El cuerno de carnero, el pututu y los falsos mesías: de la coyuntura en la Argentina y otros vericuetos

Las circunstancias que vivimos como sociedad demandan de nosotros una profunda reflexión para que podamos insuflarles esperanza a estos tiempos por medio de la acción y la participación. “Ben adam, ma lejá nirdam”, resuenan en nosotros las palabras del poeta que alguna vez retumbaron en la maltrecha sinagoga de un viejo shtetl: “Oh, hijo del hombre, ¡¿por qué estás durmiendo?!”.
Por Jordán Raber *

Los cuerpos exánimes se confunden en el campo de batalla. Apilados los unos sobre los otros parecieran evocar un engendro, una suerte de masa informe que se sacude los últimos resabios de su hálito de vida. Algunos gimen su dolor, otros imploran a sus dioses; los que aún permanecen cuerdos ante el horror invocan a sus madres. Las huestes del comandante Sísara fueron derrotadas sin piedad; Yael, la mujer del queinita, dio la estocada final en el corazón del poderoso ejército enemigo. Entonces el estruendo del cuerno de carnero se elevó por sobre el hedor de la sangre y anunció el triunfo de las tropas hebreas. Las manos aún temblando los bríos de la victoria, Débora la profetisa blande el resonar atávico de la salvación que atraviesa, como el tronar de un ave, los cielos del antiguo Israel.

En otro tiempo, en aquella tierra, se oye la misma melodía redentora restallando en cada una de las aldeas, augurando el advenimiento del año del Jubileo. El estrépito inconfundible anuncia el retorno de las tierras que fueron vendidas, menos por pretensiones lucrativas que por la urgencia de la necesidad, a sus poseedores originales. Los esclavos desatan de sus cuellos el yugo de la servitud tras oír el llamado de la libertad. El resonar de la justicia redistributiva en su versión bíblica reverbera en los aires.

Cientos de años después un hombre se cubre con su manto ritual: un poco por piedad, otro poco para cobijarse del viento que se cuela por los resquicios de las ventanas. El oficiante golpea el púlpito de madera deslucida de la pequeña sinagoga del shtetl en señal de atención. Con una voz que parece salir de las tripas, anuncia el sonido que habrá de avivar el espíritu: “Ben adam, ma lejá nirdam”, vuelan en el aire las palabras del poeta: “Oh, hijo del hombre, ¿por qué estás durmiendo? ¡Despierta!, ¡clama en oración!”. Entonces el sonido del shofar invade el recinto sagrado y los fieles, condenados a una vida de penurias y menesterosidad, se elevan siquiera por unos instantes hasta los aposentos celestiales. Saben que habrán de caer, de descender abruptamente a una vida de miseria cuando el silencio se trague aquella melodía salvífica, pero mientras tanto disfrutan confundiéndose con los ángeles de las huestes divinas. 

Las formas variopintas de la representación de lo judío: entre el shofar y el pututu.

El anterior pretende ser un humilde, aunque algo imaginativo, esbozo de la trayectoria del uso del shofar, en la praxis social y religiosa, del pueblo judío a lo largo de los últimos siglos. La cultura hebrea, en los idiomas, ideas, creencias y objetos que la configuran, ha sufrido resignificaciones y metamorfosis inevitables en el devenir del tiempo. El sonido del shofar que auguraba victorias colosales hace miles de años adquirió sentidos antes insospechados. Y, sería naive pensar que la transubstanciación del empleo del cuerno de carnero en la polisemia de sus usos rituales, y hasta políticos hoy, se haya agotado. En efecto, las distintas formas que asume la representación de lo judío en nuestras latitudes ha dado nuevas expresiones a este fenómeno, que -de un modo desgarbado aunque sincero- procuro ilustrar, parcial y fragmentariamente, a continuación.

