La comparación, hermana renga de la metáfora, es una figura retórica cuya finalidad es trazar similitudes o encontrar semejanzas entre dos elementos, que pueden ser reales o imaginarios, concretos o abstractos. Al utilizarla en el arte, por ejemplo, se busca establecer una relación imprevista, novedosa, para captar la atención del receptor. En otro orden de cosas, la comparación puede ser una buena herramienta en el ámbito de la educación, ya que permite que una persona que se acerca a nuevos contenidos pueda establecer vínculos con conocimientos previos.
En cierta medida, a pesar de su eficacia, la comparación es una forma de pereza intelectual, en tanto es un atajo, una forma de acortar camino, de simplificación que puede dar también pésimos resultados.
Quiero decir que establecer una comparación implica, desde ya, una explicación. Hay, es cierto, comparaciones que de tan certeras se vuelven emblemáticas y que trascienden para siempre, son «naturales», se explican a sí mismas. Pero cabe también la posibilidad de que resulten, por ejemplo, ofensivas y vergonzosas porque no explican nada: comparar la homosexualidad con enfermedades, con parásitos o con el sexo entre personas y animales es, a todas luces, muy ofensivo. Comparar al estado con un pederasta, es una vergüenza (y probablemente un delito), que revela más acerca de quien la enuncia que de la situación o idea que se intenta describir. En efecto, son imágenes absolutamente perturbadoras, denigrantes, imperfectas, que quizá exhiben alguna aversión o alguna perversidad por parte de quien la ha establecido.

Desde hace mucho (desde 1998, en mi caso puntual), pero sobre todo desde el 7 de octubre pasado, vengo escuchando comparaciones que establecen paralelismos entre Israel y los nazis, que tienen por objetivo criticar, fundamentalmente (aunque no únicamente), las acciones militares que ese Estado lleva adelante en la Franja de Gaza. Roger Waters, aprovechando la fama y la legitimidad que le dio The Wall para tratar este tipo de asuntos, es uno de ellos. También muchas veces esas comparaciones las establecen personas de origen judío, con el lícito objetivo de diferenciar su pensamiento del que rige a los líderes políticos de Israel. Y, aunque pueda ser grande la tentación de comparar Gaza con un gueto o la de equiparar la lucha de los palestinos con la de los judíos que se rebelaron en Varsovia, deberían pensárselo un poco mejor, porque por pereza intelectual están usando un atajo que solo sirve para ofender y que se sustenta en conceptos judeofóbicos.
Que las políticas de Netanyahu y del resto de su gobierno de coalición (que, además, son apoyadas por una buena porción de la sociedad israelí) sean un horror en términos de Derechos Humanos; que lo que Israel dispone en cuanto a políticas represivas (que causan la muerte injustificable de miles de personas inocentes cada año), sea totalmente repudiable y condenable, no significa que él sea Hitler ni que, según la patética frase de un escritor brillante aunque también sobrevalorado, «los palestinos sean los judíos de los judíos». Y, ya que estamos, en tren de ser verdaderamente rigurosos, de honrar la verdad histórica y, sobre todo, de no ahorrarnos el esfuerzo de pensar: los que sí tuvieron relaciones estrechas con Hitler y con los nazis fueron los líderes palestinos, particularmente el gran mufti de Jerusalem Amin al-Husayni (que, lo aclaro por las dudas, no podía hablar de «ocupación Israelí», porque Israel no existía por entonces), que visitó a Hitler en Alemania y que llamó a los árabes a apoyar las políticas de los nazis (es decir, fue un aliado declarado de Hitler en Medio Oriente, aunque su rol está muy lejos de ser el ideologo e instigador que Netanyahu le endilga: https://www.yadvashem.org/…/adhering-to-the-historical…). El sobrino del mufti, después de seguir sus pasos, tuvo la posibilidad de reivindicarse y vaya si lo hizo cuando firmó los acuerdos de paz de Oslo (y sí, estoy hablando de Yasser Arafat).
Miopía voluntaria
Y ahora atendiendo al otro argumento recurrente de la comparación, hay que señalar que equiparar la «resistencia» palestina (alguna vez tendrían que explicar bien quién o qué es la resistencia, porque para algunas cosas Hamás es el pueblo que resiste y para otras cosas no) con los judíos rebelados en Varsovia es desconocerlo casi todo. Por empezar, porque los judíos encerrados en los guetos eran ciudadanos de los países que los confinaron, no había un conflicto territorial ni político ni nacional en el medio. En segundo lugar, porque los «lohamei a guetahot», como se los denomina en hebreo, actuaron exclusivamente en contra de objetivos militares de los nazis, mientras que la «resistencia» palestina suele atacar objetivos civiles, como se evidenció el 7 de octubre. Asimismo, queda claro que, si bien existe una abismal distancia entre el equipamiento de las milicias de Hamás y el del ejército israelí, su capacidad armamentística, su entrenamiento y organización militar está lejos de revestir la precariedad que tenía la de los judíos conjurados en Polonia.
Un elemento no menor, en cuanto a los liderazgos: los líderes de la resistencia de los guetos murieron luchando junto a sus camaradas. Los líderes de Hamás dan órdenes desde la comodidad de sus mansiones qataríes. Podría seguir, pero no lo voy a hacer porque, como ya dije antes, no es ese el punto. El punto es, creo haberlo demostrado ya, que la comparación no se sostiene por ninguna parte, es producto de una miopía voluntaria y muy sospechosa. Y, sobre todo, ofende, ofende a mucha gente viva y ofende la memoria de mucha gente martirizada.
Superponer la esvástica a una estrella de David es, únicamente, un acto de antisemitismo. No es una provocación, no es una metáfora, es un acto de antisemitismo. Utilizar un cerdo gigante con una estrella de David es, claramente, recurrir a la iconografía medieval en la que se representaba a judíos en relaciones con esos animales, con el doble propósito de humillarlos y de deshumanizarlos aludiendo a las leyes alimenticias que prohíben el consumo de dicho animal. Pretender ignorar, además, que la asociación de ese animal con el capitalismo tiene, también, una raíz judeofóbica, no puede ser considerado un acto de distracción.
De la izquierda y, en particular de Roger Waters, a esta altura no espero otra cosa: ya se les hizo un hábito y están tan cómodos con la comparación que es obvio que tratar de hacerles ver las contradicciones y el sustrato antisemita que reviste no tiene ningún sentido. No les importa, a pesar de todos los argumentos que pudieran aportarse. Probablemente, acorralados por la evidencia, su respuesta sea limitarse a repetir (casi siempre a los gritos) que no aceptan la extorsión de ser llamados antisemitas.
Pero, en cambio, hay otra gente intelectualmente respetable, de quienes sí podemos esperar que revisen sus posiciones. Pueden denunciar todo lo que quieran a Israel, los bombardeos, los encarcelamientos arbitrarios, los asesinatos, la represión de las protestas, los colonos. Pueden abiertamente repudiarlo, como lo hacemos muchos de nosotros. Incluso, ya liberados del peso de la comparación, podrían perfectamente también hablar de las mujeres violadas por los terroristas de Hamás, las embarazadas despanzurradas, los bebés cocinados en hornos, los civiles (entre ellos bebés y niños y ancianos) secuestrados, los habitantes de los kibutzim asesinados en sus camas, etcétera, sin sentir que le hacen el juego a la derecha israelí. Porque liberarse de la comparación, dejar de ser perezosos, les permite sobre todo abandonar un esquema simbólico que se automatiza y que, en el fondo (pero no tan en el fondo) responde a otros intereses.