El Estado de Israel, los judíos y el malestar en el nuevo desorden mundial

De Buenos Aires a Estambul

“El nuevo antisemitismo representa a un judío imaginario cuyo difusor ideológico también es, nos guste o no, el sionismo integrista que identifica en bloque al mundo judío contemporáneo con el poderío de Israel. Cada vez que pensamos en conseguir poder, fallamos y desperdiciamos nuestro destino y el significado de nuestras vidas. ... Dios nos guarde de creer que la actitud del imperialismo hacia nosotros nos habilita a adoptar sus métodos”. Martin Buber, 1929.

Por Sergio Rotbart (Desde Israel)

Entender a la cultura moderna como una totalidad, es decir como un sistema de relaciones sociales que sigue un proceso dinámico, es parte de un paradigma cognitivo que surgió en el itinerario ramificado que ha seguido el «sistema-mundo» en el largo período conocido como modernidad o capitalismo, de acuerdo a sus definiciones totalizadoras más logradas. Raymond Williams, uno de los teóricos de la cultura más grandes del siglo XX, captó la dimensión histórica de una formación social específica mediante la conceptualización tripartita compuesta por lo dominante, lo residual y lo emergente.
Esos tres componentes coexisten y se interrelacionan en el «proceso social real», es decir en el entramado de «experiencias y prácticas activas que integran una gran parte de la realidad de una cultura y de su producción cultural». Para que ese «complejo efectivo de experiencias, relaciones y actividades» no sea reducido -salvo con una finalidad analítica- a un sistema o a una estructura, resulta más adecuado hablar de «hegemonía».
Este último concepto da cuenta de un proceso mucho más dinámico que el aludido por el de dominación o ideología dominante y, al mismo tiempo, constituye una definición más sustancial y menos trascendental. En palabras de Williams: «…ningún modo de producción, y por lo tanto ningún orden social dominante, y por lo tanto ninguna cultura dominante, verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana, toda la energía humana y toda la intención humana».
Por el contrario, en el proceso de formación y constante redefinición de la hegemonía, el orden dominante puede no incluir a lo residual y a lo emergente y, por lo tanto, intentar incorporarlos o simplemente negarlos, excluirlos, reprimirlos y hasta no reconocerlos. Lo residual es lo que ha sido formado en el pasado pero todavía se halla en actividad en el proceso cultural presente. En tanto son «expresadas o sustancialmente verificadas en términos de la cultura dominante», esas experiencias y representaciones pueden presentar una alternativa e incluso una oposición con respecto a la primera.
Como contrapartida, cuando lo activamente residual es incorporado al orden dominante estamos en presencia del «trabajo de la tradición selectiva». Por su parte, lo emergente está constituido por los nuevos significados y prácticas que se crean continuamente y aún no han sido incorporados a la cultura dominante. Mientras que lo emergente mantiene ese carácter potencial o activamente alternativo, lo meramente nuevo implica otra fase en el devenir de lo dominante.
Afirmar que el mundo judío del período que comienza con el final de la Segunda Guerra Mundial es sustancialmente distinto al de la época de entreguerras resulta una obviedad, al menos para las personas interesadas en la historia contemporánea. Sin embargo, intentar aprehender los alcances, significados y consecuencias de ese cambio no es una tarea trivial, ni mucho menos sencilla.
Ya en la etapa final de la contienda bélica de mediados del siglo XX se vislumbraban las enormes implicancias demográficas del exterminio de la mayoría de los judíos de Europa a manos de los nazis. Pocos años después, con el nacimiento del Estado de Israel, se cristaliza una transformación geopolítica cuyas raíces comenzaron a crecer a fines del siglo XIX en Europa oriental y central, cuando el sionismo surge como una respuesta nacional más entre varias (entre ellas el territorialismo, el liberalismo universalista, el bundismo, el comunismo judío en una etapa posterior) tanto a los desafíos de la modernización como a la amenaza del antisemitismo.
Por otra parte, hay dos aspectos del significado de la Shoá que casi no aparecen en la agenda pública del mundo judío de posguerra: su dimensión histórica y el giro cultural que generó en el judaísmo sobreviviente a la destrucción.

