En busca del prepucio perdido

"En mi adolescencia iba al Bet-Am  de Lanús. Sí, ese club donde mi padre fue presidente durante años. Mi viejo fundó casi todas las instituciones judías de Lanús. Era un tipo querido y confiable, hasta lo llamaban para hacer 'un shulem" entre familias. Esto significa  hacer "una paz" entre hermanos o cualquier parentela, peleados por cualquier motivo. Una mediación, como se denomina ahora. A mí me resultaba apasionante que el viejo hiciera eso, pero lo que me intrigaba, y que él nunca  comentaba, eran los motivos de esas peleas. Yo adivinaba motivos truculentos, tremendos, inenarrables. Seguramente estaba superando por lejos a la realidad misma." Las palabras pertenecen a un fragmento de un relato cuasi autobiográfico del actor, psicoanalista y cantante en idish Sergio Lerer, que presentamos en exclusiva para Nueva Sion.
Por Sergio Lerer

                                                                                                      A Jaime Smolovich in memoriam

1 – No sé por qué estoy acá, Jaime. Algo me impulsó a venir. Hace años que no hablaba con usted. Hace un tiempo me asaltó la idea de volver a analizarme, y cuando barajaba nombres, se escurrían de mis manos como agüita de manantial. Finalmente tomé el teléfono y aquí estoy.

¿Mis cosas? Nada que despierte emociones fuertes, nada que moleste demasiado. Empatado suelo decir. Sin embargo hay un convidado de piedra, un sueño que se repite. Ese descarte que nos permite seguir durmiendo, o que nos despierta para que seamos marionetas a su antojo.

Me veo volando sobre una ciudad, Buenos Aires seguramente. A veces desaparezco de la imagen y veo la ciudad directamente. Las nubes ocultan por momentos el paisaje. Vuelo a la manera de Súperman. El viento fresco produce sensaciones extrañas, también agradables. De pronto esa paz se ve alterada. Comienzo un vuelo frenético, vertiginoso, desenfrenado. Desciendo a una velocidad que nubla mis ojos. Y más, una angustia pertinaz,  me acompañará el resto del sueño. Mi cuerpo cae pesadamente sobre el piso. En la rugosidad de la vereda, mis manos buscan algo. Lo encuentro. A la angustia se suma la desazón. No es lo buscado, es un objeto banal que cambia de sueño en sueño y que arrojo desilusionado. Con la cabeza gacha y sin rumbo, de pronto una idea me ilumina; inverosímil, absurda. El objeto motor de mi búsqueda, es mi prepucio perdido  hace ya años.

El despertar suele ser súbito, a la manera de las pesadillas, pero con una carga de ansiedad menor. Imagine la cantidad de ideas, fantasías y asociaciones que me ha suscitado este amigo de las madrugadas. La mayoría de ellas banales e impregnadas de lugares comunes. Seducido por alguna elucubración inteligente, la decisión de venir a verlo se fue postergando.

Nunca tuve la apetencia del autoconocimiento. Sí, de vivir mejor, más alegremente. Hoy es distinto, el sueño despierta en mí ansias de saber. Me interroga. Me invita, me seduce. A veces lo espero con gozosa inquietud, otras detesto su visita. Se ha transformado en mi mascota, una de mis pocas compañías.

Un prepucio. Un pedacito de piel perdido en los primeros días de mi vida. Con un festejo, con brindis, sonrisas y expresiones de deseos. Con un nombre hebreo. Y a partir de ahí, dos nombres, dos colegios, dos grupos de amigos, dos culturas. ¿Tupac Amarú? Un caballo hacia el idish, el hebreo, la Torah, la Cabalah, la calidez de lo familiar. El otro hacia la calle, los no judíos, los temidos, los antisemitas, los gozadores; el mundo del cigarrillo, del alcohol, del tango, del juego, de las mujeres sensuales y atrevidas. Un lugar que empiezo a amar y al que comienzo a pertenecer, que nunca será suficientemente mío, mientras voy dejando el otro, que se resiste a mi partida. Y los caballos siguen tirando. Ruego a Dios, en quien no confío, que los detenga.

