El diario alemán habló de traición. Por primera vez mencionó nuestros apellidos juntos Timothy Garton Ash, hace más de veinte años, cuando Havel y yo estábamos en la cárcel y Konrád no podía publicar en Hungría por culpa de la censura. Muy pocas veces nos reunimos los tres juntos, pero creo que mantenemos casi intacto el fundamento de nuestro pensamiento, tanto en lo que concierne al mundo de los valores morales como de la política. Pienso que siempre nos unió el amor por la libertad, la ilusión por un mundo saturado de tolerancia, la confianza en el triunfo de la dignidad humana y la protesta más firme contra el mal. Konrád escribía sobre la política antipolítica, Havel sobre la fuerza de los débiles y yo sobre una nueva evolución basada en la autoorganización de la sociedad y en la desobediencia ciudadana ante el totalitarismo.
Nos unieron también las experiencias que vivimos gracias a una Historia que se escapó de las manos, experiencias de individuos y pueblos condenados a la soledad, sometidos a la presión de los déspotas y a la indiferencia del mundo. No somos fanáticos del anticomunismo cavernícola. Para nosotros el comunismo fue un fenómeno histórico muy negativo, pero los comunistas son seres que pueden transformarse y cambiar. Con ese espíritu escribió Konrád sobre el comunista Imre Nagy, que se convirtió en líder del levantamiento húngaro, y Havel sobre el comunista Frantiszek Kriegel, miembro de las Brigadas Internacionales, que fue uno de los líderes de la Primavera de Praga. Yo me reconcilié con el general Wojciech Jaruzelski, porque tampoco compartí el integrismo anticomunista y menos cuando lo practicaban personas que nunca protestaron en tiempos de la dictadura totalitaria. He recordado algunos detalles de nuestras biografías para que los lectores sepan a quién acusa el diario alemán de ser apologistas ciegos de Estados Unidos.
Las valoraciones de la guerra
No he consultado con Havel y Konrád, pero pienso que sus ideas no difieren demasiado de las mías. La guerra contra el régimen de Sadam Husein puede ser valorada desde el punto de vista militar, moral y político. En la esfera militar hay que preguntar si es una guerra que se puede ganar. No soy militar y no entiendo de asuntos militares, pero pienso que se deben iniciar solamente las guerras que se pueden ganar. En la esfera moral me planteo la pregunta de si la guerra contra el régimen de Irak es justa y respondo: sí, es una guerra justa, como lo fue la guerra de Polonia contra Hitler y la de Finlandia contra Stalin. En la esfera política me formulo la pregunta de si tiene algún sentido político y mi respuesta es clara: la guerra que tiene como fin derrocar a un tirano que respalda el terrorismo internacional y trata de hacerse con armas de exterminio masivo es una guerra políticamente justificada. Siempre que valoro los acontecimientos internacionales trato de hacerlo empleando el mismo rasero para todos. Por eso suelo condenar con la misma firmeza la arrogancia de todas las grandes potencias y no sólo la arrogancia de la Administración norteamericana, esa arrogancia de Bush que tanto indigna a muchos de mis amigos franceses y alemanes. Havel, Konrád y yo somos miembros de pueblos que sufrieron mucho por culpa de los regímenes totalitarios. Somos también personas de excelente memoria y esas dos circunstancias nos permiten sacar conclusiones útiles de la terrible lección del 11 de septiembre de 2001. De la misma manera que el asesinato de Mateotti reveló el carácter verdadero del fascismo italiano y del régimen de Mussolini, del mismo modo que los grandes procesos de Moscú desenmascararon la esencia criminal del sistema de Stalin e igual que la Noche de los Cristales dejó al desnudo la esencia letal del nazismo de Hitler, el derrumbamiento de las Torres Gemelas fue el anuncio de que el mundo se enfrentaba a un nuevo reto totalitario.
Memoria
La violencia, el fanatismo y la mentira lanzaron un ataque frontal contra los valores democráticos. No voy a analizar la ideología que, deformando la religión islámica y transformándola en instrumento, trata de montar una cruzada contra el mundo democrático. Hoy Sadam Husein participa en esa cruzada, como lo hicieron en el pasado Hitler y Stalin. El dictador iraquí sostiene que en la guerra contra «el Occidente impío» todo está permitido. A nadie puede extrañar que, tras el 11 de septiembre, las embajadas de Irak en el mundo no pusieran sus banderas a media asta en señal de luto. Esperar con los brazos cruzados a que un régimen así consiga armas de exterminio en masa sería una ligereza bochornosa. A esa actitud se le reprocha que conduce a una idealización de Estados Unidos, que hace imposible el análisis objetivo de la política norteamericana. A aquellos que me imputan esa falta de objetividad les diré que recuerdo perfectamente la intervención de Estados Unidos en Vietnam y el apoyo concedido por Washington a los regímenes dictatoriales de América Latina.