El mapa cognitivo del judaísmo de posguerra

El giro cultural del mundo judío de la posguerra fue una consecuencia inevitable de la drástica reducción demográfica provocada por la política genocida de los nazis, pero tiene, además, un componente adicional fundamental relacionado con las formas colectivas a través de las cuales los judíos intentaron elaborar esa pérdida irreparable.
Hoy podemos examinar el cambio al que nos referimos gracias a los importantes trabajos intelectuales sobre la cultura de posguerra que se han realizado en las últimas décadas. Entre ellos se incluye, por ejemplo, el concepto de «giro cultural», elaborado por Fredric Jameson, uno de los teóricos mas agudos e inteligentes del posmodernismo.
Para analizar el carácter novedoso de la cultura del mundo capitalista de posguerra Jameson recurre a la categoría de «mapa cognitivo». La extensión social y la expansión global del capitalismo consumista que tienen lugar a partir de la emergencia de los Estados Unidos como potencia hegemónica de la posguerra implican -de acuerdo a la tesis de Jameson- un cambio del mapa cognitivo del mundo en dos sentidos.
Por un lado, la totalidad es percibida de manera distinta a como lo era en la era del imperialismo, dado que se trata de una nueva fase de su evolución. En el llamado capitalismo tardío o multinacional cada vez son menos las zonas geográficas y los sectores sociales que practican una vida o perciben su experiencia concreta de un modo alternativo al configurado por el orden social dominante, guiado por la lógica de la acumulación incesante de capital.
Por otro lado, cada vez son menos los sujetos sociales capaces de percibir esa totalidad, pues el centro crea hegemonía cada vez en más partes que otrora fueron periféricas desde un punto de vista social pero también cognitivo. Para decirlo en términos de Raymond Williams, lo hegemónico incorpora a lo residual y a lo emergente de acuerdo con una dinámica totalizadora in crescendo. (A esta tendencia hace alusión el tan mentado «imperio» popularizado por Toni Negri, que tuvo oportunidad de leer a Spinoza en clave posestructuralista en la prisión italiana y en el exilio francés, tal vez suponiendo que de esa manera conjuraba al espíritu de Gramsci).
Pero conviene que retomemos el hilo del giro cultural concerniente al mundo judío que se configura luego del genocidio nazi. A partir de entonces la totalidad empieza a ser percibida de manera muy distinta a la etapa previa a la guerra, no sólo debido a la ausencia de los seis millones de judíos que perecieron en la Shoá, sino también a que la memoria colectiva que se construye en el seno de la judeidad sobreviviente es considerablemente selectiva.
La creación de Estado de Israel significa la instauración de un mapa cognitivo del mundo judío sustancialmente reducido, que incorpora lo residual al tiempo que borra su especificidad cultural. Cuando el sionismo de la etapa estatal se convierte en hegemónico, lo hace precisamente por intermedio de la incorporación de los grupos sionistas que no aceptaban la vía del estado homogéneo desde el punto de vista étnico (como el Hashomer Hatzair y su proyecto binacional judeo-árabe) y de sectores no sionistas (como el movimiento religioso reformista).
Y, por otro lado, la construcción hegemónica lleva aparejada la exclusión de las culturas de los grupos judíos antisionistas cuya base social fue diezmada por el nazismo y el estalinismo (fundamentalmente el Bund y los comunistas).
Por lo tanto, al transformarse en hegemónico, el sionismo estatalista configura un mapa del mundo judío y una memoria colectiva en la que cada vez son menos las experiencias y las representaciones de grupos que aún conservan una visión del mundo judío previo a la Segunda Guerra Mundial, que era culturalmente más heterogéneo y políticamente más plural que el representado por el mapa cognitivo de la hegemonía sionista.
En ese mapa de posguerra, la reciente tragedia del judaísmo europeo es percibida mediante una dicotomía que se aplica indistintamente a la milenaria historia del pueblo judío: la alternancia cíclica entre la catástrofe-exilio y la redención-retorno a Sión. Desde esta concepción unilineal y uniforme la Shoá es representada a través de una forma isomórfica que describe a la historia como un pasaje positivo e inevitable «de la catástrofe al heroísmo».