Anoche después de dar clase en la facultad, pase por Güerrin, me comí dos con faina de dorapa y fui caminando hasta casa. Al llegar, cansado, sólo atiné a desnudarme, mientras la cama me guiñaba seductoramente. Me dormí inmediatamente y el sueño en cuestión vino hacia mí, intrusivamente. ¿Y con qué derecho digo yo? Debería existir un reglamento que nos proteja de los sueños. ¿O acaso nuestra mente es un bien mostrenco, a merced de cualquier imagen que se le ocurra aparecer?

Y volvió, como siempre, redundante y atrevido. ¿Y el objeto ansiado? Ausente por supuesto. Esta vez reemplazado por un llavero, con una sola llave; como la de los hoteles. Lo arrojo con bronca contra un viejo coche que parece burlarse.

Y la pielcita que sigue jugando conmigo.

Los llaveros de los hoteles. Los de mi niñez, los de Mar del Plata, los del “Hotel Regina”. Amplio, lujoso, con ascensorista. El ascensor y la comida. Esas sí que eran pasiones. Desayuno con mantequera plateada y manteca enrulada, medialunas y tostadas calientes, todo a discreción. La ampulosidad que hoy me acompaña, estaba ya presente en mis manos vaciando paneras. Luego el ascensor, subiendo y bajando a mi habitación, hasta encontrarlo sin ascensorista. Allí la plenitud. Solo y sin usar los botones. Esa palanca que tenía el ascensor me podía de deseo, y por unos instantes era toda mía.

Hotel Regina, Mar del Plata

La cabina del ascensor se convertía rápidamente  en un prototipo de Fórmula 1. Diversión desenfrenada, vértigo por doquier. Todo concluye al fin, con caras furiosas a veces, como la del ascensorista.

Un gusto salobre invade mi garganta, es el agua del mar. Mi padre llevándome a “lo hondo”. Su risa, mi temor ante la magnificencia del agua. Una ola gigante y el espanto. La seguridad de la arena firme después, la toalla presurosa de mi madre y el sándwich de jamón y queso. ¿Coca cola? Claro, Bidú y Crush excomulgadas de toda excomunión.

Gloriosos fines de semana eran, cuando mi padre nos acompañaba. Lunes vuelta al trabajo. “El que tiene tienda que la atienda y el que no, que la venda”, solía decir. Eso me suena hoy, más de gallego que de judío. El negocio no veranea, mi padre sí. Veraneo interruptus. Mis protestas no pueden disuadirlo de sus planes, ni siquiera un tímido puchero. Hoy ese puchero quedó para la intimidad, para regodearme en la nostalgia gozosa, que sólo el paso del tiempo nos regala. O para compartirlo con amigos en “Ambos Mundos” con el mejor tinto.

«la Bristol», Mar del Plata

La rambla. Los lobos marinos. La Bristol. Los barcitos pletóricos de cornalitos. ¿Tendrá alguien el tupé para insinuar siquiera, que existe un paisaje más bello? Todo es diferente a mi barrio. Calor de día, frío por las noches. En Lanús no es así. Todo lo que sea diferente a Lanús  provoca en mí curiosidad y admiración. “Confitería París”, en la rambla frente al mar. Escenario, gente cantando, ningún chico. “En la nueva Argentina de Perón, los únicos privilegiados son los niños”. Y en mi familia los privilegios los tenía yo. Un tipo sube al escenario y canta. “Brrr estoy neurasténico, brrr precísome tratar, porque sino al manicomio iré a parar”. La ficción es atrapante, me veo dudando a veces entre ella y la realidad. ¿Está loco o se hace? ¿La etiología de la neurastenia es el coito interruptus o la masturbación? Qué más da, en esa época el sexo de los adultos que impulsa y separa a la vez, estaba ausente, y la adolescencia estaba lejana.

Y el día tan temido, el del retorno, llegaba inexorable. La finitud producía en mí una mezcla de tristeza e impotencia. Por qué, me preguntaba; ya degustaba la metafísica.

El Chevrolet ’41 con su portaequipajes se deslizaba lentamente por la ruta 2, en un triste retorno de la ciudad amada, a la que sólo volvería un año después. No había consuelo posible, ni siquiera los alfajores Havanna comprados unos minutos antes de salir. Tenían gusto a Mar del Plata. Todavía lo tienen. Lamentablemente se los encuentra por doquier. Se gana en marketing lo que se pierde en magia.