Diferencias
La izquierda de Europa Occidental hace referencia constantemente a esos acontecimientos, pero yo recuerdo también que, junto a las dictaduras de Trujillo y Pinochet, apoyadas por Estados Unidos, existe la dictadura de Fidel Castro, que practica el despotismo enarbolando banderas rojas. Yo siempre compartí la idea de que las dictaduras, independientemente del color de sus banderas, rojo, negro o verde, son igual de abominables. Siempre compartí la idea de que no hay torturas de derechas y torturas de izquierdas, torturas progresistas y torturas reaccionarias. Siempre rechacé la hipocresía de la izquierda occidental que proclamaba que el peor comunismo era mejor que cualquier capitalismo, porque conducía a la Humanidad hacia un futuro luminoso. ¿En qué consiste, pues, mi traición? Hoy, como antes, sigo negándome a poner el signo de igualdad entre un régimen conservador y antipático, pero democrático, y una dictadura, independientemente del color de su bandera. Por eso jamás diré que eran iguales Chamberlain y Hitler, Roosevelt y Stalin, Nixon y Mao Tse Tung, Adenauer y Ulbricht. Pero sí condeno a Roosevelt por los acuerdos de Yalta, a Chamberlain por el acuerdo de Múnich, a Nixon por el Watergate y a Adenauer por el escándalo del Spiegel. No me gusta el primer ministro de Israel, Ariel Sharón, por su brutalidad y demagogia primitiva, pero en ningún caso lo pondré al lado de los líderes de Hamás que exhortan a la comisión de bárbaros atentados suicidas. George W. Bush no es el héroe de mis sueños y su maniqueísmo me irrita, pero le doy mi apoyo en la guerra que libra contra Bin Laden, Al Qaeda y Sadam Husein.
Apoyé las manifestaciones antinorteamericanas de 1968, pero precisamente por eso sentí luego horror, cuando vi que, después de la victoria de los comunistas, miles y miles de vietnamitas huyeron de su país en minúsculas barcas, arriesgando la vida en el mar. Recuerdo el maniqueísmo de los adoradores de Vietnam, que para defenderlo quemaron muchas banderas norteamericanas, pero luego no abrieron la boca para condenar la realidad totalitaria impuesta por los comunistas. Yo no quemo banderas de Irak, pero tampoco entiendo cómo los demócratas se pueden manifestar con retratos de Sadam Husein. Hoy el odio antinorteamericano adquiere dimensiones y formas absurdas. Hoy las manifestaciones y protestas dejan de ser el ejercicio en sí del derecho democrático a expresar la opinión: aunque muchos no lo quieran, son una defensa de dictaduras muy crueles y totalitarias. No he olvidado los movimientos pacifistas de los tiempos de la guerra fría y sus marchas en las que se quemaban marionetas que representaban a los presidentes norteamericanos y se hacían reverencias ante los retratos de Stalin. No puedo apoyar la repetición de aquellas mamarrachadas. Entiendo cuán complejo es el mundo. Comprendo cuán complejas son las relaciones existentes entre lo que podemos desear y lo que estamos en condiciones de conseguir. Soy consciente del dramatismo de la guerra de Chechenia, pero precisamente por eso no digo que Putin es igual que Stalin.
