La violencia entre árabes y judíos en Israel

Múltiples causas para un quiebre

Los choques entre judíos y árabes que tuvieron lugar en las calles israelíes sumaron más tensión y desesperación a la crítica situación provocada por la guerra de Israel con Hamas. Lo más paradójico es que estos episodios de violencia se hayan producido luego de meses de un declamado optimismo sobre la integración de los árabes a la sociedad israelí. Una clave del análisis acerca de qué ocurrió durante los últimos años con la minoría árabe pasa por ciertos factores económicos constitutivos de la sociedad israelí que potencian segregaciones.
Por Kevin Ary Levin

Mientras los israelíes se concentraban en salir de la crisis del covid y en la última contienda entre el campo pro Bibi y anti Bibi, una tensión en el fondo aumentaba mientras pocos notaban el problema: la relación problemática entre los árabes israelíes y el Estado de Israel. Esto cambió naturalmente durante los últimos días, cuando la violencia entre judíos y árabes sacudió las calles de Israel y llevó aún más desesperación a una situación crítica. Si bien su epicentro fue en la ciudad de Lod, otras ciudades de población «mixta» (judía y árabe) o de encuentro entre ambas comunidades, como Iafo, Akko, Bat Yam y Ramle, funcionaron como el escenario para desbordes horribles de violencia a través de destrucción de propiedad y golpizas en la calle. Lo que parece haber comenzado como ataques por parte de jóvenes árabes fue luego replicado por grupos judíos, principalmente vinculados a la derecha kahanista. Ambos lados estuvieron también fogoneados por la difusión de fake news e incitaciones a la defensa y a la venganza vía redes sociales. Si bien ninguna forma de violencia puede ser justificada y hay una evidente necesidad de introspección y debate al interior de cada comunidad, es necesario destacar que ambos grupos tienen accesos altamente diferenciados a espacios de poder e influencia dentro del Estado. En este artículo intentaremos explorar qué ocurrió durante los últimos meses y años con la minoría árabe.

Resulta tal vez paradójico que esta situación haya llegado a su máxima visibilidad luego de meses de sospechoso optimismo sobre la integración de los árabes a la sociedad israelí en general. Esto ocurrió luego de que Mansour Abbas, el dirigente socialmente conservador del partido Ra’am, haya llegado a las primeras planas de Israel por su enfoque innovador ante la disputa electoral. Al no descartar una posible alianza con Netanyahu, o con cualquier partido judío para el caso, muchos israelíes vieron finalmente la aparición de un dirigente político árabe dispuesto a separar los intereses de su comunidad de los de la causa palestina. En efecto, Abbas prometió a los judíos israelíes en abril, apenas pasadas las elecciones, que «es más lo que nos une que los separa», lo cual parece hoy más una expresión de deseo que una descripción de la realidad. Otros analistas señalaron un potencial «efecto derrame» de los Acuerdos de Abraham, a partir de los cuales se normalizó la relación entre algunos países árabes e Israel con el auspicio de la administración Trump: se planteó, con entusiasmo, que el éxito de los acuerdos significaba que la «normalización» entre judíos y árabes dentro de Israel también estaba en camino. Sin embargo, la aparición de la violencia en las calles mientras la Fuerza Aérea israelí ingresaba en Gaza nos deja evidencia de que no todos los árabes de Israel piensan como Mansour Abbas, o que al menos existen sectores relevantes de la juventud árabe con menos optimismo y pertenencia ante el Estado de Israel.