Pero Mar del Plata se continuaba en la ruta. En los sandwiches preparados por mi madre, en las medialunas de “Atalaya” que el Leviatán hubiera saboreado con fruición. También en las rencillas con mis hermanas, apenas comenzábamos el juego del Rorschach de nubes, que consistía en tratar de acordar por consenso, una buena forma para las configuraciones azarosas de las nubes.

Nada podía consolarme, habíamos llegado a Lanús. Miento. Estaba mi bobe, y mi bobe era pura  diversión, pasión, jolgorio. ¿Qué querés Sergito? Y esa pregunta era la llave para que cualquier respuesta sea cumplida como si ella fuese el genio de la lámpara. Las comidas más deliciosas, varenikes, kreplaj, empanadas. Pero  también canciones y refranes en ruso, anécdotas del pueblito donde ella vivía y de la Revolución Rusa. Puedo recitar algún refrán ruso todavía, como “Nie cayí op periskañi periskochi”,  “No digas op antes de saltar el charco”. ¿Y las canciones? Algunas pícaras, otras tristes, como yo.

Y volvía a Lanús donde estuve siempre. Triste. En pocos días empezaban las clases,  los dos colegios, el castellano y el hebreo. Y antes de que ello suceda, me convertía en el cadete de la mueblería de mi viejo.

Mar del Plata–Lanús antípodas irreconciliables, Jaime.

Pero en Lanús estaba también mi tío Coco. Gordo, culto, simpático, chinchudo, vagoneta. Su sonrisa, Jaime, muestra que está pensando lo obvio, soy casi un calco de él. Cuando salíamos juntos no había ningún tipo de límites, ni en los horarios, ni en las actividades, ni en las charlas, ni en la cantidad de panchos que se podían comer. Mis viejos, en cambio, tenían todo más reglado. Era bastante goi, jugaba al billar, gustaba de los bares, iba al Luna Park. Su goiedad en mi infancia, me producía cierta inquietud pero mucha curiosidad. Con él asomé por primera vez en mi vida a ese “otro mundo”.  Me llevaba al centro, al Cine Real a ver dibujos animados.  Allí vimos una versión animada de “Rebelión en la granja” de Orwell. Esa sátira al comunismo donde los chanchos cuando toman el poder tienen como lema “Todos los animales son iguales pero los chanchos son más iguales”. Habré tenido por esa época unos 9 años. Me llevo al Luna a ver boxeo y me regaló para un cumpleaños “Cuentos sobre temas de Shakespeare”. Esas iniciaciones, afortunadamente, no tienen retorno.

2-Es tan raro venir acá después de tantos años. Se respira libertad. Recuerdo que hace años, cuando era un pibe nomás y comencé mi análisis, usted me explicó didácticamente que el autor, director y actor de los sueños soy yo; claro, para que vaya dándome cuenta del compromiso que uno tiene con sus propios sueños. Pero este sueño me envuelve, juega conmigo, como juega el gato maula con el mísero ratón.

Ayer volvió. El vuelo no fue agradable, demasiado sol. Usted bien sabe que no me gusta el sol ni en sueños, sólo estando sumergido en el mar. Me encegueció. A pesar de que me visita seguido, mientras lo sueño no tengo conciencia que se está repitiendo, es siempre nuevo, un suceso diferente. Y en el abrupto descenso era clarísimo que se trataba de Buenos Aires. ¿Por qué?  Por las cúpulas que veía, si hasta me pareció ver la del Congreso, con ese color tan bello, un verde lavado. Por fin la vereda, cayendo como cuando era chico, temiendo lastimar mis rodillas. Esta vez no encuentro nada, curioso. Comienzo a caminar y algo molesta mi andar, estoy arrastrando un pedazo de corpiño, sí Jaime, ¡un pedazo de corpiño! Me acerco al cordón de la vereda y lo saco de mi zapato. Sigo sin rumbo, triste, otra vez la ironía de lo perdido.