Recuerdo los difíciles momentos que vivieron las relaciones de Francia con Costa de Marfil, pero no digo que Chirac es como Mussolini. Por la misma razón no me entusiasman las relaciones que tiene Estados Unidos con regímenes dictatoriales, como el de Arabia Saudita, pero pienso que la democratización de Irak podrá influir de manera positiva sobre los regímenes de Oriente Medio. No nos gusta la política interior de Bush, sus proyectos de espiar a los ciudadanos o la retórica integrista cristiana de muchos miembros importantes del Partido Republicano. Pero pienso que la democracia norteamericana, enriquecida por las lecciones del macartismo y del escándalo del Watergate, estará en condiciones de defenderse ante un emponzoñamiento de la sociedad abierta. Me preocupa que la política de Bush pueda liquidar los principios del humanitarismo en la política internacional, pero pienso que para esos principios es más peligrosa la tolerancia ante las dictaduras totalitarias y el encubrimiento cobarde de los crímenes de regímenes como los de Irak, Corea del Norte, Libia y Cuba. Entiendo la gran diversidad que hay en el seno de los adversarios de la guerra, entiendo que representan valores morales muy diversos y ejercen su derecho a la libertad de expresión. Veo algo muy positivo y sano en que los ciudadanos salgan a la calle para protestar contra algo o para manifestar su opinión. Esas son reacciones y actuaciones democráticas. Las manifestaciones de protesta obligan a la opinión pública a ser más crítica con el poder. Sé también que las guerras suelen ser aprovechadas para amordazar a los ciudadanos, para recortar sus libertades. Con mucha facilidad se acusa de actitud no patriótica a aquellos que mantienen que las guerras no son un método justo. Facilitan que se avive el chovinismo y ayudan a tolerar la estupidez, la incompetencia y la corrupción del poder. Y que éste imponga la idea de que sólo hay una forma de pensar, que se viole la democracia y se militarice la vida pública.
En defensa de la democracia
Las guerras ayudan a proclamar que los que se oponen al poder son unos traidores. Soy consciente de todo eso y, precisamente por ello, considero que las protestas contra la política bélica de Estados Unidos tienen sentido. Pero, al mismo tiempo, tenemos en mente las experiencias históricas. Recordamos Múnich y el año 1938, recordamos cómo el acuerdo concertado allí, acogido con entusiasmo por los adversarios de la guerra, le abrió el camino a Hitler. Recordamos la experiencia de Yalta que debió reforzar la paz, pero le abrió el camino a Stalin hacia nuestros países. Sin embargo, los argumentos de los partidarios del acuerdo de Múnich con Hitler parecían lógicos y fueron muy aplaudidos. Teniendo en mente esas experiencias me opongo a los pacifistas de hoy, porque no puedo aceptar que el pacifismo abra el camino a quienes planearon y realizaron el ataque del 11 de septiembre y a sus aliados. Havel, Konrád y yo nadamos muchas veces contra la corriente. En nuestros respectivos países nos proclamaron traidores mucho antes de que lo hiciese el diario alemán Die Tageszeitung. Eso nos pasó porque siempre condenamos la xenofobia y la intolerancia, la corrupción, el espíritu revanchista y el mercado sin rostro humano, porque siempre condenamos la apropiación del Estado por parte de grupos movidos por intereses egoístas o por estructuras mafiosas. Conociendo nuestras ideas y declaraciones, nadie puede acusarnos de haber perdido la objetividad y de no advertir los defectos de nuestros países o los peligros relacionados con las tentaciones y riesgos totalitarios. Pero el problema consiste en que hoy por hoy el mayor peligro y la mayor amenaza es el terrorismo de los integristas islámicos. Sé muy bien que el terrorismo no es un invento exclusivo de los integristas islámicos. Conocemos el terrorismo de Irlanda y del País Vasco, de las Brigadas Rojas italianas y del grupo alemán Baader-Meinhoff, pero sólo el integrismo islámico ha generado un terrorismo que dice que «el régimen norteamericano es enemigo de todos los musulmanes», como señaló Osama Bin Laden.
Por su parte, el Movimiento Internacional en pro de la Yihad contra los Judíos y las Cruzadas proclamó: «Los musulmanes buenos tienen que luchar contra los soldados y civiles norteamericanos y matarlos, independientemente de dónde se encuentren, de acuerdo con las palabras del Dios Todopoderoso». El ataque terrorista del 11 de septiembre fue un acto cometido en nombre de esa ideología. El terrorismo declaró así la guerra al mundo democrático. Y nosotros queremos defender ese mundo, aunque conocemos de sobra sus defectos y pecados. Por esas razones nos hemos manifestado de manera firme y rotunda a favor de una lucha sin cuartel contra el régimen de Bagdad, un régimen terrorista, intolerante, corrupto y despótico. Es paradójico ver el peligro totalitario en las actuaciones de Bush y defender a la vez a Saddam Hussein. Se trata de algo tan absurdo que no se puede aceptar.