello en la dirección de fotografía de Łukasz Żal (Cold war, Ida, ambas con una inolvidable fotografía en blanco y negro, del director polaco Paweł Pawlikowski), que logra un riguroso entramado visual de distintas clases de imágenes que se comentan a continuación. Tampoco parece casual la elección del plano de apertura de la película, que ofrece unos largos instantes de pantalla en negro, como un aviso de la distancia crítica necesaria al ingresar al relato. A los planos de la vida doméstica se suman otros. Desde un frío consultorio médico, a una reunión “de trabajo” en la que se expondrá el “plan Höss” para gasear de forma más eficaz a los húngaros que están por llegar, y hasta un jerarca saludando simpáticamente a un perrito que su dueña pasea en una plaza, mientras se anuncian las actividades sociales por altoparlantes. Pero también, y, sobre todo, los que muestran una niña, que se mueve en bicicleta, a escondidas, y deja manzanas para los prisioneros.
El gesto de esperanza del film radica en esta otra parte de lo humano, son estas imágenes filmadas con cámara térmica, en un blanco y negro saturado hasta lo fluorescente, que parecen venir de otra parte. Según las palabras del propio Glazer, se trata de un homenaje a Aleksandra Bystron-Kolodziejczyk, que formara parte de la Resistencia polaca y con quien llegó a reunirse en la intensa preproducción. Los fondos sonoros de las escenas que la tienen como protagonista, no sólo permiten oír la narración de los cuentos de Hansel y Gretel. Casi imperceptibles, cuando la Aleksandra ficcional toca el piano con el vestido y en la casa de la verdadera, se presentan, en Yiddish, las palabras de Joseph Wulf, miembro de la Resistencia, prisionero y luego historiador especializado en la materia, creador del Centro de historia de los judíos polacos de París, quien finalmente se suicida en su departamento de Berlín. Junto con el manuscrito que encuentra en sus escapadas, la joven toca el piano mientras los subtítulos muestran la canción compuesta y conservada por él. Tanto este cambio de registro, como el rojo o blanco de la pantalla, se suman a este trabajo visual y sonoro que tiene mucho de experimental y, justamente por ello, se torna una indagación sobre las posibilidades en apariencia inagotables del cine en general y a la hora de buscar cómo representar situaciones límite.
La actualidad imperecedera del mal
Como afirmaba Godard en los años sesenta, para poder representar el horror en toda su dimensión, es preciso ir hacia los perpetradores, reflejar su cotidianeidad. Tal vez esta reflexión sea central para pensar el interés de poner el foco en ellos. Lo que para muchos genera una ambigüedad como elección de punto de vista (con algunas fundamentales transgresiones que se imponen, como se ha señalado), y hasta un dilema moral, es probablemente en realidad el sentido mismo de lo que quiere contarse. Es en ese tránsito de los días en donde reside el aporte de la mirada desde el presente. Más allá del caso de Eichmann en particular, lo que aquí se despliega explora la banalidad del mal planteada por Arendt. En situaciones anodinas, en charlas menores, en escenas de la vida conyugal, en detalles sobre el “trabajo” del dueño de casa, está la voluntad de retratar un accionar que nunca debía detenerse. Es en el agradecimiento por la “hospitalidad nacionalsocialista”, en los baños en la pileta, en la llegada y partida de la madre de Hedwig, con quien se vanagloria, entre risas, de que su marido la llama “la reina de Auschwitz”, donde queda expuesta una lógica de funcionamiento que devela la atrocidad. Cuando Hedwig recibe un tapado de visón y el maquillaje, que “le llegan”, cuando con otras mujeres festejan el hallazgo de un diamante en la pasta de dientes. Pero también cuando comentan, bien informadas, la viveza que tuvieron (aquellos) al esconderlo así, y cuando pierde el control, y amenaza a una empleada de limpieza de su hogar con que podría pedirle a su marido que esparza sus cenizas en el bosque. Por otro lado, y en el mismo sentido, la llegada de su madre Linna Hensel al hogar, será crucial puesto que, luego de festejar el ascenso social de su hija, no aguantará la convivencia concreta con la fábrica de la muerte. Pero, antes que eso, se preguntará si la mujer en cuya casa limpiaba, Esther Silberman, no estaría del otro lado del muro que, como se dice, afortunadamente pronto estará cubierto de una enredadera. Aquella que se reunía en sus grupos de lectura y, agregan, “quién sabe qué tramaban”: “cosas de bocheviques”, “cosas de judíos”, especifican y asienten. No obstante, se lamenta además de no haber podido quedarse con sus cortinas en la subasta de sus pertenencias. Al irse sin aviso deja una carta, de la que no sabemos lo que dice, únicamente vemos que su hija la lee rápidamente y la tira, claro, al incinerador. No cambia la elección de Hedwig, ella quiere quedarse, ver crecer las flores y enredaderas que plantó con ayuda del jardinero que limpia las cenizas. Cuando los trabajadores de la casa preucopan a Linna, que había consultado si eran judíos, su hija la tranquiliza: “los judíos están del otro lado del mundo”. Por momentos pueden cruzar, como la joven judía que vemos es llevada al encuentro del Obersturmbannführer, quien también cuenta los billetes que dan origen a una investigación interna de corrupción. Finalmente, ambos llegaron adonde querían llegar, como le dice ella cuando pide que hable con Hitler, cuando se entera de la posibilidad de que puede ser desplazado de su cargo, y luego de la discusión le informa que ella igual se queda ahí con sus hijos. “Y si es por la investigación, que le pregunten a Himmler”.
Todo lo que queda fuera de las pocas líneas, todo lo que vemos, pero sobre todo lo intrascendente en su repetición, en su habitualidad, conlleva en realidad un daño irreparable y transmisible. Las aguas del lago en las que se bañan con sus hijos tienen restos humanos. La niña de la pareja camina sonámbula en la noche, otro juega a los soldaditos y se interrumpe cuando escucha los gritos del campo, otro encierra a su hermanito en el invernadero a la fuerza y al hacerlo emula el sonido del gas.
En el final, en las escenas post festejo por los planes por venir, el jerarca baja las escaleras descompuesto y vomita. Queremos pensar que no es por el alcohol, pero en este personaje se hace difícil creer que es por otra cosa. Cuando, en la película se muestra un plano desde arriba de la sala de la fiesta, cenital, se atribuye luego a la confesión del protagonista que dice que, estando ahí, solo podía pensar en cómo sería gasear toda la sala de su propia gente. Exageración fílmica tal vez, pero interesante en cuanto muestra la consiguiente pérdida de límites en un imaginario que no piensa más que en cómo aniquilar. La reducción, el recorte que son necesarios para poder llevar a cabo un plan de instrumentalización de la violencia como proceso industrial a repetición, parece decir, no son inocuos para el verdugo. Entre estas imágenes, se cuelan otras, desde el presente, otras actuales de Auschwitz, devenido lugar de memoria, lo están limpiando, probablemente esté a punto de abrir para recibir a sus visitantes. La presencia de esta contemporaneidad actualiza y formula, entre otras cosas, una advertencia plena de vigencia: la destrucción no llega con la abrupta aparición de los monstruos sino con una paulatina deshumanización para lograr crearlos.