La primera de ellas está ligada, como era de esperarse en las líneas de un autor autorreferencial (narcisista, diría mi analista) como quien suscribe, a una anécdota personal. Hacía sólo unos meses que me había trasladado junto a mi familia a la ciudad de Lima. Su cielo eternamente plomizo me aplastaba, me hundía en un sopor constante. Un tanto aletargado por esto y por la lenta cadencia de la vida en la capital andina, yo hojeaba algunos libros sagrados en mi oficina con el único propósito de paliar el aburrimiento (nunca me gustó eso de “matar el tiempo”; si pudiera insuflarle vida eterna, lo haría). Un sonido chirriante anunció el arribo de un nuevo mensaje a mi casilla de correo electrónico. Desplacé el libro a un costado y tomé la computadora portátil con entusiasmo: albergaba la fantasía de que aquella misiva me sacaría, como un deus ex machina, de esa realidad asfixiante. No recuerdo a ciencia cierta el nombre del remitente, pero mi memoria (cada vez más propensa a dejarse alterar por los achaques de la imaginación) me indica que se trataba de una suerte de amalgama sincrética. El mote era, por un lado, anglosajón, mientras que el apellido, por otro, era uno típicamente local: algo así como Jerry González o Jerson García.

Reproduzco la carta a continuación. Si la misma responde fielmente a la que me enviara Jerry, o acaso Jerson, en aquella ocasión o si se trata de un remedo fruto de un tosco intento de parodia, queda a exclusiva consideración del lector. Sabrá el mismo disculpar los errores gramaticales del original, así como ciertos modismos regionales propios del estilo de su autor.

A su honorabilísimo Sr. Rabino Raber,

Nuestro Señor Abrahán, rey de los Cielos (sic), santificado sea su nombre, nos ampare. Me dirijo a su excelentísima persona con el noble fin de exponer ante Ud. la situación en la que se encuentra nuestra sagrada congregación de los altos andinos. Somos muchos en el pueblo los que hemos abrazado con fe sincera la religión hebraica, loando la figura de Moisés, de bendita memoria, y de su hermana Mirián, su castidad sea recordada para bien.

Su merced, Sr. Rabino, nosotros nos colocamos los tefilim todas las mañanas, con especial devoción el día sagrado del Sabat,[1] y no comemos de las carnes prohibidas que nuestros vecinos comen en la región. Nuestro maestro, el Sr. Ieshaiau Martínez Bedoya, converso de íntegra devoción, nos ha guiado en el camino de las enseñanzas de la Biblia del Señor Adonai y sus profetas.

Antes de trasladarse a la sagrada tierra de Israel para estudiar en profundidad los secretos de la Cabala, el Sr. Martínez Bedoya, con ayuda del notario municipal de la aldea, ha dado con los registros que indican nuestra antigua proveniencia israelita. Según estas viejas inscripciones los habitantes de nuestro pueblo somos descendientes nosotros de las tribus perdidas de Israel. Por lo que nos comentó el notario que contienen esos documentos, nuestros antepasados habrían llegado a la selva peruana luego del exilio babilónico. Primero se trasladaron a Oriente de donde fueron expulsados por los imperadores suyos los mongoles, famosos por su odio a los de nuestra casta. Creemos que, al llegar aquí, temerosos de una nueva persecución, decidieron mantener la condición hebrea suya oculta ante la amenaza de la Inquisición.

Algunos objetos en poder de familias locales darían cuenta de nuestro remoto lineaje hebraico. Un simple ejemplo será suficiente: en la casa que pertenecía al finado Sergio Trujillo, Adonai lo tenga en la gloria, hemos hallado un cuchillo con la inscripción “S.T.”. Las letras gravadas podrían responder a la marca distintiva suya de los judíos sefaradíes: “sefaradí tahor”. Es más, el Sr. Trujillo antes de morir afirmó que nunca vio a su abuelo cortar carne con ese cuchillo, sino sólo queso, lo que corroboraría el carácter israelita de su familia. Un día también vio a su abuelita prender una vela al atardecer. Aunque era jueves y no víspera del Sabat, es sabido en el pueblo que la señora ya tenía la memoria suya un poco malograda.