En mi adolescencia iba al Bet-Am  de Lanús. Sí, ese club donde mi padre fue presidente durante años. Mi viejo fundó casi todas las instituciones judías de Lanús. Era un tipo querido y confiable, hasta lo llamaban para hacer “un shulem” entre familias. Esto significa  hacer “una paz” entre hermanos o cualquier parentela, peleados por cualquier motivo. Una mediación, como se denomina ahora. A mí me resultaba apasionante que el viejo hiciera eso, pero lo que me intrigaba, y que él nunca  comentaba, eran los motivos de esas peleas. Yo adivinaba motivos truculentos, tremendos, inenarrables. Seguramente estaba superando por lejos a la realidad misma. ¿Y los corpiños qué tienen que ver en todo esto? En el Bet-Am había una pileta de natación.  A ella concurríamos todos los chicos, todos los veranos. Y yo siempre tuve un poco de tetas, cosa que odiaba como se imaginará. Y los chicos, que en esa época eran sólo chicos, me llamaban Virtus, como esa marca de corpiños que creo que aún existe. Todavía hoy cuando me saco la camisa en público, en una playa por ejemplo, temo que alguien me diga Virtus y se ría de mí. Curioso, hablo de corpiños y me refiero a mí mismo, en lugar de hablar de las chicas de aquella época. Porque lo que más recuerdo, aunque a la lejanía, son las sensaciones que me producían las chicas, y no ellas mismas. Freud, en un llamado a pie de página en “Tres ensayos para una teoría sexual”, y si no me equivoco en el primer ensayo, nos recuerda que los pueblos primitivos valoraban más el placer que el objeto mismo, no había una exaltación del objeto como en la modernidad. ¡Viva el placer, abajo el objeto! Y el placer de la adolescencia lo recuerdo, lo conservo en el altillo de  los recuerdos, como uno de los  más preciados bienes. Pero Rita W. sí que era un objeto. La más deseada de todo el club, la que nunca podría llegar a aceptar una invitación mía. ¿Por qué, se preguntará usted?  Porque siempre me sentí feo y  tonto cuando de mujeres se trata. Lo conozco Jaime, hipótesis autopredictiva sugerirá usted. Es un consuelo para mí, gracias. Sin embargo, una noche, en esos “asaltos” con empanadas budines y Cocas que solíamos organizar algunos sábados, Rita y yo quedamos tirados en un sillón, solos. Me pareció que la historia de mi vida podía cambiar en un santiamén, como decía mi bobe. El resto de los chicos,  estaban bailando apretándose con fruición. Y como Jehová es grande en su bondad, pude acercarme a ella, acercar mi boca a su boca y besarla. Y eso no fue todo. Mi mano temblorosa, cual parkinsoniano en crisis, abrió su blusa. No recuerdo que fue lo que más me excitó, si su corpiño sedoso corrido lentamente por mí, o su piel cubierta por un vello rubio apenas perceptible. Eso fue todo, más no me autorizó. Mis manos y mi entrepierna estaban en el paraíso más paradisíaco que se pueda imaginar. ¿Y usted que dice, Rita W. habrá usado corpiños Virtus?

-Jaime, me cuesta enunciar lo que es imprescindible que le cuente. Ayer por la noche volvió mi sueño. Y para despedirse. ¿Recuerda el momento que caigo sobre la vereda? En ese instante apareció, sí él! Así como lo escucha. Y no era un objeto real, era un dibujo animado, a la manera de Roger Rabbit. ¿Pero cómo supe que era él? Porque se acercó y me dio una especie de abrazo, como quien parte. Jamás podría permitírselo, demasiados secretos posee ese testigo. Se dio cuenta. Comenzamos una carrera demencial, yo tratando de alcanzarlo, él huyendo desenfrenadamente. Creí que lograría alcanzarlo. Pero sucedió lo que no debía. Pasó a centímetros de una alcantarilla. Frenó, se miró, me miró y con bizarría apuntó a su cabeza con un pequeñísimo revólver. Su cuerpito cayó pesadamente en medio del agua. No lo vi más.

Y hoy Jaime, son imprescindibles sus palabras que esclarezcan y alivien este momento. Por favor.

Sergio, quizá no recuerda que el autor, director y actor de sus sueños es usted. Lo escucho.