“¿Ruso de Rusia…?”: una lectura de El Eternauta desde el prisma de la alteridad

No sé qué depararía una interpretación shakesperiana o lacaniana de la nueva serie de Netflix. Pero quizás sí pueda aventurar un recorte judío de El Eternauta, que por ser judío implicará necesariamente una exégesis desde el prisma de la alteridad.
Por Jordán Raber*

El colectivo gimió un estertor trémulo y dobló, agazapado, entre los autos que se toreaban en plena Avenida Corrientes. Luego un insulto o un bocinazo o los dos sonidos al mismo tiempo: el engendro cacofónico reverberando en el aire hasta hacerse añicos sobre las baldosas roñosas, las zanjas preñadas de agua estancada de Villa Crespo. La ventisca fría trajo consigo una correntada de azahar que se disipó en el vaho cálido que subía del cuerpo ultrajado del linyera de la esquina.

Cerré la puerta del café con premura, como Favalli intenta sellar herméticamente las ventanas de la casa en El Eternauta: debía evitar que la espuma fétida del afuera contaminara aquel remanso de tranquilidad que era el bar San Bernardo en el cénit del trepidante mediodía porteño. El mozo me saludó con aires melancólicos, con la resignación propia de una rutina que ya se sabe inexorable. Cuatro viejos fruncían el ceño alrededor de una mesa como cuatro neandertales venerando el azur de una hoguera ancestral. Jugaban dominó. “Probablemente timbean”, pensé mientras pedía lo de siempre.

Un estruendo estremeció la quietud del San Bernardo: uno de los ancianos vitoreaba con palmas y una risotada gutural, estentórea. Observé sus pelos blancos, los pómulos enhiestos, la nariz aguileña como cincelada por un avezado escultor romano. En los ojos claros, ya achacosos, logré adivinar una caricia diáfana y familiar. Reconocí en ellos la marca del oprobio, la señal de la estirpe en la frente de Caín, el estigma de Jesús suspendido sobre su pasión, las señales de la faena diaria en las manos de Polsky, un judío que construía violines en la buhardilla de Juan Salvo: el Eternauta.

En la adaptación de la historieta a la taquillera serie de Netflix, Polsky perdió su profesión y su nombre: el Ruso a secas, lo llaman (cada vez que mi abuelo oía aquel epíteto, exclamaba con la voz empapada de ironía, la erre de judío polaco bien pegada al paladar: “¿Será ruso de Rusia o ruso-de-mierda?”, así, todo junto, como una nominación ignominiosa, inconfundible). A qué se dedica, qué hace el Ruso (el-de-mierda; no el de Rusia) para vivir: no lo sabemos. Pero durante la escena del fatídico final de Lucas se nos ofrece al menos un indicio: “Le debía mucha guita al Ruso”, dice el personaje ya entregado al vórtice de la locura: “Cuando murió, no vi morir a un amigo; vi morir a un acreedor”, espeta como confesión última, debatiéndose entre el alivio y el remordimiento, antes de caer al abismo (sabrá disculpar el lector si la cita del guion no es del todo exacta; suelo preferir la memoria achacosa, cada vez más propensa a la imaginación que la realidad, a la que Lacan certeramente definió como precaria, demasiado para mi gusto). En un giro (¿habrá sido un lapsus freudiano?) con aires antisemitoides o acaso shakesperianos, la pluma del guionista hace de nuestro judío -como hizo la del poeta británico del célebre Shylock en El mercader de Venecia– un usurero por naturaleza.