Por último, excelentísimo Sr. Rabino, le envío unas fotografías en las que puede apreciar la celebración del Roshashana que llevamos a cabo en nuestra humilde parroquia hace unos meses. Podrá comprobar en la actitud de los feligreses una fe y devoción sinceras.

Despidiéndome con un cordial shalón y deseos de bendición para Ud. y su sagrada grey,

J.G.

En la fotografía se veía una veintena de hombres, separados por un biombo (detrás del cual me figuré debían estar sus mujeres e hijas). Todos ellos exhibían rasgos inconfundiblemente andinos, piel trigueña y un cuerpo algo encorvado hacia delante, acusando años de dura faena en el campo o en las minas. Cubiertos por telas que emulaban un manto ritual judío y tocados con levitas negras a la usanza de los viejos aristócratas polacos (o al modo de los ladrones de diamantes de las películas de Brad Pitt), formaban un desprolijo corro alrededor de un humilde atril de madera ajada. Algunos dejaban ver, debajo de sus sombreros de ala ancha, unos peies enrulados al estilo de los jasidim. Uno de ellos, que por su porte y por los brillos platinados que relucía la costura de su talit, parecía ser su líder, acercaba a su boca una gigantesca concha de molusco mientras los demás cerraban los ojos como aprestándose para oír el anhelado estruendo.

Le forwardeé la foto a una amiga, antropóloga de la Pontificia Universidad Católica del Perú. A los pocos minutos, quizás movida por el mismo entusiasmo que en mí despertaba todo aquello, me comentó que esa coraza de caracol es llamada “pututu”. Un pututu, explicaba con didáctica parsimonia en su mensaje, es un instrumento de viento que poblaciones quechuahablantes han usado desde tiempos prehispánicos y hasta hoy. Al parecer, me indicaba abonando mis propias sospechas al respecto, el típico cuerno de carnero de la tradición judía había sido trocado, en su versión andina, por el caparazón de un bicho marino privativo de la cultura local.

* * *

A decir verdad, este relato, que raya en lo caricaturesco y que abreva en los ecos de un realismo mágico exclusivo de lo latinoamericano, viene a retratar una peculiaridad que signó mi estadía en el país andino. El despliegue de mi función rabínica en la ciudad de Lima me expuso, en algunas ocasiones, a la realidad de individuos o comunidades enteras que llegan a lo judío de manera más bien autónoma, sin mayores conocimientos ni contacto con el acervo cultural hebreo, sino más bien desde una fe fundada en doctrinas salvíficas.

Según lo que pude observar entonces (sin que lo mío pueda inscribirse ni de manera remota en el marco de un estudio con pretensiones científicas o académicas) es dado distinguir un patrón común en estos casos, que consiste en el tránsito de los fieles por lo que algunos antropólogos dan en llamar “mercado de las religiones”. El punto de partida en el derrotero suele ser una situación de ruptura con la Iglesia Católica. Luego, tras haber desandado un trayecto más o menos extenso en las iglesias pentecostales o reformadas, una lectura literalista de la Biblia, es decir, despojada de todo sentido crítico y espíritu poético-alegórico, conduce a los devotos a un acercamiento a lo judío desde un prisma de exaltación por sus componentes atávicos, que son considerados un signo de irrebatible autenticidad. De tal modo, quienes recorren este camino intentan granjearse un lugar en el seno del verus Israel, el pueblo que será redimido en el Final de los Días.

No es de extrañar que poblaciones que han sido marginadas por siglos de sometimiento a los esquemas coloniales, en cualquiera de sus distintas metamorfosis, busquen una salida a su condición abyecta, incluso si el cambio de las condiciones de su existencia se enmarca en un mero anhelo con visos escatológicos. En muchos casos las ansias de salvación vienen de la mano de la aspiración a legitimar un pedigrí imaginario que, en un discurso que eleva lo genealógico al lugar de lo místico, les abriría las puertas del Cielo.

De ánimos apocalípticos y falsos mesías: un anclaje en el contexto actual de la Argentina.