¿Será la marginación económica una de las causas?
¿Qué pasó entonces para propiciar este estallido violento? Sería fácil adjudicar todo el estallido a la imposibilidad de aceptación de un Estado judío por parte de los árabes. Ya en 1923, Jabotinsky advertía que esto no ocurriría nunca de forma voluntaria. Proponía, en respuesta, construir un «Muro de hierro» en la forma de un Estado fuerte que pudiera disuadir cualquier aspiración árabe contra el sionismo. En buena medida, Israel es hoy el Estado fuerte que Jabotinsky proponía, pero el problema de la convivencia imposible no parece haberse resuelto. Podríamos también argumentar un proceso de radicalización de la juventud árabe en Israel. Sin embargo, aun aceptando ese concepto ambiguo, se vuelve necesario entender cuáles son las posibles causas de frustración y marginación que sienten tantos árabes israelíes.
Un factor a tener en cuenta es la economía. Aproximadamente, un 36% de los árabes de Israel viven bajo la línea de pobreza, un número que duplica la pobreza dentro de la población judía en Israel. Por su importante presencia en sectores económicos de bajos ingresos y sin posibilidad de trabajo remoto (como gastronomía, transporte y hotelería) los árabes israelíes fueron especialmente afectados por la crisis económica del año pasado. Un informe del Instituto Israelí de la Democracia indica que aproximadamente el 22% de los empleados árabes del país fueron despedidos o suspendidos de su trabajo por cuestiones relacionadas con la pandemia, nuevamente una cifra casi el doble que entre los judíos. Esta realidad afecta de forma especialmente grave a los jóvenes, la misma generación que se vio involucrada en actos violentos.
Si la situación económica no es alentadora, no encontraremos mucho más motivo de alegría del lado político. Ya pasó más de una década desde que Avigdor Liberman hizo de la falta de lealtad de los árabes su lema central de campaña. Desde entonces, un parlamento cada vez más hacia la derecha debatió y aprobó una serie de leyes antiárabes, incluyendo la célebre Ley de Estado Nación, cuya existencia no alteró en nada la realidad más que para enfatizar a los árabes quiénes son los dueños del país. Netanyahu, el mismo que salió a buscar votos árabes en las elecciones pasadas, hace ya seis años advirtió públicamente sobre el aumento en la participación política entre los árabes: «Están votando en masa», afirmaba. En tiempos más recientes, el flamante diputado Betzalel Smotrich, de la coalición Sionismo Religioso (un rejunte de extrema derecha formado a instancias de Netanyahu para asegurarse de no perder ningún voto), dijo en un discurso el mes pasado que «los árabes son ciudadanos de Israel… por ahora». Hace tres años, comparó a los palestinos con mosquitos, al afirmar que se puede matar a la mayoría, pero siempre algún molesto quedará.
El problema no está solo en el plano de lo simbólico: también en lo presupuestario. El Estado asigna menos presupuesto a zonas árabes. Esto se traduce en menos infraestructura y peor calidad de servicios públicos. En cierta medida, la recaudación impositiva menor para localidades árabes es en sí una consecuencia de una diferencia anterior: la falta de inversión por parte del Estado en el desarrollo de zonas industriales y comerciales, que sí existen, con considerable apoyo estatal, en localidades judías. En los últimos años, Israel no pudo enfrentar de forma eficiente el aumento del crimen y de los homicidios en particular entre el público árabe: como han expresado dirigentes comunitarios en el pasado, parecería que las fuerzas de seguridad solo tienen el recurso de la represión para manejarse con los árabes. Otra gran fuente de enojo es la política de permisos de construcción, que ha impedido el desarrollo de localidades árabes y la refacción y ampliación de hogares, así como llevado a la demolición de casas que fueron reformadas sin el permiso inobtenible.
La diferencia se ve también en las llamadas ciudades mixtas. En lo que es probablemente el caso más dramático: Jerusalén Occidental (principalmente judía) tiene asignado 13 veces más presupuesto municipal por persona que Jerusalén Oriental (principalmente palestina). La diferencia en el presupuesto anual por alumno para el sistema educativo es de más del doble: 25 mil shekalim contra 12 mil (datos provistos en un informe de UN Habitat de 2015).
Jerusalén, cuyo carácter íntegro y único es proclamado regularmente, dista mucho de ser una ciudad unificada en lo material. La misma noción de ciudad mixta puede ser considerada un eufemismo también, dado que impera en ellas la lógica de segregación espacial entre comunidades de acuerdo a barrios, manteniendo escuelas y espacios de socialización separados. En otras palabras, se rompió la fina ilusión de convivencia. No debe extrañar la radicalización entonces ni la solidaridad violentamente expresada con los palestinos, dado que el propio Estado que en discursos los busca incluir los ha tratado, de forma sistemática, como extranjeros indeseables. ¿No es este el terreno fértil para la llamada radicalización?

Este panorama puede sonar desalentador, pero puede ser pensado a la inversa. Los acontecimientos de los últimos días en las ciudades mixtas, aunque trágicos y costosos en vida humana y propiedad, han generado una oportunidad postergada hace generaciones en Israel: asumir de verdad el desafío de buscar una forma de convivir en la diferencia. Los cohetes de Hamas eventualmente dejarán de ser lanzados, sea por la vía militar o la política. Cuesta pensar que el gobierno actual o sus socios aprovechen la oportunidad para negociar un arreglo diplomático a largo plazo con los palestinos, forjando así una oportunidad perdida más en una larga serie. Pero es en este viejo problema interno, catapultado al centro de la discusión pública repentinamente, que podemos encontrar una verdadera urgencia y necesidad existencial.