Es considerablemente mejor que “La lista de Schindler” e, indudablemente, la mejor película sobre el Holocausto de todos los tiempos. Lo notable sobre el film es su brutal y cruda honestidad. Evita el sentimentalismo barato que estropeó a “La lista de Schindler”. También evita, tanto como es posible, caer en estereotipos. No todos los judíos se comportaron con nobleza y un oficial nazi, al final del film, es mostrado como teniendo al menos un destello de humanidad conservado en su alma condenada.
Adrien Brody ofrece una actuación contundente como Wladyslaw Szpilman, un rol de gran exigencia dado que está presente en casi todas las escenas. La estética cinematográfica es brillante, y aún cuando no estamos viendo al personaje en acción, los acontecimientos se muestren desde su punto de vista como si estuviéramos espiando, junto a él, desde sus escondites y vemos a los alemanes asesinando judíos por el mero placer de hacerlo y también, más adelante, a los alemanes recibiendo un poco de su propia medicina al comenzar el levantamiento de Varsovia. Además de exponer el amplio rango de los horrores alemanes que constituyeron el Holocausto, no quiero contar demasiado de la película, pero hay una escena en la cual los alemanes ejecutan sumariamente a una familia completa de judíos que es tan conmovedora en su brutalidad que usted querrá irse a su casa y romper uno por uno cada elemento de porcelana de Dresden de su vajilla y destruir a hachazos los BMW o Mercedes que vea por la calle.
“El pianista” es un testamento para el infatigable espíritu de la vida que rehúsa “entrar amablemente en la noche”. En particular, la influencia humanizadora del arte, del deseo de crear, se yuxtapone sagazmente en la narrativa de Polanski al deseo alemán de destruir, incluso, a la tendencia alemana de abrazar todas las formas negativas del universo. En la batalla entre la materia artística y la antimateria alemana, es el arte el que triunfa al final.
Ahora, volvamos a los alemanes deseosos de redescubrir a su nazi interno. Debo admitir que es una experiencia extraña mirar un film sobre el Holocausto en Alemania. Es aún más extraño cuando uno es el único norteamericano en medio de 200 alemanes. Pero quizá lo más extraño de todo sea observar las reacciones de los alemanes a los acontecimientos desplegados por la película.
Se habla mucho sobre la vergüenza que dicen los alemanes sentir hoy, frente a la conducta de sus conciudadanos durante el período nazi, y sobre todo lo mucho que han hecho para ser disculpados por sus pecados del pasado. No compre ese argumento. Si el público con el que vi la película es una muestra de las actitudes de los alemanes en general, no augura nada bueno para el futuro. Recuerden, no se trataba de un público compuesto por skinheads de los enclaves neo-nazis de la Karlsruhe de la ex República Democrática.
Era un grupo formado por lo mejor de Alemania: ciudadanos educados, de clase media de una gran ciudad cosmopolita. Una escena en particular quedó impresa en mi conciencia. Sucede por la mitad de la película. Los judíos de Varsovia han sido arreados al gueto. Una calle usada por los alemanes divide el gueto. Mientras un grupo de judíos está esperando para cruzar al otro lado de la calle, unos nazis de baja calaña obligan a judíos viejos a bailar a una velocidad progresivamente más veloz. Debilitados por la desnutrición, cojeando sobre sus muletas, carcomidos por enfermedades cardíacas y pulmonares, muchos caen al piso en franca agonía. Es una escena insoportable. Es el tipo de escena que te hace avergonzar de llevar un apellido alemán como el mío. Demonios, es el tipo de escena que te hace avergonzar de escuchar a Beethoven.
Pero ahí estaban los alemanes de hoy, educados, defensores de la libertad riendo ante la tortura. Desconozco si hay algún espectáculo más enfermante que el de los alemanes encontrando humor en lo que sus padres y abuelos hicieron a los judíos, si hay un ejemplo más perfecto de la definitiva ausencia de humanidad en lo profundo de la nación alemana. Hay algo terriblemente malo y torcido en Alemania y en el pueblo alemán.
Pero esperen, hay más. Otra escena de la película que se destaca es cuando un guardia SS anuncia a un grupo de trabajadores judíos hambreados que recibirán una porción adicional de pan con sus raciones, para que la vendan a los otros judíos porque “todos saben lo hábiles que son los judíos para vender cosas”. El mismo público se destornillaba a carcajadas. Me sentí tentado de llamar a la aviación para bombardear el cine o cuando menos abofetear a esos doscientos alemanes, pero contuve mi indignación porque sabemos que cualquier película sobre la Segunda Guerra termina siempre mal para los alemanes. Normalmente permanezco en silencio cuando estoy en el cine pero debo admitir que esta vez grité el nombre de mi país cuando la familia Szpilman escuchó el anuncio en la radio de que los Estados Unidos habían declarado la guerra a Alemania. Y también debo admitir que me sentí muy bien cuando grité “maten a esos nazis del demonio” cuando el film mostró a los judíos resistiendo durante el levantamiento. Es raro ver cómo el público permaneció tranquilo cuando, cerca del final de la película, se vio a un grupo de nazis en un campo de detención esperando su transporte al cruel y merecido destino de los gulags soviéticos. Y después fue claro como el agua. La vergüenza alemana por la Segunda Guerra no es un resultado de la concientización moral de los innumerables delitos y atrocidades cometidas por los alemanes. No. Los alemanes están avergonzados porque sus traseros fueron limpiados por una banda de yanquis, rusitos e inglesitos despreciables, a quienes consideraban –y aún consideran- como miembros de razas inferiores. Después de la película, me fui por la Schellingstrasse en Schwabing, distrito de Munich. Pasé por casualidad por donde estaba ubicada la sede original del partido nazi. Ahora es una empresa de decoración de interiores. Muy apropiado. En la superficie, Alemania puede parecer un país cambiado, muy lejos del auge de su período nazi. Pero es una mera fachada. El revestimiento de las paredes y del piso puede ser nuevo, los retratos de Hitler pueden haber sido reemplazados por objetos de arte africanos, pero las bases de la estructura siguen siendo nazis. Y a medida que la economía alemana se sumerge más en una recesión que se debe en gran medida a sí misma, mientras los economistas alemanes comienzan a advertir los paralelos perturbadores entre las economías de 2002 y de 1932, el problema sigue siendo cuánto tiempo tomará hasta que los alemanes permitan que su nazi interno se exprese en público.
El Nazi Eterno, temo, estará con nosotros mientras exista una nación alemana. “El pianista” es una gran película y un relato admonitorio porque la historia tiene la desdichada costumbre de repetirse a sí misma.•