geopolítica del nuevo antisemitismo

El giro cultural se dio paralelamente a un giro geopolítico, es decir al alineamiento del Estado de Israel con la potencia norteamericana en el contexto de la Guerra Fría. La doctrina de la neutralidad del posicionamiento internacional de Israel no duró mucho tiempo. Ya en 1951 David Ben Gurión propuso secretamente enviar tropas israelíes a Corea del Sur, como ayuda a la guerra librada por los Estados Unidos contra Corea del Norte.
Pero durante la década de 1950 Washington no estaba interesado en fomentar la inestabilidad del Medio Oriente, cuyas principales zonas de interés coincidían con los intereses inmediatos del mayor grupo petrolero norteamericano en el Golfo Pérsico y en la Península Arábiga. Por eso, en esa época, los aliados estratégicos del militarismo israelí fueron Francia y Gran Bretaña.
En la Guerra del Sinaí (1956) coincidían la concepción de la represalia preventiva contra los estados árabes vecinos, los intereses económicos de esas potencias europeas y la doctrina de contención de la influencia de la Unión Soviética, que esta última ponía en práctica mediante el apoyo a los movimientos nacionalistas panárabes como el de Gamal Abdel Nasser en Egipto.
Precisamente luego de la invasión al Canal de Suez la situación regional empezó a preocupar al gobierno de Eisenhower: comenzaron a caer los regímenes monárquicos apoyados por Gran Bretaña y, en su lugar, subieron regímenes militares antioccidentales que acudieron a la ayuda militar soviética. Kennedy fue el primer presidente norteamericano que le vendió armas a Israel, y a partir de 1963 comenzó a forjarse una alianza no oficial entre el Pentágono y los altos mandos del ejército israelí.
Esta supeditación de los intereses nacionales a la lógica del enfrentamiento entre las dos superpotencias por zonas de influencia y control en el Medio Oriente no sólo reprodujo la lógica del conflicto árabe-israelí, sino que le imprimió una pátina naturalizante, con la cual las guerras periódicas y la tensión constante pasaron a ser partes esenciales de la doctrina nacional de seguridad.
No es nuestra intención aquí detenernos en un largo, ramificado y multifacético proceso que explica el lugar y el papel de Israel en el sistema-mundo de nuestros días. Pero para los fines de nuestra nota resulta conveniente destacar el impacto y el significado que esa posición geopolítica tiene en el mundo judío contemporáneo, a la luz de la problemática y falaz identificación que en nuestra cultura se ejerce entre ese mundo y el Estado de Israel.

El nuevo antisemitismo

La indiferenciación entre los judíos del mundo y los intereses del Estado de Israel es, obviamente, un arma poderosa y peligrosa que usan muy bien los antisemitas. En este sentido, el llamado «nuevo antisemitismo» no hace más que cambiar de motivos conspirativos: mientras que hasta la Segunda Guerra Mundial los judíos eran sinónimo de poder económico y político internacional, por un lado, y de amenaza revolucionaria marxista-bolchevique, por el otro, en la Guerra Fría el Estado de Israel pasó a ser la encarnación de ese poder omnipotente.
Pero, sin embargo, la reacción antisemita sigue representando a un judío imaginario cuyo difusor ideológico también es, nos guste o no, el sionismo-estatalista. Al atribuirse el monopolio del judaísmo contemporáneo, al condenar y anatemizar a las voces judías críticas a las políticas estatales, al considerar toda crítica no-judía al Estado de Israel como un acto antisemita (no la negación de su derecho a existir, sino la condena al militarismo y al mantenimiento de un régimen opresivo en los territorios palestinos), a través de todas esas subsunciones de las partes al todo el sionismo integrista no combate efectivamente al antisemitismo, sino que lo abastece.
El nuevo antisemitismo, es decir los prejuicios, la incitación a la violencia y el ataque contra los judíos del mundo, justificados o motivados por su asociación con los intereses del Estado de Israel es -sustancialmente- distinto al antisemitismo moderno que prevaleció hasta la Segunda Guerra Mundial.
En esa etapa pre estatal, los judíos eran las víctimas propiciatorias de un sistema interestatal altamente inestable del que estaban excluidos, pues constituían -según la expresión acuñada por Bernard Lazare y luego acogida por Hannah Arendt- parias entre naciones que no aceptaban «individuos sin patria».
La trágica paradoja del período de posguerra, es decir de la era de la hegemonía sionista, es que el hogar nacional y refugio para los judíos carentes de derechos se ha transformado, al fragor de la geopolítica de la Guerra Fría, en una fortaleza armada cuya seguridad es continuamente sacralizada para justificar su ejercicio del poder.

