El ciclo democrático que cumplirá tres décadas el año próximo supuso, en su desarrollo, más avances que retrocesos en todos los campos de la vida social. A diferencia de ciclos anteriores, el actual se evidencia sólido, legitimado elección tras elección y alejado de la tutela de las clases dominantes articuladas en el –alguna vez determinante– Partido Militar. Sin embargo, ciertos sectores y corrientes de opinión caracterizan a la actual democracia como “demodura”, y al gobierno que ejerce el poder como autoritario y corrupto. Tales juicios reverdecieron particularmente a partir de los contundentes resultados de la elección de octubre de 2011.
Televisados por las corporaciones mediáticas, ayunos de liderazgos, imposibilitados de acceder al poder por otras vías que no fueran las democráticas, dichos sectores no encuentran canales legítimos para expresarse, salvo el elemental dedo medio alzado en actitud ofensiva, propuesto y promovido por el periodista Jorge Lanata. Rumiando bronca por avances que consideran retrocesos, los “caceroleros conservadores” decidieron, como en aquel no tan lejano otoño de 2008, alzar su voz para expresar su odio concreto hacia la presidenta y su elenco de gobierno, y hacia los sectores sociales que la votaron. Cacharro en mano, esbozan rudimentarios argumentos, imprecisos y carentes de coherencia interna; por caso, no se comprende que alguien acuse al gobierno de haber matado a Jorge Julio López –testigo en el juicio a Etchecolatz–, a la vez que afirme insultante que “se cagaron en los 400.000 electores de Patti” o “Forrearon a las FFAA” –en clara alusión al descuelgue del cuadro de Videla en el Colegio Militar (extraído de la proclama “Anti–Democracia KK”, disponible en http://www.facebook.com/noaestegobierno , entre otros sitios afines).
Con una emotividad que transmuta en epítetos, amenazas y golpes hacia quienes no manifiestan acuerdo, la expresión de estos sectores no debe magnificarse, aunque tampoco es apropiado desestimarla.
El password nuestro de cada día
El conservadurismo cacerolero propone una lectura simplificada de la realidad. La complejidad de la vida política, económica, social y cultural se reduce al absurdo, imputando la responsabilidad de los problemas percibidos a un sector, actor (social o gubernamental) o colectivo. El cacerolero cree que todos los argentinos piensan como él, ya que los hechos de la realidad serían de inmediata comprensión. Necesita compartir sus juicios, verlos reproducidos y amplificados, sentir que no piensa en soledad, sino con los demás, sus dignos pares. Milita a diario en el ámbito que fuere, expresando su intolerancia con total naturalidad. La contraseña cotidiana a bordo del taxi, en el comercio, en el taller mecánico, entre vecinos, enunciada como verdad irrefutable, blindada a toda duda, consiste en manifestar públicamente –en grado diverso– el odio hacia el “otro”… y hacia el proceso político e histórico que le reconoció derechos ciudadanos.
La canción es siempre la misma: va desde afirmar que “no hay Justicia sino venganza” (en relación a los juicios por delitos de lesa humanidad), de transitar por la vereda de “el país es un colador” -postulando la equivalencia “extranjero: droga”-, hasta arribar a un incierto escenario de catástrofe inminente, porque “la inflación y el cepo al dólar demuestran que la economía se cae a pedazos”.
Según esta lógica alucinada y maniquea, la fuente última del poder gubernamental reposa en la billetera con la que compran la voluntad de los débiles: se adquieren votos con planes sociales, o se compran medios y periodistas con publicidad oficial. Sólo ellos, los impolutos caceroleros, se hallan exentos del pecado de origen de esta democracia que, por universal y obligatoria, “hace ruido” en el sistema de representación: quien se encuentra condicionado por el apoyo (o el salario) estatal, no es verdaderamente libre de expresar su opinión, de ejercer ciudadanía, y por tanto no tendría derecho a ser representado. Por eso desprecian cualquier resultado que consideren adverso, calificándolo como un “abuso de la estadística”.
La banalidad del incauto
Quizás algún ciudadano, saturado por el bombardeo informativo provocado por los principales medios de comunicación, o tal vez entrampado es el fenómeno capilar del “boca a boca” que augura una inminente caída en la anarquía, se sienta compelido a manifestar su bronca que hoy carece de conducción orgánica. Aunque incomprensible para quién suscribe estas líneas, es legítimo que alguien quiera “militar en la antipolítica”. Pero es necesario advertir al ciudadano incauto cuáles son las razones últimas, los sentimientos profundos, y las propuestas destituyentes que emergen en la protesta.
Es posible sostener grados diferenciales de desacuerdo con las políticas públicas sostenidas por el poder político durante los últimos nueve años, pero de ahí a compartir la Plaza con grupos neonazis y de reivindicación del Terrorismo de Estado, hay una distancia. No poder mensurar este gradiente ha conducido, en la experiencia histórica, a la tragedia. Incautos han sido quienes, en medio del genocidio, ignoraban lo que frente a sus narices sucedía. Son quienes, enfrentados a la pila de cadáveres afirman que no creían que la sentencia ‘hay que matarlos a todos’ iba a ejecutarse en literalidad.