-Hay tres grandes pilares en el modo que se construyen las jerarquías en la sociedad: de clase, de género y étnico-racial. ¿Cómo se ha configurado la relación entre ellos en la conformación de la sociedad argentina desde sus inicios?
-Nuestro país surgió de un hecho de violencia colonial, que fue la conquista. Ese es un dato crucial. La conquista significó que las jerarquías de clase se construyeron a partir de una división simple y originaria, que fue étnica: los españoles eran los que mandaban, los nativos obedecían y trabajaban para ellos. Esas fueron las clases sociales iniciales, clases que eran el mismo tiempo etnicidades perfectamente delimitadas, al menos al principio (pronto las cosas se fueron complejizando). El eje de género fue central desde el comienzo: los conquistadores fueron blancos pero además varones. Casi no hubo europeas en los primeros tiempos de la conquista. Los españoles tomaron a las mujeres nativas como parte del botín: acumularon, algunos, decenas de esposas, a las que usaban no sólo para su satisfacción sexual sino también como mano de obra, para tejer alianzas con sus parentelas y como reproductoras. Los mestizos que tuvieron con ellas –que no eran ni blancos ni pertenecían a las sociedades indígenas– fueron cruciales para controlar el territorio. Así, la sociedad colonial hundió a las mujeres nativas en una opresión particularmente dura, incomparablemente mayor a la que tenían antes pero también a la que sufrían las mujeres en Europa. Algo de eso todavía queda hoy, en las expectativa de los varones y de las clases superiores de acceder fácilmente o “barato” al cuerpo de las muchachas nativas para la posesión sexual (“salir a chinear” se dice todavía en el norte) o para el servicio doméstico mal pago.
-En alguna entrevista que te hicieron, vos afirmas que Argentina es uno de los casos donde se trató de construir un mito de unidad nacional con la idea de que somos solo blancos y europeos. ¿Podrías ampliarme este concepto?
-Argentina es uno de los poquísimos países latinoamericanos que se imagina racialmente “blanco” y étnicamente “europeo”. Eso nos viene de ese extraño mito de unidad nacional que propusieron nuestras élites políticas e intelectuales a fines del siglo XIX, que giraba en torno de esa visión. La mayoría de las élites de otros países de la región propusieron visiones del “nosotros” que hacían más lugar a la mezcla y la heterogeneidad étnica. En Brasil eligieron el mito de la “democracia racial”, en México el del mestizaje y la nueva “raza cósmica”, en Perú se filiaron con la grandeza del imperio inca. Argentina en cambio eligió fantasearse racialmente pura, sin mezcla, blanca. Es una idea que obviamente se lleva de patadas con la realidad, porque el país siempre fue muy multiétnico, pero que por desgracia encontró buena acogida en una parte importante de la población, que efectivamente es de origen europeo reciente, en una proporción mayor que en otros países. Esta visión del “nosotros” tuvo consecuencias bastante negativas. Empujó a la invisibilidad o a los márgenes de la nación a los afroargentinos y a los pueblos originarios y construyó, para los demás, una jerarquía implícita de blanquitud. Somos todos blancos, pero algunos somos más blancos que otros. Hay una curiosa esquizofrenia en nuestra cultura, que afirma al mismo tiempo que en la Argentina “no hay negros” (porque somos un país blanco) y ve “negros de mierda” en todas partes.
-En tu libro “Historia de la Argentina” explicas que en el siglo XVII se fue reorganizando la jerarquía social a través de un sistema de castas ¿Este fue un proceso racial y económico? ¿Hoy que no existen las castas perdura este sistema si uno toma la discriminación por pobreza? ¿Crees que existe hoy una suerte de “racismo socioeconómico?
-En tiempos de la colonia el sistema de castas trató de “ordenar” un hecho inicialmente imprevisto. Se suponía que españoles mandaban e indios (y luego esclavizados africanos) obedecían. Pero la biología tiene sus propias reglas: los cuerpos se fueron mezclando, mestizando, y entonces dejaba de estar claro quién era quién. El sistema de castas estableció toda una serie de etiquetas y categorías que construían una jerarquía según qué tan lejos estaba una persona de la blanquitud total. Indios y negros estaban abajo en la jerarquía, y luego seguía una escalera con las distintas combinaciones posibles entre ellos y con los blancos.