Si tan sólo Shylock pudiera abandonar el departamento crediticio del banco

No sé qué depararía una interpretación shakesperiana o lacaniana de la nueva serie de Netflix. Carezco de los elementos teóricos para tramar cualquiera de estas dos lecturas. Pero quizás sí pueda aventurar un recorte judío de El Eternauta, que por ser judío implicará necesariamente una exégesis desde el prisma de la alteridad. En este sentido, la figura de Polsky, o del Ruso, es sumamente ilustrativa, aunque probablemente no agote la cuestión. Quien vio la serie (yo aproveché el pretexto de una larga gripe otoñal para liquidarla en una rauda maratón la semana pasada) habrá vislumbrado –no sin suspicacia- algo de hollywoodense en la mega-producción argentina. Estos visos ampulosos no sólo se dan en el uso de efectos especiales a la altura de Armageddon y The Walking Dead (aunque esta vez alrededor de la cancha de River y no sobre la Estatua de la Libertad o la Torre Eiffel), sino también en el modo en que los múltiples Otros de la sociedad son retratados.  

Piensen en Pablo, el pibe que es liberado del baño de la escuela por la esposa de Salvo. Pablo es, a los ojos de todos nosotros, un chino. Aunque a veces amague con convertirse en una suerte de Tom Sawyer oriental, quien diga que logró –siquiera por un instante- dejar de verlo como el chino de la serie probablemente incurra en perjurio o falsedad. La trama, de hecho, necesita que Pablo sea chino. Recuerden, si no, la escena de la pesquisa de su casa: al comprobar que su hija no está entre las víctimas de las cenizas contaminadas, Salvo murmura aliviado: “Son todos chinos”.  Su voz, acorazada por la máscara de buceo, rezuma un sentido inequívoco: la muerte de un chino nunca equivaldrá a la muerte de un igual.  

Así como Pablo tiene que ser chino, Inga –la chica del delivery- tiene que ser venezolana: símbolo de una nueva otredad (de una otredad otra) que la clase media o acomodada confronta recientemente desde su sillón apoltronado mientras aguarda que el nuevo cochero-servidor le traiga el pan caliente hasta la puerta de su casa. El vocabulario de Inga es de un venezonalismo impoluto, palmario: “pana” y “vaina” cada dos palabras, como si el argot de un porteño pudiera reducirse a “che” y “boludo” en la combinatoria infinita de su lenguaje. La jerga de Inga cumple una función medular en su caracterización: es la marca de su otredad; una Otredad tan exacerbada que raya a menudo en su total caricaturización.

Pablo, el Ruso, Inga, por mencionar algunos de los personajes de la serie, configuran un mosaico variopinto y diverso, un intento probablemente genuino y noble por visibilizar la heterogeneidad de nuestra sociedad, en la que –para ser justos con los hacedores de la serie- entran también todos esos mendigos y parias guarecidos al calor de la iglesia que sirve de refugio ante las amenazas del afuera (¿será esta la definición por antonomasia de cualquier templo o santuario, sin importar su denominación o filiación religiosa?). Pero se trata, al mismo tiempo, de un ardid que revela nociones muy profundas y arraigadas; un indicio de la trampa en la que caemos todos constantemente: la de pintar una heterogeneidad totalizadora, arquetípica, bajo la salmodia de los viejos preconceptos que proyectamos sobre aquel que irrumpe en nuestra existencia desde los márgenes, desde el borde de la misma, aunque nunca estemos dispuestos a asignarle en ella un lugar protagónico.  

Sería una aspiración vana, acaso del todo fútil y fuera de lugar, imaginar que el nuevo Eternauta o salvador de la patria y del mundo entero fuera: chino, judío, puto y extranjero al mismo tiempo (que me disculpen los miembros de otras minorías o colectivos que han sido excluidas de este basto listado ilustrativo). Que fuera mujer constituiría simplemente una ignominia. Pero al menos déjenme soñar con que Shylock abandone de una vez por todas el mostrador del departamento crediticio del banco para volver a ocuparse de sus violines agonizantes y achacosos; que la chica venezolana sea repartidora de Rappi, como también arquitecta, madre, vendedora de zapatos o ingeniera química o electrónica al igual que Favalli.  

Déjenme soñar con aquel rabino jasídico en cuyo espíritu las penurias del exilio instilaron acaso la más universalista de todas las plegarias: “¡Te conmino, Dios de Abraham! Si no puedes salvar a los judíos; al menos salva a los gentiles”.

*Rabino