Dijo que ella no había robado la melodía conscientemente, sino que la había absorbido en su subconsciente y la había deseado para sí misma. Era, como ella lo expuso, «un accidente de trabajo». También enfatizó que había alterado ocho notas de la melodía, para que, según la ley, ella tuviera todos los derechos de autor que estuvo recibiendo durante 38 años.
Bueno, puede pasarle a cualquiera. Usted ve u oye algo, entra en su mente inconscientemente y, cuando brota después, usted cree que es su propia idea. Pero en este caso, pasó algo más serio: varias veces en el pasado se le preguntó por la similitud de las canciones, y ella reaccionó encolerizada negando parecido alguno e incluso atacando a sus interrogadores. Pero en su carta de confesión, dirigida a un amigo íntimo, en la víspera de su muerte, ella admitía que el dolor del remordimiento había estado royendo sus entrañas, y le había causado, quizás, el cáncer fatal.
Hasta ese punto era una dolorosa pero no muy importante historia. Un compositor comete un error, su canción resulta ser un plagio. Sólo que ella no era ninguna compositora corriente, ni ésta ninguna canción corriente.
Naomi Shemer es un símbolo de lo que se llama, nostálgicamente, el “bello Eretz Israel”. Nació en un kibutz socialista en las orillas del Lago Tiberíades e hizo famoso el paisaje del país en palabras y música. Incluso cuando ella se casó con un hombre de la extrema derecha, y se volvió un imagen de esa tendencia política, los izquierdistas continuaron admirándola para su modestia, personalidad atractiva y por la calidad de sus canciones.
Pero la canción era aún más importante que la compositora. No sólo debido a su calidad, sino también debido a su historia extraordinaria.
Exactamente hace 38 años, en las vísperas del Día de la Independencia de 1967, Shemer tomó parte en un concurso de la canción israelí. Para esta ocasión escribió la canción -la letra y la música- e insistió en que fuera cantada por un cantante joven desconocido. Simplemente otra canción, sólo otro festival. Pero en el momento en que la canción se oyó en la sala y en la radio, algo sucedió… Tocó las almas de todos los que la oyeron.
Incluso entonces habría quedado sólo como una bonita canción, si la Guerra de los Seis Días no hubiera estallado unas semanas después. El ejército israelí conquistó Jerusalem Este, los soldados alcanzaron el Muro Oeste, los restos del antiguo Templo Judío. Israel fue embriagado por la intoxicación de la victoria, condimentada con las especias de un misticismo semi-religioso.
De repente, «Jerusalem de Oro» se convirtió en la expresión suprema del espíritu nacional, el símbolo de una victoria que se vio como redención, una especie de un segundo himno nacional.
Yo mismo (Ury Avneri) vi en esto una oportunidad. Por entonces era diputado en la Knesset. No me gusta -por decir lo mínimo- nuestro himno nacional. Se escribió hace más de cien años, y expresa el anhelo de la diáspora judía por la Tierra de Israel. Es un himno de una comunidad étnico-religiosa dispersa en lugar del himno de un estado soberano.
Peor aún, más del 20% de los ciudadanos de Israel no son judíos en absoluto, y no es saludable que tantos ciudadanos no puedan identificarse con el himno y la bandera de su estado. A propósito, la melodía del himno, Ha Tikvah («La Esperanza») también fue «prestada», pero nadie jamás ha intentado esconderlo. Es una canción pastoril rumana (con una versión que aparece en ‘El Moldava’, el poema sinfónico del compositor nacional checo, Bedrich Smetana).
Pensé que si proponía la canción de Naomi Shemer como himno nacional, sería capaz de poder construir un acuerdo general con la idea de cambiar el existente. No estaba contento con varias frases nacionalistas agregadas a la canción, pero creí que podríamos cambiarlas con el tiempo.
Presenté una propuesta a este efecto. El portavoz insistió en que yo obtuviera el consentimiento del autor. Así me cite con ella en un café de Tel-Aviv. Pienso que descubrí una cierta vacilación de su parte que sólo entiendo ahora. Al fin me permitió anunciar que ella no se oponía a la idea.
La propuesta nunca se sometió a votación, pero a lo largo de los años ‘Jerusalem de Oro» ha disfrutado del estatus extraoficial de un segundo himno nacional, y sobre todo como el himno de la Guerra de los Seis Días.
Esto es lo que hace del alboroto actual algo más que un escándalo sobre una canción y su autor. ‘Jerusalem de Oro» ha sufrido el mismo destino que la Guerra de los Seis Días.
Esa guerra fue precedida por tres semanas de montaje, ansiedad nerviosa, cuando casi todos los israelíes -desde los miembros del gobierno hasta el último ciudadano- creyeron que el Estado y sus habitantes estaban en peligro mortal. Los ejércitos de Egipto, Siria y Jordania -así lo parecía- iban a invadir su territorio por los tres lados y borrarlo de la faz de la tierra. Cuando el ejército israelí atacó primero, derrotó a los tres y no sólo conquistó el resto de Palestina, sino también la Península del Sinaí y las Alturas del Golán.
Años después, quedó claro para los historiadores que no había habido peligro real para el Estado, que los países vecinos no habían pensado atacar sino meramente disuadir, que la victoria de Israel no había sido ningún milagro, sino el resultado de preparativos meticulosos, sobre todo de la fuerza aérea. Pero el mito sobrevive hasta este mismo día.
Durante los combates y los días siguientes, parecía una guerra clásica de defensa. Nadie jamás consideró una ocupación permanente. Estaba claro que estábamos obligados a dejar los territorios ocupados muy pronto, como pasó después de la guerra del Sinaí en 1956. La pregunta era a quién devolverlos: el Gobierno y la mayoría de los partidos estaban pensando en Jordania y Egipto, mientras yo y aquellos que compartían mis ideas incluyendo en aquel momento a varios generales del ejército, propusimos entregarlos al pueblo palestino para permitirle que estableciera el Estado de Palestina. Hasta que eso pasó, se creía, que vivirían bajo una «ocupación benigna.»
Desde entonces, han pasado 38 largos años. La «ocupación benigna» hace mucho tiempo que se convirtió en un régimen inhumano y brutal de opresión. La profecía del profesor Yeshayahu Leibovitz, de que la ocupación nos corrompería y a través de ella nos convertiríamos en un pueblo de explotadores y espías, se ha convertido en una realidad.
Nada ha quedado del «bello Eretz Israel» sino una nostalgia empalagosa de la que Naomi Shemer era la voz y verbo por antonomasia. Un estado pequeño y correcto, supuestamente liberal, igualitario, respetado en el mundo, se ha vuelto un estado ocupante y saqueador, rehén de colonos delirantes, lleno de violencia interior y «capitalismo porcino» (una frase acuñada por Shimon Peres, uno de los máximos responsables de esta situación). A lo largo y ancho del mundo, la idea de boicotear a Israel está ganando terreno.
Lo que parecía en aquel momento un milagro divino parece más ahora un pacto con el diablo.
Israel es un país construido sobre muchos símbolos y mitos. ¿Qué podría ser más simbólico que la destrucción del mito de la guerra de los Seis Días, seguido ahora por el derrumbamiento de la fábula ‘Jerusalén de Oro’, el emblema de esa guerra en una canción?