En un breve opúsculo titulado Caminos de Utopía, Martín Buber, el célebre pensador judeo-vienés, trazó una simple pero contundente distinción entre el carácter de lo mesiánico y la doctrina de lo apocalíptico. El mesianismo -sostiene- es un anhelo de redención en clave profética que coloca al individuo en un lugar de centralidad: la consumación de una era utópica que dará sentido al absurdo de una existencia pauperizada está sujeta a la fuerza de aquel que se aboque, con sus propias manos, a su construcción. En cambio, para la apocalíptica, el proceso de redención fue inexorablemente prefijado por la voluntad de los dioses. Los humanos son, a sus ojos, meros instrumentos en el camino ineluctable de una escatología que primero sembrará la devastación, vertida en los mitos de los combates cósmicos al estilo de Gog y Magog, y cuyo fruto sólo verán, en el Final de los Días, los justos y consagrados. 

Si, en su versión andina, el shofar se transubstanció en el pututu con el que aquel puñado de desposeídos piadosos imaginaba jalonar su camino hacia la redención, la versión rioplatense, particularmente argentina, presenta en estos días reminiscencias menos dóciles que las de la coraza de un pobre crustáceo. Imágenes de un hombre (siempre es, en estos casos y contextos un hombre: un varón, para ponerlo en claro) que hace restallar el cuerno de carnero en los pixeles de una pantalla gigante y que son procedidas por los videos de destrucciones colosales y explosiones grandilocuentes. El fragor de una multitud que enarbola un discurso virulento, cuyo ánimo el dios de las masas de Durkheim enardece con facilidad, más que augurar el advenimiento de una era mesiánica, corrobora los ánimos apocalípticos donde sólo una casta de elegidos (o iluminados) por los antojos de la selección natural y del nuevo patrón de la meritocracia tendrán lugar.

El pueblo judío conoció ya varios falsos mesías. Tenemos, de hecho, una larga data en este campo: Jakob Frank, Shabtai Tzvi, por nombrar a los más célebres e interesantes. Comunidades enteras en Europa oriental empeñaron todos sus bienes para enrolarse en las filas del delirante Shabtai Zvi en su camino hacia la Tierra de Israel. Al final de sus días, los fieles del autoproclamado mesías morirían en el desengaño y en la miseria.

La clase política argentina no ha sabido interpretar ni dar una respuesta a los problemas que acucian a la sociedad. La figura de un mesías que nos arranque de esta situación de incertidumbre no se avizora en el horizonte de ninguno de los frentes. No hay prospectos beatos o inmaculados que traerán consigo la salvación. Sería insensato, en este sentido, entregarse a cualquier tipo de pretensión mesiánica, pero resulta un imperativo no rendirse ante el apocalipsis de lo público, ante la exacerbación de las brechas estructurales que dividen a ricos y a pobres, a la exaltación del individualismo y la alienación más voraces que algunos proponen.

No soy particularmente optimista, quizás nunca lo fui. Lector (que sí fui alguna vez) de los escritos de Fromm, prefiero la revolución de la esperanza a cualquier otra, en especial a la de las proclamas encolerizadas o a las del optimismo ingenuo e infundado. La coyuntura que vivimos como sociedad demanda de nosotros una profunda reflexión para que podamos insuflarles esperanza a estos tiempos por medio de la acción y la participación. “Ben adam, ma lejá nirdam”, resuenan en nosotros las palabras del poeta que alguna vez retumbaron en la maltrecha sinagoga de un viejo shtetl: “Oh, hijo del hombre, ¡¿por qué estás durmiendo?!”. Habrá que sacurdirse del sopor, habrá que permitir que el sonido del shofar (y, con esto, me refiero al llamado profético de nuestra propia tradición, no al que restalla en los pixeles de pantallas gigantes augurando un cataclismo universal)nos despierte del letargo del desaliento. Todavía estamos a tiempo. No sea cosa que, como los fieles de Shabtai Tzvi, terminemos engañados, habiendo perdido ya lo poco que queda en nuestras manos.

* Rabino de la Comunidad Bet El


[1] Según los estatutos rabínicos está prohibido utilizar las filacterias los días sábado.