El entramado real de la seguridad nacional

La caída de los regímenes comunistas en Europa oriental produjo -entre tantos- dos cambios significativos en el sistema mundial: el reforzamiento de los Estados Unidos como única súper potencia, sobre todo en los planos político, ideológico y militar y -paralelamente- una nueva fase de la expansión global de los capitales transnacionales, que convirtieron a las zonas previamente excluidas de su área de influencia en nuevos mercados rentables.
La erosión del poder de los estados-nación de las zonas periféricas asegura la penetración de los grandes grupos de capitales y el aumento de sus respectivas tasas de ganancia y de rentabilidad. Pero esa ampliación espacial de la acumulación capitalista no es indefinida, sobre todo teniendo en cuenta que la lógica de la mercantilización de los países postcoloniales y postcomunistas, y de casi todas las áreas de la cultura se acerca cada vez más al límite de la totalidad geosocial.
Aunque parezca contradictorio, es precisamente en este contexto de «globalización» donde la hegemonía norteamericana expone más claramente su fragilidad, ante el aumento de las presiones competitivas de otros polos de poder capitalista (Europa, Japón, el este asiático) que antes estaban empañadas por la lucha en común contra el «peligro» comunista.

Un escándalo ejemplificador

Los analistas de la economía-mundo aseguran que esa posición hegemónica comenzó su declive a principios de la década del ´70 del siglo pasado, tras la derrota en la guerra de Vietnam, la crisis del petróleo y la consiguiente crisis fiscal de los estados del capitalismo central. Es en esta coyuntura que los intereses económicos de los grandes grupos capitalistas norteamericanos coinciden, cada vez más, con la geopolítica de la Casa Blanca en el Medio Oriente. La inestabilidad, los conflictos y las guerras periódicas son el medio funcional para el florecimiento de los negocios de las corporaciones de la industria de armamentos y de las grandes empresas petroleras.
La era dorada de la coalición petrolera-armamentista fue durante la cadencia presidencial de Ronald Reagan, en la que también tuvo un papel destacado la «seguridad nacional» israelí.
A modo de ejemplificar los alcances y efectos de esta conjunción de intereses coordinados desde Washington y Jerusalem, traemos a colación uno de los escándalos más notorios que conmovieron a la opinión pública internacional a principios de la década de 1980.
Gracias a los buenos servicios del Ministerio de Defensa israelí, entonces comandado por Ariel Sharón, el embargo impuesto por el Congreso norteamericano a Irán fue puenteado mediante el enorme abastecimiento de armas brindado vía Israel al régimen de Khomeini.
Cuando estalló el caso «Irángate», el nombre de Israel ya estaba ligado -vía venta de armas y entrenamiento contrainsurgente- a la causa latinoamericana de los regímenes dictatoriales y de los escuadrones de la muerte.
La conexión iraní implicó una sofisticación de la exportación de la seguridad nacional: Panamá era sólo la primera estación en el itinerario de las armas provistas por «agentes» israelíes al régimen de Manuel Noriega. De allí seguían camino al cartel de narcotraficantes de Medellín, y éste es sólo un tramo del itinerario cuyo destino principal era la provisión de armamentos a las fuerzas contrarrevolucionarias nicaragüenses apoyadas por la CIA. Con el objeto de no despertar dudas acerca del origen de los cargamentos, las armas no serían parte de la ayuda militar norteamericana a Israel, como en el caso del abastecimiento al régimen de los ayatollahs, sino parte del armamento capturado en las bases de la OLP durante la invasión israelí a El Líbano.