La revolución de independencia abolió las castas. Pero como los colores y los orígenes étnicos venían desde antes entrelazados con las jerarquías de clase, se mantuvo una jerarquía étnico-racial entre los ciudadanos, aunque ahora fuesen iguales ante la ley. Por mecanismos informales, a las personas de tez oscura y origen étnico no exclusivamente blanco les siguieron tocando los peores lugares en el reparto de las oportunidades de mercado y las oportunidades educativas. Se mantuvo una especia de pigmentocracia que continúa operando hoy. Si uno tomara una muestra del 10% más rico de la población y el 10% más pobre, encontraría diferencias de fenotipo y de linaje étnico. Los más ricos tienden a ser más blancos y de origen europeo más reciente.
-¿Cómo operan estas ideas en la narrativa de la clase media?
-En mi libro Historia de la clase media argentina mostré que las visiones acerca de la Argentina blanca y europea se conectan con las narrativas personales y familiares que dan consistencia a la identidad de clase media. Así como las narrativas oficiales de la nación nos invitan a pensar un país que se fue abriendo camino en la “civilización” adoptando costumbres europeas y rechazando costumbres (y poblaciones) criollas y mestizas, también muchas personas de clase media identifican ser de clase media con tener abuelos que vinieron de Europa y trabajaron duro para ganarse su lugar. Hay una idea de merecimiento personal y de virtud moral que se conecta con el ser europeo y por ello blanco. Y cuyo “otro” implícito es el mundo de la pobreza, que no progresa porque no tiene esas virtudes morales –no trabaja duro, no estudia, no se esfuerza – y a su vez no las tiene porque es criollo, mestizado. Esa visión está muy presente en personas de sectores medios (no en todas) y además conecta con las identidades políticas. Porque ese bajo pueblo “negro” que no colabora con el progreso, o más: que es un obstáculo para el progreso, además tiene conductas políticas aberrantes, es irracional, carne de clientelismo, presa del populismo, electorado cautivo del peronismo. Son visiones fuertemente racistas, además de clasistas, que afectan mucho nuestros vínculos como sociedad.

-Has señalado que la clase media se autoasigna el rol de defensor de la libertad, de alguna manera su garante ¿Cómo opera esta representación?
-Parte de esa misma visión que comentaba tiene que ver con la idea de que lo europeo y la virtud moral se relacionan con la autonomía individual. Y el individuo autónomo, se supone, detesta toda tiranía, por lo cual es un defensor nato de la libertad. Es una idea que no resiste en menor análisis: lo vemos mucho hoy, con ese individualismo autoritario que anima fenómenos como el trumpismo o el bolsonarismo. Pero es una idea muy presente. La clase media sería un sujeto político racional; la baja, irracional, y por ello factor productivo de caudillismos, populismos, autoritarismos, etc.
-¿Crees que la argentina es una sociedad con características más racistas que otras? ¿Cuáles serían sus particularidades y diferenciales?
-Argentina es un país muy racista. No tengo elementos como para hacer un ranking, me da la impresión de que es algo menos racista que otros países de la región, en parte porque tenemos una cultura muy democrática, que entronca con el gran protagonismo político que tuvieron nuestras clases bajas a lo largo de la historia. Hay un igualitarismo de base, ese “naides más que naides” de tiempos de la Independencia, que morigera algo el racismo, que es más fuerte en sociedades más deferentes, donde el pobre agacha más la cabeza frente al rico.
Dicho esto, por comparación, el racismo latinoamericano (el argentino incluido) se ha estructurado de una manera muy diferente a la del Hemisferio Norte y Estados Unidos en particular. Desde la Independencia, en general nuestros países no han tenido regímenes formales y abiertos de segregación racial, como los que rigieron en Estados Unidos hasta la década de 1960. No ha habido esa obsesión estadounidense por impedir las uniones interraciales y mantener la pureza de los blancos. Y eso, creo, se tradujo en formas de racismo muy profundas, pero a su vez, en algunos aspectos, menos violentas. O violentas de un modo más sutil y dosificado.
-¿Qué lugar le asignas al antisemitismo en la historia de la discriminación de nuestro país?
-Como ha sido el caso más o menos en todas partes, venimos de un antisemitismo muy fuerte que lentamente se fue disolviendo, sin desaparecer ni mucho menos. La colonia española construyó las comunidades locales como, básicamente, comunidades de católicos y costó mucho romper esa idea para arribar a pensar la Nación como una ciudadanía que puede albergar credos diferentes. Si se fue rompiendo fue, en buena medida, por el protagonismo de los judíos en todas las esferas de la vida nacional y por el predicamento que tuvieron las ideas antirracistas y cosmopolitas que albergaron nuestras tradiciones políticas: el progresismo, la izquierda, los movimientos populares.